LANCE TABÚ. AUTODIDACTAS.




Salió de casa a prisa como cada mañana. Ese día iba con retraso. Pilló la bicicleta y comenzó la marcha. En el primer cruce vio que pasaba la guagua. Pedaleó todo lo rápido que pudo hasta alcanzarla y agarrarse. Parte del trayecto lo haría en guagua y gratis, pensó. Mientras estaba agarrado un coche se puso a su altura y se abrió la ventana. Una chica de risa escandalosa empezó a señalarlo y a reírse hablando con el conductor. Reían mientras enseñaban el pulgar en señal de aprobación por el medio de transporte. Ella se subió el suéter y dejó ver un maravilloso wonderbra de color azul eléctrico. Él se sorprendió pero no perdió el control de la bici. Rieron.
-Esperaba que te cayeras- decía riendo
-¡Qué mala!- reía también con las cejas en arco, sorprendido por la sinceridad de la afirmación.
-¿Dónde vas?
-Al curro, llego justo.
-¿Llegas justo? – rió.
El joven ciclista se rió y afirmo que bastante justo. Justísimo últimamente. La guagua se dejó ir en una parada y ella le dijo que se agarrara a la ventana.
-¿Cómo te llamas? Le gritó ella.
- Justo Veloz – dijo
Todos rieron a carcajadas. Llegaron a su trabajo y el se soltó del coche dando las gracias. Había llegado con unos minutos de margen. Se miraron… pero se miraron con una complicidad picante. Se acercaron y hablaron entre risas. Pactaron poner la bici en la barandilla de siempre con la cadena, subir al coche de su amigo y dar rienda suelta en el asiento trasero, mientras éste, que también se sentía atraído por el ciclista, los observaría de relance por el espejo retrovisor. Tomaron la autopista en aquel Peugeot 405 del 88 algo destartalado, con las ventanas delanteras abiertas, aquel trío casual y matutino. La brisa fría de la mañana entraba a bocanadas. En la radio sonaba como casualidad del diablo, “Autodidact”, del grupo metalcore Alaska. Pidieron ponerlo en bucle. La velocidad llegó a los 180 Km/h. Se despojaron de manera rápida de sus ropas. Ella se sentó encima. Sintió su lengua en sus senos de manera cálida, firme y ávida. Consiguieron sincronizarse. Al poco cabalgaban. Con la adrenalina de la velocidad y la complicidad de aquella banda sonora llegaron al nirvana. Protagonizaron varios minutos de gritos y jadeos de placer, a lo que dan las cuerdas vocales, hasta morir con rabia. El conductor gritaba: -¡Brutal Samanta!, ¡Brutal!-. Ella le confesó que a su amigo también le gustaba él. Mandaron parar el coche y con la misma furia le dijeron que recostara el sillón del conductor. Ellos se besaban con fuerza, con las cabezas en posición opuesta, juntando barbillas y frentes. Su amiga le acariciaba cuello, hombros, brazos y torso y él mismo se masajeaba. Consiguió concentrarse y morir también de rabia. Todos rieron cómplices. Agotados se recostaron hasta coger aliento.



Celia Sánchez.

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