Crítico en la revista Caimán, Cuadernos de Cine, máster en Crítica Cinematográfica por la ECAM, colaborador en la Revista Magnolia y creador de La Butaca Azul, web que propone itinerarios y sugerencias a través del cine contemporáneo. Titulado en órgano moderno, composición y armonía, combina la actividad crítica con su trabajo como piano solista y compositor para medios audiovisuales, desde bandas sonoras para el cine hasta el mundo publicitario.
Largometrajes
Nosotros y la música – Carlos Rivero, 2018, La estrella errante – Alberto Gracia, 2018, Europa – Miguel Ángel Pérez Blanco, 2017, Los días vacíos – Daniel León Lacave, 2016, El misterio de Aarón – Carlos Rivero, 2016, Crónicas del desencanto – Daniel León Lacave, 2014
Cortometrajes
Las otras camas – Jonay García, 2018, Saturno a través del telescopio – Didac Gimeno, 2018, El polinizador – David Pantaleón, 2016, Amanecer – Daniel León Lacave, 2016, Nice Song – Lamberto Guerra, 2016, El piano – Fernando Garrido, 2015, Nadie – Daniel León Lacave, 2015
Premios: Mejor Música Original en Hendaia Film Festival por la Union des Compositeurs de Musiques de Films, Francia (2017), Nominado en Fimucinema a Mejor Banda sonora de Cortometraje en 2018 y 2016, Nominado en Fimucinema a Mejor Banda sonora de Largometraje en 2016 y 2015, Ganador en Fimucinema de la Mejor Canción Original en 2016, Nominado en los Jerry Goldsmith Awards a la Mejor Música de Libre Creación en 2013.
Siempre pienso en las palabras de Ramón Andrés, cuando decía que el oído es el primer sentido que se desarrolla y que lo hace muy pronto, de modo que lo primero que hacemos en nuestra existencia es escuchar música, un sonido, un ritmo, el retumbar de un corazón que anida en el cuerpo que nos acoge. Y es por eso que escuchar música va a significar siempre regresar de algún modo al seno materno, volver a nuestro origen. De alguna manera estamos hechos de música, o al menos esa ha sido mi sensación en estos años, al principio como una simple intuición y hoy como una certeza.
Cuando era pequeño mis padres me escucharon recitar algunos pasajes de La Traviata, la ópera de Verdi, mientras jugaba con mis juguetes. No era una ocurrencia milagrosa: mi padre ponía todas las tardes un cassette en el patio de casa con los momentos emblemáticos de la obra y aquello debió sembrar en mi cabeza unas notas que ya no se marcharían jamás. De ahí que decidieran llevarme a aprender música a una academia. No a estudiar: a aprender. Aquello siempre fue un hobbie sin mayor pretensión hasta que un verano te detienes a pensar en que una cierta parte de ese lenguaje ya está integrada dentro de ti, que cuando silbas o piensas en alguna melodía estás pensando también en cómo se traduce eso en el piano, qué notas hay que tocar para llegar al mismo sonido. Y de repente te despiertas un día sintiendo que esa dinámica forma una parte tan importante de ti que hasta te resulta imposible expresar ciertas cosas de otro modo.
Terminé los estudios de mi instrumento y entonces descubrí a mi otro gran amor, la otra gran pasión: el cine, un arte que también integraba a la propia música como elemento narrativo. La fusión entre ambas era algo que me parecía sublime y a cuyo efecto era incapaz de poner nombre. Empecé una carrera universitaria, que nunca tuvo nada que ver con ningún fundamento artístico, pero para entonces ya sabía que era músico. Descubrí que lo era, no lo decidí en ningún momento del camino, estas cosas no se eligen. Y entonces sólo tienes dos opciones: o asumir lo que en realidad has sido siempre o agachar la cabeza y tratar de buscar un camino más cómodo, uno en el que no tengas que escuchar a alguien a diario preguntándote qué vas a hacer con tu vida. Con el tiempo decidí terminar aquella carrera por una cuestión personal, para que el fracaso de la huida no se convirtiera en una losa permanente, en el gran hueco por el que se filtrasen las inseguridades.
Empecé a escuchar música clásica justo al empezar la universidad. Una vieja integral de las sinfonías de Beethoven, que recibí casi por accidente en un cumpleaños, y que a veces escuchaba de principio a fin mientras estudiaba. En ocasiones tenía que detenerme y cerrar los ojos: siempre he pensado que la música clásica no debería quedar relegada a un simple fondo del estudio, sino que debe ser pensada, para adentrarse en ella y tratar de desgranar sus secretos. Luego fui, un poco por azar y guiado por el capricho, a por un disco con obras de Rimsky Korsakov y otro de oberturas de Wagner. ¿Quiénes son estos tipos?, pensaba, ¿por qué no he escuchado antes esta música? Entrar a descubrir a dos autores fuera del universo beethoveniano ya suponían palabras mayores: empezaba a conocer todo lo que la música sinfónica iba a ofrecerme y de la que tanto aprendería.
Pero no fue hasta descubrir a Philip Glass que me animé a construir mi propia música: su sencillez, su falta de pretensiones y el deseo de experimentación me empujaron a pensar que quizás yo también podía intentarlo. Así fue como comencé a explorar esa posibilidad. Y finalmente llegó Frederic Mompou, eterno pianista, exquisito creador de lo que casi podrían llamarse haikus en forma de sonido: Mompou estaba obsesionado con el mecanismo que hacía funcionar el piano y con una máxima que aplicó de manera rigurosa en su propio trabajo: conseguir el máximo de emoción con el mínimo de recursos. Esa idea lo cambió todo para mí. Yo, que siempre quise demostrar todo lo que sabía, todo lo que había aprendido, de tocar al límite de lo que mis dedos eran capaces, de repente me di cuenta de que lo que quería hacer era justo lo contrario: una música que plantease muy pocos desafíos técnicos y que tratase de ir directa, de alguna manera, al corazón de las emociones. Por vez primera podía convocar una música que yo mismo quisiera escuchar, o al menos estar en el camino de encontrarla. Y en ese camino aún sigo todavía: cuando hago música para el cine me olvido de mis preocupaciones teóricas y trato de buscar qué es lo mejor para esa obra en términos musicales, pero el proyecto personal para piano ya es otro terreno, un lugar personal para explorar y descubrirme a mí mismo en el proceso. Nui, mi primer álbum para piano solo, me permitió recoger once piezas sin palabras que me han acompañado durante diez años de trabajo y que tienen un profundo valor sentimental. Hoy sigo trabajando en hacer realidad el segundo álbum, en el que trato de ir un poco más allá en este proceso de descubrir de qué manera el sonido puede hablar sobre uno mismo. Me alivia saber que ese es un camino que no va a terminar nunca.
Fue en la misma época cuando empecé a escribir. Amaba el cine y la experiencia de contemplar una película, pero también ese momento posterior en el que la pensaba continuamente y no podía escapar de ella. De forma que escribir sobre lo que había visto y sobre lo que pensaba era una vía de escape, una posibilidad de revivir la experiencia, de canalizarla hacia alguna parte. Con el tiempo, alentado por mis amigos más cercanos, decido fundar La Butaca Azul, una web que aún diez años más tarde continúa en activo y en la que intento proponer caminos y sugerencias a través del cine contemporáneo, proponer ideas, invitar a la reflexión, compartir mi visión sobre las cosas. Unos años más tarde tengo la suerte de encontrar la revista Caimán, Cuadernos de Cine (antes Cahiers du Cinema España), la publicación de donde más he aprendido sobre el medio y que trataba de leer religiosamente como uno de mis grandes placeres. Hago un curso con ellos, un pequeño taller para seguir aprendiendo, cosa que me hace enormemente feliz, y su generosidad les lleva a invitarme a trabajar con ellos desde entonces. Allí escribo con un sentimiento muy fuerte de responsabilidad, pensando que seguramente haya alguien ahí fuera que recibe la revista con el mismo deseo de aprender que yo tenía en su momento. Este es uno de los grandes regalos que ha dado este camino, participar en la publicación y convivir, en cierta manera, con aquellos que la hacen posible.
La colaboración con la revista me lleva a impartir algunas clases en la ECAM (Escuela de Cine y Cinematografía de la Comunidad de Madrid), otro regalo que no sospechaba que me haría tan feliz. La enseñanza se ha convertido en una herramienta apasionante por muchas razones: en primer lugar por la hermosa oportunidad de compartir lo que uno ha vivido, de hacer llegar las mismas inquietudes que tengo a lo largo del día en mi trabajo como compositor para la imagen, pero también ha servido para mejorar mi propia labor como autor, tratando de aplicar todo aquello que predico en mi propio proceso creativo. Son trabajos que se complementan y retroalimentan los unos a los otros y deseo poder compaginar siempre esta triple faceta que en el fondo desemboca en una sola vocación: la de compartir la belleza del acto creativo desde la experiencia propia y lo que uno va aprendiendo por el camino.
Intento seguir participando en la producción hecha en Canarias, creo que es importante no perder el vínculo con el origen y, además, estar presente en un momento que considero decisivo en la historia del cine del archipiélago, un momento en el que la confluencia de grandes autores y ciertas oportunidades de producción están haciendo posible el renacimiento de un nuevo cine de las islas. Pero también Madrid me ha permitido conocer a nuevos autores, nuevas miradas, ensanchar la mía propia y acoger nuevos desafíos. Los últimos proyectos en los que he trabajado estos últimos años han supuesto grandes experiencias de aprendizaje: en Europa, el largometraje de Miguel Ángel Pérez Blanco (2017), las necesidades de una música electrónica me permitió explorar un género musical hasta ahora inédito para mí, o en La estrella errante (Alberto Gracia, 2018), una película en la que pude colaborar para hacer posible la visión de un genio. También en el reciente cortometraje Las otras camas (Jonay García, 2018), en el que he experimentado la importancia de que director y compositor se comuniquen desde el mismo nivel de creación para que la película pueda crecer. O el proyecto en el que me encuentro en este momento y que me hace especial ilusión, la película Nosotros y la música, de Carlos Rivero (2018), en la que aún trabajamos, un proyecto de largometraje mudo, basado en las vivencias personales del realizador, que estará acompañado de música en directo, una composición para piano en la que se intenta acompañar todo ese torrente emocional que desprenden las imágenes. La colaboración con Carlos Rivero ha sido uno de los grandes regalos de dedicarme a esta profesión, una en la que el día a día no es sencillo, en la que la necesidad de puesta al día es constante y casi salvaje, en la que el camino es largo y la paciencia es poca, y en donde sólo he encontrado una única certeza: ninguna de las incertidumbres de mi vida me brindó tantas alegrías por el camino.
Jonay Armas.
Enhorabuena, Jonay! Un placer y orgullo, leerte y contemplar tu trayectoria artística y personal Un abrazo grande e intenso para ti y toda tu familia. Te quiero y te queremos!
ResponderEliminarUna maravilla la forma en que Jonay describe cómo descubre la música cuando es pequeño y, luego, cómo se sumerge en Beethoven y sus sinfonías. Sin duda, me fascinó que citará a Frederic Mompou porque he escuchado infinidad de veces sus Impressions íntimes y acierta Jonay al afirmar que con suma austeridad se consigue una gran expresividad. Mi enhorabuena por este post. Desearía escuchar lo que compone Jonay y ver el cine que músicó.
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