Nuestros mundos enfrentados, 10 - La yegua negra



   Los gritos se intensificaron como un vendaval que se aproxima, y estuvo a punto de tragarse los golpes secos que ahora Báldor oía a su derecha. Miró hacia allí y no distinguió nada entre las tinieblas, luego se volvió a la ciudad muerta y se percató de que muchas sombras se separaban de ella.
   —Demasiadas para enfrentarlas —murmuró, aferrando la empuñadura de la espada.
   Gruñó y echó a correr, pues nada podía hacer contra tantos enemigos a pesar de que el temor ya no inquietaba su corazón. Gracias al llano terreno fue capaz de extender la distancia entre él y los enemigos, no así con el ruido insistente que sonaba cada vez más fuerte. Esto empezó a preocupar a Báldor, sobre todo cuando oyó un chirrido cercano, el grito de un animal para él familiar. Giró sobre sus pies con presteza y la espada en alto, mas nada tuvo que temer ante la imagen de un caballo que corría hacia él, negro como si la noche se hubiera concentrado en una sola figura. Báldor se sintió ahora muy desconcertado, y boquiabierto, creyó que su deseo se había cumplido sin más. El animal se detuvo ante él y lo miró con ojos imposibles de distinguir en aquella noche perpetua, y bufó mientras sacudía la cabeza y sus crines se movían.
   —¿Y ahora qué? —dijo Báldor en voz baja, para sí mismo.  
   —Monta, si deseas huir —respondió el caballo, sorprendiendo a Báldor. Pero aquella voz que sonaba en su mente era femenina, por lo que debía ser una yegua.
   —¿Qué? ¿Cómo…? ¿Por qué hablas? —preguntó Báldor, retrocediendo con desconfianza.
   —¿Importa eso ante la presencia de enemigos? Garadon me envía, poco más deberías saber. Monta —insistió.
   —Está bien, aunque no sé montar —dijo él, guardando la espada y echándose el escudo a la espalda.
   —Solo sube. Yo me encargaré del resto.
   Con un tanto de dificultad, Báldor montó en la yegua y se sintió desconcertado al ver que no había riendas ni nada a lo que sujetarse. Pero el animal le dijo que se inclinara y aferrara sus crines.
   —Ahora correré hasta alejarnos del peligro. Sujétate bien —añadió.
   Y Báldor hizo caso, aunque inseguro, pues no deseaba caer sobre las rocas del terreno ni enfrentar a unos enemigos muy cercanos ya.

   Sin embargo, la yegua se encargó de poner remedio a tal peligro. Más rauda de lo que Báldor habría imaginado, atravesó las sombras escapando de los gritos, aunque hizo que su jinete se sintiera inquieto y temeroso de soltarse. Hasta que, largo rato después, aminoró el paso y continuó avanzando al trote.
   —Al fin —dijo Báldor, irguiéndose con dificultad y sudor en el rostro.
   —El peligro no ha terminado —dijo la yegua.
   —No creo. Además, aún no sé hacia dónde ir. Aunque, si te envía Garadon, quizá puedas darme una respuesta.
   —Vamos hacia el sur ahora mismo —dijo—. Pero estamos muy lejos de la luz. A leguas de distancia.
   —¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó Báldor.
   —Debe haber sido obra de Tulkhar.
   Báldor se quedó pensativo unos instantes, aunque había cosas que aún no comprendía.
   —¿Y cómo puedes sobrevivir en la oscuridad? Creía que todas las criaturas de la luz morían bajo estas tinieblas —dijo poco después.
   —No todas —dijo la yegua—. ¿Listo para correr otra vez?
   —¿Tan pronto?
   —¿Acaso no deseas llegar cuanto antes a tu destino?
   —Sí… claro que sí —respondió Báldor.
   —Pues aférrate a mis crines.
   Báldor apenas se había agarrado cuando la yegua dio un salto hacia delante y echó a correr una vez más. Volvieron a atravesar las tinieblas como una saeta, y las sombras alrededor de ellos comenzaron a desfilar con presteza. Báldor cabalgó a través de los campos oscurecidos y de árboles retorcidos, y la arboleda llegó a su final y luego el sendero lo llevó entre ruinas y tierras olvidadas por los habitantes de Tárgrea, y a través de una noche que ya no lo angustiaba de igual manera.
   Sin embargo, la yegua negra no mostró signos de cansancio mientras las millas y las horas eran arrojadas a espaldas de su jinete como quien desgrana con avidez una mazorca. Y tras ascender una loma extensa y de pendiente suave se adentraron en un valle, pero en él había sombras como torres y trozos de negrura que flotaban en el aire. Criaturas de enorme tamaño salieron a su paso, y la yegua pasó entre ellas sin inmutarse, evitando garras y fauces e ignorando gritos de furia y terror. No obstante, a Báldor no le resultaba tan fácil hacer oídos sordos, y el corazón le latía con fuerza mientras aún seguía luchando por mantenerse sobre su cabalgadura. En más de una ocasión estuvo a punto de resbalar.
   —Ten pronta la espada —dijo la yegua, sacándolo de sus preocupaciones.
   —Pero si apenas puedo sostenerme —dijo Báldor.
   —No soy más rauda que esas bestias aladas —replicó el animal.
   Báldor alzó la mirada y descubrió que aquello que a él le habían parecido grumos de oscuridad en el aire eran en verdad bestias. Enemigos que descendían ahora sobre ellos mientras gritaban con voces que provocaron escalofríos en Báldor. Miró a la yegua y deseó quejarse e insistir en que cabalgara con más presteza, pero en su corazón sabía que no había otra cosa que hacer. Buscó pues la espada, aunque la mano que trataba de tomar la empuñadura regresó pronto a las crines del imparable animal. Lo intentó una vez más, con los gritos enemigos como aliciente, y logró sacar la hoja con temor a que cayera al suelo. A Báldor no le resultó nada fácil sostenerla mientras su cuerpo seguía siendo zarandeado de arriba abajo.
   —Ya vienen —le dijo la yegua.
   Aquel recordatorio no era necesario para Báldor, pues bien podía oír los chillidos. Sus ojos se desviaron por un instante hacia una gran sombra que había frente a ellos, pero pronto volcó su atención en la amenaza voladora y trató de mantener en alto la espada. Las criaturas, que parecían tener cortas alas, se abalanzaron sobre el jinete sin silenciar sus voces terribles, y Báldor interpuso la hoja de metal entre su cabeza y unos cuerpos repulsivos de ojos saltones y bocas babeantes. Alguna gota cayó sobre el guerrero, mas no supo si se trataba de babas o de sangre, pues sacudió cuanto pudo su arma mientras aferraba las crines para no caer.
   Una de las criaturas llegó a tocar su cuello con una garra o mano de fríos dedos, y Báldor la golpeó con la empuñadura de la espada, quejándose a pesar de que fue ignorado. El ataque no se detuvo por largo rato, más del que él habría deseado, aunque llegó a su fin cuando dejaron el valle atrás. Lo ignoraba, pero había abatido a muchos de aquellos seres, que ahora yacían sin vida sobre la estela de un camino que esperaba no volver a recorrer jamás.  
   —Bien hecho —dijo la yegua, sin detenerse.
   —¿Cuándo vamos a descansar? —preguntó Báldor, jadeando.
   —Cuando nos hallamos alejado más.
   «Está bien», pensó Báldor, sufriendo el cansancio que queda cuando un horrible temor se marcha. «No me cuentes más, no son necesarias tantas palabras. Espero que no sea capaz de leer la mente también, como ese desgraciado cabezón». Si la yegua era capaz de hacerlo, nada respondió.

   Y, tal como había dicho, se detuvieron cuando las sombras del valle no podían distinguirse. Se hallaban en una arboleda de escasos troncos, y las ramas que reptaban sobre el suelo estaban tan secas como las raíces que desde las alturas se doblaban hacia abajo. Báldor cerró los ojos por un momento, pero, sudando aún, no fue capaz de dormir. Además, aún le preocupaba la presencia de la yegua.
   —Pensaba que los caballos eran peligrosos en Tárgrea, pues no lo son en mi mundo —dijo. La yegua bufó antes de responder.
   —Somos peligrosos, como toda criatura si las circunstancias lo requieren. Pero somos raudos, por eso Garadon me escogió —dijo—. Duerme, pues mañana volveremos a cabalgar.
   Báldor no dijo nada, y Garadon no respondió de ninguna manera a sus dudas internas, por lo que solo pudo confiar en lo que la yegua decía. El animal se alejó un poco y él puso una mano sobre la empuñadura de la espada, aunque a medida que el cansancio se apoderaba de él, sus dedos se relajaban y sus ojos se cerraban.

   No hubo luz que lo recibiera al despertar, pero tampoco ningún mal. Seguía en el mismo lugar, sin heridas, y la yegua estaba cerca. Sin embargo, Báldor tenía la boca seca y el estómago vacío, y ahora que no parecía haber ningún peligro, aquello le pesaba más.
   —Pocas cosas son comestibles bajo la sombra —le dijo la yegua cuando él expresó su inquietud—. Ninguna hay por aquí.
   —No soportaré mucho tiempo sin agua, al menos —dijo Báldor, tratando de ocultar su angustia.
   —No te preocupes. Pongámonos en marcha y pronto hallaremos algo.
   Báldor montó con esfuerzo y pocas esperanzas, pensando en Gal-adártir por un instante, y aferró las negras crines de la yegua una vez más. No bien las hubo tomado, ella comenzó a cabalgar. No avanzó con tanta presteza como la demostrada al atravesar el valle, pero de igual manera a Báldor le resultó difícil sostenerse. Se sentía más débil, aunque deseaba creer que era porque aún no se había desperezado.

   Cabalgó a través del silencio y la oscuridad, pues ni en su mente sonaban palabras. Solo se oían los cascos de la yegua y el aire que atravesaba, y Báldor se mantuvo en aquel ensimismamiento hasta que, horas después, se percató de que una gran sombra se alzaba ante él. Parecía una torre, y otras figuras oscuras se extendían a su alrededor.
   —Hemos llegado a otra ciudad. Aquí deberías encontrar lo que buscas —dijo la yegua.
   —Pero debe haber enemigos. Estoy débil para luchar —dijo Báldor.
   —Aguardaré cerca, por si tienes que huir. Guarda silencio, y no te descubrirán.
   Inquieto, pero movido por la necesidad de procurarse alimento, Báldor desmontó y se acercó a los edificios oscurecidos. Siempre había sido capaz de andar sin hacer demasiado ruido, lo que asustaba a las personas cuando caminaba por las calles de su mundo, así que pensó que podría pasar desapercibido con facilidad. Sin embargo, aquel era un lugar muy distinto.
   La tensión no lo abandonó cuando pasó la primera de las casas, sino que se acrecentó, aunque no lo obligó a escapar ni aun cuando se hubo aproximado a la torre de la ciudad. No sabía cómo había llegado hasta ella, pero lo cierto era que le parecía llamativa. De pronto le sorprendió descubrir que la puerta estaba abierta, y más aún que una luz destellaba de pronto bajo el umbral. Alguien sostenía un farol, cuyo fuego era delator para los ojos de aquella persona.
   —Al fin has llegado —dijo la voz de un varón.
   —¿Quién eres? —dijo Báldor, olvidando la discreción para erguirse.
   —Me hago llamar Markarath. Quizá hayas oído hablar de mí.
   Báldor frunció el ceño pues no recordaba bien aquel nombre, aunque sabía que lo había escuchado. Sí, lo había oído de boca de Dúrnol, tanto tiempo atrás en el poblado. Markarath, amo de demonios, era el principal siervo de Tulkhar.


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