VENTANA AL NORTE 17. DE CAMPAMENTO
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El
carro no tardó en ponerse en marcha hacia el noreste, llevado por uno de
aquellos hombres que decían ser antiguos soldados del reino. Dos de ellos se
habían adelantado para explorar el sendero y el resto caminaba junto al
vehículo. Con ellos iban Banron y Anbina, pensativos. Pero una de las mujeres
del grupo no tardó en romper el silencio que pesaba sobre ellos.
—Me intriga saber qué hacían dos humanos…
bueno, tres, viajando por uno de los caminos de Rósevart, si no son
comerciantes o siervos del reino —les dijo.
—Íbamos a Grínlevar en busca de nuestra hija
—dijo Banron.
—¿Y pretendíais llegar a esa ciudad por el
Paso del Odio? Sois demasiados insensatos —dijo la mujer—. Un grupo de viajeros
solo puede pasar por ahí cabalgando a gran velocidad para alcanzar la Torre
Cercada antes de la caída de la noche. Entonces, si la guardia que allí hay lo
permite, tendrá que esperar al amanecer para recorrer el siguiente tramo con la
misma premura; si es que soporta la noche en tal bastión. Porque fuera, con el
bosque de Nísterhill tan cerca, sí que es insoportable. Esos condenados
monstruos y demonios asedian el torreón cada noche, sin importar quien lo
guarde. Y pobre de quienquiera que se halle en el exterior durante esas horas
de oscuridad. Habríais muerto.
Banron se sintió desdichado, y lamentó que
Frénehal se dirigiera solo hacia aquel lugar en busca de Olfárum. Estaba
perdido.
—Bueno, ¿y entonces cómo vamos a llegar a
Grínlevar? —le dijo Anbina a la guerrera—. Porque si vamos a darle la vuelta al
bosque por el sur, llegaremos demasiado tarde para mi corazón.
—En realidad, no hay camino más seguro que
ese —le respondió—. Aunque la distancia sería menor si rodearais las Montañas
Veladas por el norte y el oeste, los peligros son mayores en ese lugar. Es un
camino terrible del que existen muchas oscuras historias. Dicen que las laderas
occidentales de esas montañas están infestadas de cavernas que sirven de hogar
para demonios sin ojos que gritan en la noche. Son capaces de usar la brujería,
y devoran a todo ser viviente observando sus entrañas, pues disponen de ojos en
las largas lenguas.
Se hizo el silencio. El corto relato bastó
para que el miedo aflorara en los corazones de la pareja, e incluso Banron
pensó por un instante que rescatar a Eredhri era imposible, y que lo mejor
sería dedicarse a vivir como pudiera en tierras salvajes. Pero una voz lo sacó
de todos esos pensamientos.
—Pues tendremos que ir por el camino más
largo, según parece —dijo Anbina—. Ni Banron ni yo somos capaces de pelear
contra tales monstruos, así que será lo mejor, aunque tardemos más. ¡No voy a
dejar a mi hija sola en manos de cualquier depravado!
—Muy pocos son capaces de enfrentar tales
horrores, mas, ¿seríais entonces capaces de enfrentar a una ciudad de humanos?
—les dijo la mujer, sembrando más inquietudes aún en sus rostros.
—Os ayudaremos a llevar a vuestro amigo
enfermo, y luego veremos —dijo Anbina tras unos segundos. Sabía que era
imposible pelear contra una ciudad entera, pero no hallaba aún la manera de
adentrarse en una.
No obstante, dispusieron de dos días para
llegar al campamento de los soldados, y durante aquellas jornadas pensaron y
hablaron mucho con sus acompañantes. El enfermo llegó con vida y fue atendido
pronto cuando condujeron el carruaje al centro de las tiendas de campaña. Estas
estaban situadas en la ladera sureste de una loma poblada de árboles, y rodeadas
por varios peñascos que sobresalían varios metros del suelo herboso.
Banron y Anbina fueron bien recibidos pues
no eran los primeros refugiados que allí llegaban, y recibieron agua y alimento
en cuanto pudieron ser atendidos, a pesar de que el almuerzo había sido servido
una hora atrás. Pero no tardaron mucho en separarse de los demás humanos para
dirigirse al carro, anhelando ponerlo en marcha para ir en busca de Eredhri.
Banron entró por ver si no faltaba ninguna
cosa, descubriendo que no era así, y rebuscó entre las bolsas con aire
distraído para volver a contar lo que ahora sería suyo y de Anbina. Pasó un
rato mirando ropajes y joyas lustrosas hasta que algo lo sorprendió: sostenía
una daga entre las manos, una daga muy familiar. La desenfundó y terminó de
comprobar que era aquella hoja con la que se había topado en sus primeros días
de viaje; esto le hizo sentir cierta nostalgia, pero también inquietud. «Qué
raro que Frénehal la haya dejado. Aunque también está aquí su fardo», pensó, mirándolo.
No lo había tocado. «Me parece que no abandonará sus cosas con tanta facilidad».
Devolvió la hoja a su funda, y esta vez la guardó en su propio saco.
Se arrastró hasta Anbina, que estaba sentada
en el lugar del conductor del carro, y le habló.
—Creo que podríamos irnos ya, ¿verdad? El
enfermo ya está siendo cuidado y el camino que nos espera es muy largo.
—¿Qué prisa hay? Podríamos esperar hasta
mañana, ¿no ves que tienen mucha comida y un sitio seguro donde descansar? Nos
vendría bien aprovecharnos un poco de esto, Banron —le dijo.
—Bueno, sí, pero… —Banron pensó en sus
suposiciones, aunque lo cierto era que lo dicho por su esposa era tentador. «No
creo que Frénehal sea tan insensato como para entrar aquí a buscarnos», pensó—.
No pasa nada. Pero nos iremos mañana temprano.
—No te preocupes, estas parecen buenas
gentes —le dijo Anbina, advirtiendo su inquietud—. Más te vale despertar
temprano si quieres que nos marchemos con el amanecer.
Banron salió del carro y se sentó a su lado,
un tanto más tranquilo. Aún no conocía a Frénehal.
El resto de horas pasaron con tranquilidad,
y así se enteraron de algunos de los planes que tenían aquellos rebeldes.
Aunque no eran demasiados, pues sus fuerzas eran escasas. Sus mayores trabajos
consistían en asaltar carruajes del reino para liberar a los esclavos que
pudiera haber y enviar espías a algunos poblados. Soñaban con tener poder
suficiente para atacar algún día la capital.
—Lástima que Vandrine se haya alejado de
Rhodea sola, aunque sobrevivirá. Ella pertenecía a la Guardia Real y poseía un
martillo muy poderoso —dijo uno de los guerreros en una ocasión. Banron recordó
a la mujer que se había encontrado en Tilarce con Rómak.
—Creo que la vi en el sur, hace muchos días
—dijo—. Asesinó ella sola a todos los guardias de una aldea, aunque los vecinos
tenían miedo.
—¿Es eso cierto? Son buenas nuevas. Dime
todo lo que sepas —le dijo el otro.
Y hablando de aquello, pasaron varias horas
del día. Las noticias que Banron dio se extendieron por todo el campamento, y
en cierto momento del atardecer, creyó que alguien salía cabalgando hacia el
sur. Un mensajero, quizá.
En la noche, y tras una cena mejor que
muchas de las que había tenido antes, Banron se metió en el carruaje con
Anbina, y allí se acostaron tomados de la mano para dormir. La vigilancia
correspondía a los guerreros del campamento, por lo que disponían de todas las
horas para ellos.
Sin embargo, cuando Banron despertó aún
había oscuridad alrededor, y sentía una presencia más aparte de la de Anbina.
Se levantó casi de un salto, despertándola a ella también, y encontró a alguien
arrodillado ante sus narices.
—¡¿Qué quieres?! —exclamó Banron.
—Soy yo, amigo mío —dijo la voz de
Frénehal—. He venido a rescataros, sí. ¡Ya podemos regresar al camino!
—¿Qué…? Pero… no podemos alejarnos con el
carruaje. Se despertarán —dijo Banron, tratando de poner obstáculos a aquella
idea.
—No te preocupes. ¡No os preocupéis! —dijo
Frénehal, alzando la voz con una sonrisa—. Nadie intentará retenernos, porque
todos están durmiendo. Vuestros
captores no nos estorbarán… no hay prisa. Podemos incluso mirar sus cosas, sus
cuerpos.
—¿Los dormiste con alguna pócima tuya? —le
dijo Anbina.
—No, no, no, están muertos. ¿No lo
entendisteis? —río—. Malvados raptores, nunca más os harán daño. ¡Vamos,
adelante, salgamos! Había muchas mujeres ahí fuera —dijo, frotándose las manos.
Banron y Anbina se miraron en la oscuridad,
sintiendo el peso del horror en los corazones. Más de cuatro docenas de
personas habían sido asesinadas, incluyendo a varios niños. Pero eso a Frénehal
no le importaba, pues lo único que había deseado era liberar a sus amigos, y
recuperar las cosas que había dejado en el carruaje, aunque no mostraría la
prisa que tenía por hacerlo.
En lugar de ello, salió raudo del vehículo,
mirando con cautela alrededor. Banron y Anbina tardaron un poco más en salir, y
también miraron a uno y otro lado, distinguiendo cuerpos en el suelo sobre
mantos, especialmente junto a las hogueras. Frénehal se echó a caminar, pasando
entre algunas tiendas grises en la noche, y los otros dos lo siguieron con paso
lento, asustándose cuando el primero dejó escapar un chillido. Corrieron
entonces, y lo vieron, lo vieron arrodillado en el suelo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Banron,
alarmado.
—¡Alguien, alguien! —exclamó Frénehal, llevándose
una mano al estómago, donde tenía una flecha clavada.
—¡¿Estáis con él?! ¿Formáis parte de este
asesinato? —dijo una voz desde la oscuridad.
—¡Nosotros no queríamos que esto pasara!
—dijo Anbina, levantando las manos.
No hubo otra voz como respuesta, pues
Frénehal se irguió sin previo aviso y arrojó su punzón en la dirección por la
que había escuchado la voz. Luego echó a correr hacia las sombras, pero otra
flecha le alcanzó, esta vez en la espalda, y otra más siguió su vuelo.
—¡Socorro! ¡Ayudadme! —gritó Frénehal
mientras se desplomaba.
Banron, aterrorizado y sintiéndose muy
culpable, acudió a su lado sin importar que también pudiera ser disparado. Pero
quien había abatido a Frénehal sabía que este no representaría ya una amenaza,
y salió de entre las sombras. Era una de las mujeres que había pertenecido a la
guardia de Rhodea, una con la que no habían hablado mucho durante los días
pasados. Anbina la miró, interponiéndose entre ella y los dos hombres.
—No mates a ese pobre desgraciado, él
pensaba…
—¿Que no lo mate, después de haber asesinado
a todos mis compañeros? ¡Había refugiados también! Personas que solo querían
una vida mejor, como vosotros dos, tú y tu marido —dijo la mujer, furiosa—.
¡Aparta, o te atravesaré!
—Déjala, Anbina —dijo Banron, entristecido—.
Frénehal ya no está vivo.
Una gran pena le apretaba por dentro, pero
no se veía capaz de llorar después de tantas cosas que Frénehal había hecho.
Lástima era lo que sentía más que nada, y llevado por ese sentimiento le cerró
los ojos. La guerrera se acercó a él y miró con desprecio a Frénehal.
—Es amigo vuestro, ¿no es así? —dijo.
—Sí… de algún modo —dijo Banron—. Pero era…
diferente, raro. Pensó que habíamos sido secuestrados por vosotros, y quería
liberarnos.
—¿Por eso tuvo que asesinar a todo el
campamento? Si yo no hubiera tenido que alejarme, todos estarían muertos sin
saberlo —dijo ella. Había tenido que alejarse para atender unas necesidades que
opusieron resistencia en la oscuridad.
—Lo habrá hecho así para poder sacar el
carruaje sin que nadie despertase —dijo Banron. En ese momento Anbina llegó
junto a ellos.
—Lamento que esto haya ocurrido, parte de la
culpa es nuestra —dijo.
—¿Os sentís culpables? Bien, podré usar esa
culpa —dijo la guerrera—. Me ayudaréis, y no solo a enterrar los cuerpos.
Muchas cosas quedarán ahora sin hacerse, pero hay una que no quiero abandonar.
Iréis conmigo a Pinaste.
Pinaste era una aldea cobijada por las
estribaciones del Idsar, uno de los montes más bajos de las Montañas Veladas.
Estaba al noroeste, dirección contraria a la que Banron y Anbina deseaban
tomar. Pero aquel sería el mejor camino, el mejor para redimir la culpa por los
asesinatos que Frénehal había cometido.
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