El Árbol Rojo - Contraverso


Roberto pinta el árbol de rojo,
pero eso supone un terrible error
y su maestro exclama con gran clamor
-¡Pero Roberto! ¿Qué ven mis ojos?-
El niño se vira al horizonte
y los rayos de luz que el Sol emana
lo funden con la blanca ventana,
disipan la sombra de los montes
-Roberto, escucha, eso está mal.
No debes confundir los colores,
ya sabemos como son las flores,
ya sabemos como de azul es el mar,
cada cosa con su color, cada
cosa en su lugar-. Anda Roberto
hacia el patio, que quedó antes abierto,
ante la incomprensiva mirada
de su recto y correcto profesor
-¿qué se supone que haces, chiquillo?
¿Te vas a comportar como un pillo
escapando del colegio al exterior?
¿Por qué vas a manchar tu expediente,
siendo tú un buen alumno, buen niño,
al que (casi nunca) nunca riño?-.
Pero Roberto enseña los dientes
y sale al patio sin decir nada.
Lo sigue por pura obligación,
por ser norma de su profesión,
la faz rectísima y anonadada
del profesor de la escuela primaria.
Se encuentra al niño en la parte frontal
de un colorido e indígena mural
que muestra pintaderas canarias;
al frente de él se encuentra un gran drago,
recuerdo de los tiempos pasados,
seco, inerte y abandonado;
sopla la brisa un recuerdo aciago,
la promesa de un niño, que ya no es,
entregando el alma de par en par
al ideal, prometiéndolo regar;
promesa que se llevó algún revés
dejando solo tristes despojos.
Y la clase acaba de terminar,
y el maestro no evita echarse a llorar
ante el drago: un cadáver rojo.
(Fuente www.altairmagazine.com)

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