Nuestros mundos enfrentados, 12 - Una luz en un mundo oscurecido




   Por unos instantes, no hubo otro sonido que los cascos de la yegua resonando hacia algún lugar entre las tinieblas. Fuera cual fuera el siguiente destino, Báldor lo desconocía, al igual que no sabía cuál era la verdad de todo aquello: de su misión y del mundo de Tárgrea. Su mente comenzó a hacer ruido. «¿Será verdad que Garadon es la causa por la que Tárgrea se cae a pedazos? No creo que sea tan débil como dijo Markarath. Si no, hace mucho que el mundo habría perdido toda luz, y me dijeron que esto comenzó hace muchos años. No, no puede ser Garadon. Debe ser cosa de Tulkhar, aunque no entiendo cuál es su meta. ¿Conquistar Tárgrea o destruir la Tierra? Bueno, si triunfa, sin duda ambos mundos serán destruidos, si es que es cierto que este se dirige hacia el mío. Maldito Markarath, ¿había algo de verdad en sus palabras?» Y soltó un gruñido de frustración, pues las acciones del enemigo lo habían desconcertado al igual que las expresiones de su rostro. No olvidaría aquel encuentro con el único humano de su mundo que había visto desde que llegara a Tárgrea. «Debe ser de mi país, pues hablaba mi idioma. ¿De qué parte será? ¿Cómo habrá sido su llegada?»
   —¿Qué te ocurre? —dijo entonces la yegua—. Puedo oír y sentir tu inquietud.
   —Tengo muchas dudas. Ni siquiera sé hacia dónde vamos —dijo Báldor, molesto.
   —Hacia la ciudad iluminada —respondió la yegua. Báldor tardó en hablar otra vez.
   —¿Quién eres? —preguntó él, todavía enfadado.
   —Una yegua —dijo ella.
   Y como Báldor no sentía ánimos de seguir hablando, no indagó más, pero se mantuvo alerta pues no confiaba en el animal. Deseaba que lo dicho por ella fuera cierto y así contemplar al fin Gal-adártir. Quizá, bajo la luz, sus temores quedarían disipados y hallaría una única verdad que lo hiciera olvidar cualquier duda.

   Pero pasó mucho tiempo antes de que pudiera cerciorarse de cualquier cosa. Era difícil medir los días bajo aquella oscuridad perpetua, tanto o más que bajo la luz de Garadon, por lo que Báldor no supo cuántas jornadas habían pasado cuando después de tantas leguas contempló al fin un inquebrantable haz de luz en la lejanía. Era como una torre centelleante que se alzaba hacia los cielos, azules solo sobre la luz y rodeados de tinieblas; algo blanco destelló sobre la ciudadela como si un ave volase, aunque desde aquella distancia se asemejaba más a una mota de polvo. Báldor sonrió por un instante, y olvidó todos los horrores que se retorcían atrás. Pues la cabalgata no había sido un paseo después del encuentro con Markarath, y habían tenido que escapar de múltiples criaturas horrorosas y hacer frente a otras cuantas. Mas no parecía haber ninguna en el camino que los separaba de Gal-adártir.
   Recorrieron estas millas en silencio, y a Báldor le resultó difícil mantener los ojos abiertos, pensando en el descanso arropado por la seguridad que sin duda aguardaba por él. La yegua lo llevó hasta la luz, crepuscular como la que el guerrero había visto cuando fue separado de sus compañeros, y se detuvo, negándose a avanzar más. Báldor desmontó de un salto y contempló los campos iluminados que ahora tenía enfrente, deseando adentrarse en ellos como un viajero acalorado desearía meterse en el mar. Más allá, podía verse una muralla que impedía distinguir mucho más que los tejados de algunas casas, aunque una torre se alzaba por encima de cualquier edificio y se extendía por varios metros. Altas almenas ocultaban su techo.
   —Bueno, gracias por haberme traído hasta aquí —le dijo Báldor a la yegua negra.
   —Ve, pues te esperan —dijo el animal, y se dio la vuelta para alejarse al galope.
   Báldor se encogió de hombros y corrió hacia la ciudad.

   Tuvo que avanzar a lo largo de la muralla durante un rato para encontrar una puerta que, para su sorpresa, estaba cerrada. Llamó a voces hasta que alguien acudió a su llamada, y el vigilante que lo recibió le dedicó palabras de alborozo y pidió de inmediato que le permitieran el paso. Las grandes hojas de la puerta fueron abiertas, y la primera persona que vio Báldor fue Syrinjari, quien lo saludó con una sonrisa. Detrás de ella estaba el Señor gris, y el guerrero nunca volvería a alegrarse tanto de ver a un extraterrestre (aunque en realidad jamás se había alegrado antes de ver a ninguno). Sus compañeros se acercaron a él, seguidos por varios habitantes de Gal-adártir; más allá, podía verse a muchos otros que corrían hacia el umbral de la ciudad.
   —Te creíamos muerto —dijo el Señor gris.
   —Y yo creí muchas veces que moriría —dijo Báldor, sin dejar de sonreír a pesar del comentario.
   —Me alegro de verte —le dijo Syrinjari, levantando el rostro para mirarlo a la cara—. Llevábamos días esperándote, pero no sabíamos qué te había pasado. Desapareciste de pronto, dejando atrás el kasabo. ¿Qué ocurrió?
   —Aparecí muy lejos de aquí, en medio de las tinieblas —dijo Báldor, y su sonrisa se apagó—. Ya os hablaré de ello, pues me encontré con…
   —Sí, ya nos hablarás de ello. Ahora debes darte prisa y subir a la torre —le dijo Syrinjari, interrumpiéndolo. Tironeó de su brazo mientras retrocedía.
   —¿Qué sucede? ¿Para qué tengo que ir ahí? —dijo él, sintiéndose cansado.
   —Alguien te espera —le dijo el Señor gris.
   —¿Vais a llevarlo ante Thundarvin? —dijo uno de los habitantes de la ciudad—. Iré a dar el aviso para que abran la puerta.
   Syrinjari asintió mientras arrastraba a un confuso Báldor que no pudo resistirse a su fuerza; pronto, se vio corriendo junto a los demás hacia el centro de Gal-adártir.
   —¿Quién es ese tipo de la torre? —les preguntó a sus compañeros.
   —Una criatura que ha estado esperándote durante años —dijo Syrinjari—. Bueno, ha estado esperando a alguien apto.
   —Ninguno de nosotros lo somos —dijo el Señor gris.
   —Pensé que se trataría del rey. Bueno, espero que al menos nos diga hacia dónde tenemos que ir ahora —dijo Báldor, mirando la torre.
   —No sé si hará tal cosa —dijo Syrinjari—. El motivo por el que Garadon se ha esforzado tanto en preservar Gal-adártir es que Thundarvin sobreviva. Moriría en las tinieblas, y no puede ir muy lejos pues se encuentra enfermo… desde que todo esto comenzó. Ha soportado un largo sufrimiento en espera de este momento.
   Báldor suspiró y ahogó cualquier queja, aunque no se sentía del todo cómodo con la situación.

   Llegaron a la puerta de la torre tras un rato de correr entre casas y bajo la luz. Allí, ante el umbral de piedra, varios habitantes de Gal-adártir esperaban, y les apremiaron a subir. Báldor comenzó entonces a correr por una escalera de piedra que ascendía en espiral, rodeando la circunferencia de la torre, sintiéndose cada vez más cansado e inquieto, como si estuviera a punto de encontrarse con alguien de gran fama o que pudiera suponer un gran cambio en su vida. Se detuvo solo ante un temblor que sacudió toda la torre, y entonces se volvió hacia sus compañeros, y Syrinjari lo tranquilizó y le indicó que siguiera adelante.
   Por mucho tiempo, la escalera pareció no tener fin en aquella torre de colores apagados, pero tras un largo camino desembocó en un llano y un umbral que precedía a un túnel corto. Más allá podía distinguirse la luz del día, pero Báldor esperó a sus compañeros antes de adentrarse en ella. Con el corazón retumbando en su pecho, atravesó el pasaje y llegó al punto más alto del torreón, donde su nerviosismo se acrecentó ante la imagen de un dragón. Thundarvin era una de aquellas criaturas míticas y de fantasía en la Tierra, pero tan real como todo lo que Báldor había contemplado en Tárgrea. Aun así, no pudo evitar que lo invadiera la admiración, pues siempre le habían fascinado aquellos seres y la mayoría de representaciones que se hacía de ellos. No obstante, nada, no había nada en absoluto, que pudiera compararse a la presencia verdadera de un dragón; cosa que ningún humano había presenciado en vida.
   Thundarvin era del color de la corteza de un árbol viejo, pero algunas escamas eran verdosas. Reposaba con los ojos cerrados, la larga cola tendida junto al cuerpo cubierto por sus dos poderosas alas. Tenía cuatro patas cuyas garras se asemejaban a puñales, pero estos no amenazarían a nadie pues yacían ocultos bajo el pesado cuerpo, y pesado era también el movimiento que hacía al respirar. No parecía gozar de buena salud, tal y como había dicho Syrinjari, mas Báldor no podía sentir piedad ante la majestad de aquella criatura. Y cuando abrió los ojos y los dirigió a él, verdes como las copas de un bosque profundo de la Tierra, no fue capaz siquiera de pensar en palabras que decir.
   —Al fin —dijo el dragón, en un suspiro grave. Nadie dijo nada pues solo eran capaces de observar—. Al fin puedo dejar de oponer esta resistencia. La muerte ha tratado de arrastrar mi alma a su vacío por muchos años, pero ahora nunca la poseerá. Serás tú su portador.
   —¿Yo? —dijo Báldor, sorprendido, cuando el dragón lo miró a él.
   —Así es, pues nadie en Tárgrea podría ofrecer una morada adecuada para mi espíritu —dijo Thundarvin, y luego suspiró—. Solo en ti, de entre aquellos que vinieron de otros mundos, podré habitar.
   —Pero ¿por qué? ¿Y qué haré después? ¿Y… cómo? —Báldor no sabía qué decir, y en su pensamiento había otras muchas ideas.
   —No dispongo de tiempo para razones que tú mismo habrás de descubrir —dijo Thundarvin—. Garadon solo me impuso una tarea: resistir hasta tu llegada. No me prives de su cumplimiento. —Cerró los ojos.
   —Pero… ¡espera!
   El aire alrededor de Thundarvin comenzó a revolverse al mismo tiempo que una niebla de oro y fuego lo envolvía, y aquella niebla se agitó alrededor del cuerpo del dragón y luego hacia arriba, como un torbellino. Báldor, fascinado, contempló cómo el ciclón de luz se doblaba sobre él y lo envolvía, y entonces retrocedió. Pero una fuerza superior impidió que se alejara, y lo obligó a soportar el calor y la tempestad de rugidos que invadió sus oídos; los músculos se le tensaron, por lo que no pudo llevarse las manos a las orejas ni gritar, solo dejar escapar cortos quejidos. Más allá de las llamas todo era difícil de diferenciar, y el Señor gris y Syrinjari eran dos figuras oscuras que no se movían ni hablaban, y finalmente, Báldor los perdió de vista.

   Cuando abrió los ojos, se encontraba tumbado en una cama, bajo el techo de algún edificio. Syrinjari estaba a su lado.
   —Ya no tenemos nada más que hacer en Gal-adártir, Báldor —le dijo—. En cuanto seas capaz de levantarte, nos marcharemos.
   —¿Qué ha pasado? —dijo él—. ¿De verdad el alma de ese dragón se metió en mí? Todo fue muy rápido.
   —Así es, pues Thundarvin apenas podía soportar ya la vida —respondió—. Solo Garadon sabe qué pasará ahora con su cuerpo. Pero el dragón había estado esperando a alguien capaz de portar su alma para la luchar contra Tulkhar. Verás, él era el último dragón, pues todos los demás murieron al ser tocados por la oscuridad, como cualquier criatura de este mundo. Thundarvin, a pesar de su orgullo, se refugió en esta ciudad por orden de Garadon, y, herido de muerte, aguardó durante diez años mientras su dios mantenía este lugar a salvo de las tinieblas. Ambos han soportado muchos pesares hasta encontrar a la persona adecuada.  
   —¿Y por qué yo? —dijo Báldor, recordando las cosas que Markarath le había hecho dudar—. ¿Será porque nací en el año del dragón? Eso no tendría sentido. —Syrinjari dejó escapar una risita.
   —¿Que naciste en el año del dragón? Entonces debe ser eso, sin duda —dijo.
   —Bueno, es solo una de las muchas creencias de la Tierra, pero me parecería absurdo que fuera solo por eso —dijo—. ¿Y qué será ahora de Gal-adártir?
   —No te preocupes, pues hay aquí muchos refugiados de otras partes de Tárgrea. No caerá en las sombras a no ser… que toda Tárgrea caiga.
   —Y para evitarlo hemos venido hasta aquí —dijo Báldor, cerrando los ojos.
   —Así es, y ahora tendremos que abrirnos paso a través de la oscuridad hacia la fortaleza de Tulkhar, aunque nadie sabe dónde se encuentra —dijo la muchacha—. Descansa cuanto necesites, pues nos aguarda la parte más oscura del viaje.  


Fuente imagen: https://www.istockphoto.com/es/v%C3%ADdeos/light-rays-dust

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