Nuestros mundos enfrentados, 11 - El gran engaño



   Markarath era diferente a los habitantes de Tárgrea. Gracias a la amarillenta luz de su lámpara, Báldor pudo distinguir unos rasgos humanos: ojos marrones, raros en esas tierras, y cabello negro sobre un rostro de piel pálida. Además, sujetaba el farol con la mano derecha. No parecía ser de aquel mundo.
   —Y bien, hete aquí, frente al enemigo. ¿Y ni una palabra que decir? —le dijo a Báldor.
   Pero él no sabía qué responder. Se sentía atrapado, traicionado por la yegua y demasiado débil para luchar. «Dudo que pueda vencer si me enfrento a él. Podría intentar huir, pero me alcanzaría. Y sin duda, esa criatura traidora me perseguiría. ¿Qué hago?»
   —Oh, venga. Hacía mucho que no veía a alguien de la Tierra —dijo Markarath—. Tanto como para llegar a echar un poco en falta encontrarme con uno de sus habitantes. Tú has llegado hace poco, ¿no es así? ¿Cómo van las cosas?
   —¿Acaso también eres de la Tierra? —preguntó Báldor.
   —Claro, ¿no lo habías adivinado? —respondió—. Aunque hace mucho tiempo que abandoné ese repugnante lugar. Sin duda, se está mejor aquí, ¿no crees?
   Báldor pensó por un segundo su respuesta.
   —Lo cierto es que sí, al menos bajo la luz —dijo.
   —Sabía que tendríamos pensamientos similares —dijo Markarath, esbozando una sonrisa que pareció poco amable bajo la tenue luz de su lámpara—. Pero, ¿por qué habrías de apreciar solo la luz? ¿Acaso ignoras que esta no existe sin oscuridad?
   —No lo ignoro. Sé que también sucede al revés —dijo Báldor, sintiéndose menos débil ante el enemigo—. Pero es preferible un equilibrio antes que esta oscuridad sofocante.
   —¿Y crees que la luz perpetua de Garadon era un equilibrio? Los habitantes de Tárgrea nunca han admirado la belleza de las estrellas.
   —Tampoco la admirarían bajo esta oscuridad, pues morirían todos —dijo Báldor, pasando por alto la verdad de la luz perpetua—. El mundo quedaría destruido, se cae a pedazos.
   —¿Quién te ha hecho creer esa falacia? —dijo Markarath con expresión de desconcierto—. Tárgrea se cae a pedazos, sí. Pero no otro sino Garadon desmenuza su propio mundo con la esperanza de pedir auxilio a tierras lejanas. Debe hacerlo así pues sus poderes son menores que los de mi señor, Tulkhar, quien me trajo aquí sin destruír nada.
   —No puedo creer que eso sea obra de Garadon, no después de los sacrificios que ha hecho —dijo Báldor, aunque su confianza se tambaleaba.
   —¿Y qué vas a creer, pues? ¿Palabras o palabras? No conoces la verdad por ti mismo —le dijo Markarath.
   —Es posible… que no conozca la auténtica verdad —dijo Báldor, despacio. Y pensó en sus compañeros y en las gentes de Tárgrea que había conocido—. Pero solo yo decido qué palabras escuchar.
   —Y no serán las mías, por supuesto —dijo Markarath, encogiéndose de hombros—. ¿Eres pues como el clásico héroe? Porque no siento en ti demasiado amor por tu mundo, ni por este que ahora pisas.
   —No he encontrado aún una tierra a la que amar, eso es todo —dijo Báldor—. Pero no permitiré que nadie decida sobre mi vida. Ni que le ponga fin.
    —Bien, es bueno que demuestres cierto orgullo —dijo el otro—. Me alegra, también, que no ames a ninguna de estas tierras. Pues has de saber que colisionarán, y dudo que ninguna sobreviva al impacto. Garadon ha desmenuzado tanto a Tárgrea que hace mucho dejó de sostenerse en su lugar.
   —¿Tárgrea caerá sobre la Tierra? Nadie ha dado nueva alguna acerca de esto en la Tierra —dijo Báldor, frustrado—. Lo habrían detectado.  
   —¿Cómo iban a hacerlo? ¿Acaso el gobierno habla de todos los asuntos importantes? Además, la sombra de mi señor sin duda ha hecho que Tárgrea sea difícil de distinguir. Puede que en verdad no hayan descubierto esto aún, y que lo hagan cuando sea demasiado tarde —dijo Markarath, y dio un paso hacia Báldor—. Pero contéstame a esto: ¿no crees que los habitantes de la Tierra merecen tal desastre?
   Báldor dudó, pues no era alguien que apreciara al resto de las personas, y veía el mal antes que el bien en la humanidad. «Se lo merecerían», pensó. «Merecerían desaparecer. Pero, si esto ocurre, ¿a dónde iré yo? No quiero perecer en ese desastre ni servir a Tulkhar».
   —¿Y qué sería de ti y de tus siervos si Tárgrea cayera sobre la Tierra? ¿No desapareceríais también? —preguntó Báldor, esperando ganar tiempo.   
   —Pues claro, pero ¿qué importaría eso? Sería un leve sacrificio a cambio de eliminar una gran plaga, ¿no crees? ¿No te sacrificarías tú también? —dijo—. Estoy en Tárgrea para ayudar a que el plan de mi señor se cumpla, y para frenar cualquier contrariedad, nada más. Él es el dios más sabio de todos, y conoce el peligro que correrá el universo si los habitantes de la Tierra continúan prosperando.
   —Son seres egoístas, ¿no es así?
   —Así es, bien pareces saberlo —dijo Markarath—. Solo se preocupan por sí mismos y por aquellos a quienes consideran amigos o de aquellos a quienes aman; hasta cierto punto, por supuesto. Si aparecen otros intereses, sin duda los traicionarán o abandonarán. No les importa más que el presente, y destruyen y contaminan más de lo que protegen y crean para bien. El dinero y la codicia los gobiernan, la lujuria mueve hilos pesados; dejan que tales deseos los conduzcan. Y cuando llegan a sentirse mal por sus actos, hablan con ellos mismos creyendo que se dirigen a un dios que moldean a su antojo y entonces se creen merecedores de otra oportunidad. Pues bien, estas se les han terminado, y no habrá mano divina que se interponga.
   —Es posible —dijo Báldor, rascándose la cabeza—. No sé qué ocurrirá tras estas palabras: yo también soy egoísta, como ellos. Lo sé, puedo ser repugnante a veces, como cualquier ser humano. Pero ni quiero morir ni quiero servir Tulkhar, así que no seguiré ninguno de esos caminos.
   —Decepcionante —dijo Markarath, mostrándose disgustado—. Sí que eres como esos seres despreciables. Por tanto, deberías desaparecer cuanto antes.
   Báldor echó mano a la espada, pero Markarath retrocedió y desapareció bajo el umbral de la torre. En el silencio que siguió, Báldor pensó en todo lo que había dicho y escuchado, y sintió que algo no estaba bien en su interior, en lo que sentía.

   Markarath reapareció poco después, dejó la lámpara a un lado y arrojó un fardo a los pies de Báldor. De este rodaron algunas frutas extrañas hacia los pies del guerrero.
   —No soy como vosotros, por eso te ofrezco esta comida. Podrás reponer fuerzas antes de luchar contra mí —dijo Markarath.
   —No creerás que confío en tu palabra, después de todo, ¿no es así? No pienso aceptar la comida del enemigo —dijo Báldor, aunque su estómago le dolía.
   —Lo imaginaba —dijo el otro, con desprecio—. La desconfianza de aquellos que se muestran víctimas, pero que no dudarían en apuñalar a cualquiera por la espalda. Está bien, como desees. —Báldor pateó la bolsa de provisiones—. Lucharemos con las manos, entonces, pues veo que posees más fuerza que yo.
   Era cierto que Báldor tenía un mejor porte que Markarath, pero aquello no tranquilizó al guerrero. La inquietud aumentó en él como una hoguera reavivada cuando el enemigo comenzó a caminar.
   —Que así sea —dijo Báldor, tragando saliva antes de adoptar una posición defensiva. Sin embargo, por un instante, advirtió que Markarath tenía una espada en el costado, y desconfió una vez más a pesar de que se quitó el escudo de encima y lo dejó caer.  
   Comenzó a luchar como si se tratase de un combate de práctica en su escuela de artes marciales, aunque sabía que no era así, que en aquella ocasión su vida estaba en juego, aunque no fue consciente de ello hasta que Markarath se lo recordó. Un puñetazo en la cara nunca le había dolido tanto, y se sintió decepcionado por haberlo permitido, y contraatacó. Mas la debilidad que sentía le pesaba demasiado, y no lograba reaccionar a tiempo ante los ataques del enemigo ni defenderse con efectividad. Pronto, quedó arrodillado y a merced de los puños rivales. La cabeza le dolía ahora, y le costaba respirar a través de una garganta y una boca secas.
   Entonces Markarath se aproximó, dispuesto a propinarle otro golpe, y Báldor gritó y tomó toda su ira y su espada para asestarle un tajo desmedido en el estómago. Markarath también gritó y se dobló sobre sí mismo, con dolor en el rostro y las manos sobre la herida.
   —¡Traidor! ¡Eres una alimaña venenosa, como cualquier humano! —exclamó.
   —Lo lamento, pero ahora importan más otras cosas —dijo Báldor, avanzando con la espada en alto, aunque se sentía despreciable.
   —No pienses que tienes la victoria. No después de esta artimaña rastresa —dijo Markarath, mirándolo desde abajo. Retrocedió hacia la torre y entonces unas sombras emergieron de las tinieblas que los rodeaban y se interpusieron entre ellos.
   Báldor apenas dispuso de fuerzas para agacharse y tomar el escudo, pues las heridas infligidas por Markarath eran ahora más dolorosas.

   Sin embargo, antes de que lucha alguna comenzase, la yegua negra, relinchando, también se interpuso entre los dos humanos de un salto, e instigó a Báldor a que montara. Él dudó, rencoroso aún, pero subió como pudo cuando los enemigos sombríos corrieron hacia él. No tenía mejor opción.
   La yegua se alejó del peligro con presteza y atravesó las sombras para dejar atrás la ciudad. Pronto, Báldor volvió a verse recorriendo campos oscurecidos pero libres de enemigos. Y entonces la amargura de todo lo que había acontecido estalló en su pensamiento, y por encima de todo aquello sintió que aún no era él quien llevaba su propio camino, y ahora ni siquiera sabía qué rumbo era el más apropiado.
   —¿Por qué me llevaste ante Markarath? —le preguntó a la yegua.
   —Te dije que te llevaría hacia tu destino —respondió.   



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