VENTANA AL NORTE 13. LA BELLEZA DEL BOSQUE
Imagen: wallup.net
Y
de pronto, tal como habían aparecido aquellas espeluznantes visiones,
desaparecieron. Ahora, un fuego familiar iluminaba el lugar donde se habían
echado a dormir, y aunque la luz era tenue, Banron pudo distinguir la figura de
Olfárum, allí de pie.
—¡Qué pesadilla! —exclamó Banron, sentándose
de un salto—. No creo que pueda volver a dormirme.
—¿También tuviste una pesadilla? —le dijo
Anbina.
—¡Ah, este bosque y los sueños que inflige!
—dijo Olfárum, acercándose a ellos mientras la luz menguaba—. No hagáis caso a
esas imágenes, por terribles que sean, y seguid durmiendo. No son más que
fantasías.
—Y menos mal… —dijo Banron, aunque no podía
sentirse tranquilo del todo.
Sobre todo, porque había mirado a su
alrededor, creyendo que vería aparecer monstruos, y así le había parecido
distinguir que había sombras nuevas aquí o allá, como si las raíces de los
árboles hubieran engordado o como si hubiera cosas que antes no estaban allí.
Esta duda le mantuvo sentado, y se rascó la cabeza mientras se inclinaba hacia
delante para tratar de distinguir la figura más cercana. Olfárum se interpuso
cuando vio lo que hacía.
—Anda, ¿por qué no… —tropezó con algo, y el
fuego en su mano destelló entre las formas oscuras del suelo—. ¡Maldición!
¡Maldita… raíz!
—¡¿Qué es eso?! —gritó Banron, señalando a
los pies de Olfárum. Anbina, que había vuelto a acostarse, se levantó.
—Nada, nada. Os he dicho que durmáis —dijo
el mago.
—¿No es un brazo? ¿No es eso un brazo, o
algo así, señor Olfárum? —dijo Anbina, comenzando a sentirse inquieta otra vez.
—No seáis insistentes, ¡no! —dijo él, aunque
Banron se había arrodillado para estirarse hacia delante y aventurar una mano.
Lo que tocó no fue de su agrado.
—¡Ay, madre! Sí que parece un brazo, ¿qué ha
pasado? ¿De quién es? —dijo. Olfárum resopló, pero mantuvo las llamas
inalteradas.
—Muy bien, muy bien, ya que tanto insistís y
no deseáis dormir, os diré la verdad: no tuvisteis ninguna pesadilla. Cualquier
horror que hayáis visto fue real —dijo, y esto trajo la inquietud a los
corazones de Banron y Anbina, quienes retrocedieron arrastrándose por el suelo.
—Entonces, ¿qué ocurrió con esos monstruos?
—preguntó Anbina.
—Los derroté —dijo Olfárum—. Sí, a todos.
¿Acaso no os dije que soy Olfárum, el prodigioso? Acabé con todos ellos con
fuego y hechicería, y os mantuve dormidos. Pero quería haceros creer que
habíais tenido una pesadilla, para que no os asustarais. —Los otros dos no
fueron capaces de decir nada. Se habían abrazado y temblaban—. ¿Veis? Por esa
misma razón —murmuró el mago—. Sin embargo, no había ninguna bruja de Wikengur
entre esas bestias. Maldita sea, tendré que adentrarme aún más en el bosque.
—¡¿Qué?! No pienso ver más criaturas como
esas. En cuanto amanezca nos damos la vuelta y regresamos por donde vinimos
—dijo Banron.
—Pues sí, creo que será mejor el camino
largo… No importa mientras no encontremos bichos semejantes —dijo Anbina.
—¡Pamplinas! Vendréis conmigo, pues sois un
cebo perfecto y… Oh… —murmuró Olfárum, llevándose una mano a la boca.
—¡¿Cebo? ¿Nos estabas usando de cebo?!
—dijeron Banron y Anbina, molestos pero aún asustados.
—¡Sí! Bueno, ¿y cómo no? —dijo el mago,
cruzándose de brazos—. ¿Qué mejor que unos humanos asustadizos para atraer a
esos engendros? Ya visteis qué bien funcionó, ¡no temáis! Puedo encargarme de
todos ellos.
—Esto no me parece bien. En cuanto amanezca,
nos vamos de aquí, Banron —dijo Anbina.
—Continuad conmigo, os lo ruego —dijo
Olfárum—. Prometo que os llevaré en línea recta hacia el oeste y no a las
profundidades del bosque… ¡Lo juro!
—¿Y si no encuentras ninguna bruja de esas?
—le preguntó Anbina.
—Pues… no importa, os llevaré hacia el oeste
igual. Aunque no nos encontremos con una bella bruja de Wikengur —dijo Olfárum,
suspirando con pesar—. Qué remedio. Si no, tendré que secuestrar algún niño.
Bueno, en alguna aldea será sencillo si…
—Ya está bien —dijo Banron—. Eso me hace
recordar a Eredhri, y este sería el camino más rápido para alcanzarla. Qué
remedio. Parece usted poderoso, don Olfárum, y espero que nos proteja y que
cumpla su palabra.
—Sin duda lo haré —dijo él—. Dispongo de
mucho tiempo para regresar si no encuentro lo que deseo en esta travesía. Y
para que confiéis en mi palabra, os entregaré una cosa.
Sacó de su fardo un collar cobrizo y de
aspecto viejo que tendió sobre las manos de Banron, y luego dijo:
—Con esto puesto se duerme bien allá donde
estés, sin importar lo que te atribule o te rodee. Antes lo usaba mucho, pero
ya no tengo malos sueños. Es parte de tener una vida repleta de prodigios.
—Bueno… gracias —dijo Banron, y de pronto se
le iluminaron los ojos—. ¿No será esto un arma de dragón? Hombre, un arma no,
pero uno de esos objetos que… ya sabe, me imagino.
—Oh, ¡sí que lo sé! —dijo Olfárum, riendo—.
Pero no, ese colgante no es un artilugio semejante. ¡Jamás te lo habría dado,
de ser así! Es solo un objeto encantado por mis propias artes.
—¿Y no podría usted darme otro a mí? Porque
no veo que en un mismo collar haya espacio para dos cuellos —dijo Anbina.
—Hm… Ah, la prenda de mi confianza ya está
dada —dijo Olfárum—. Y solo pude pensar en dársela al otro hombre del grupo,
¡cómo no!
—¡Buen marido será usted! —dijo Anbina con
un gruñido, ofendida—. Pobre de la bruja que tenga que soportarle.
A Banron tampoco le agradaron aquellas
palabras de Olfárum, y le ofreció el collar a Anbina para que durmiese bien.
Ella lo rechazó alegando que no deseaba nada de manos de «semejante burro
viejo», aunque el mago no trató de disculparse. De esta manera, todos descansaron
como pudieron, y Banron comprobó que el encantamiento de aquel objeto
funcionaba de verdad.
Tanto fue así, que solo despertó porque
Anbina lo había sacudido varias veces. En la mañana, incluso ese bosque donde
habitaban criaturas tan horribles parecía hermoso, al menos lejos de sus
profundidades. Porque la luz de un Sol lejano atravesaba las ramas enmarañadas
como si creara caminos luminosos para que los ojos profundos del cielo pudieran
ver. Sin embargo, estos caminos eran muchos menos hacia el oeste, cada vez
menos, hasta que no había ninguno. Y en aquella dirección miraba ya Olfárum; no
había ni rastro de los cuerpos de las bestias, y no dijo nada de ello, solo
apresuró a Banron y Anbina.
Caminaron durante muchas horas sin hablar,
pues Anbina seguía molesta y Banron la acompañaba. Por eso no respondían a las
palabras del mago, cuando las decía, y este se cansó al cabo de un rato y dejó
de intentar comunicarse con ellos. Hasta que entró en escena una cuarta
persona, y para asombro de la pareja, se trataba de una elfa. Pero no vestía
como las maravillosas doncellas y reinas que ellos se habían imaginado, sino
que llevaba vestiduras verdes y pardas, y cargaba un arco y una espada; la
mirada era severa y atenta, y con aquellos ojos hermosos observó a los
viajeros.
—No se ve a muchos de vuestra especie bajo
las sombras del bosque al que llamáis Nísterhill —dijo—. Ni en este ni en otros
tiempos, a no ser que los pasos os extravíen del camino.
—No, no lo hacen. Este es el camino escogido
pues nuestros pies —dijo Olfárum, y no anduvo con rodeos—. ¿No habrás visto
alguna bruja de Wikengur?
—¿Por qué me preguntas por esos detestables
seres? —dijo la elfa, disgustada—. Sí, he visto a muchas de esas hechiceras
durante mis años, y sus ojos me han contemplado también a mí. Mas desearía
nunca habérmelos cruzado.
—Ya soy consciente de la longevidad de los
elfos, y de que ven muchas cosas durante tantos años —dijo Olfárum sin ocultar
su mal humor—. Me refiero a estos días. ¿Has visto alguna hace poco?
—Sí, por cierto —dijo la elfa—. Hace pocas
horas, durante la noche, si deseas más precisión en lo que digo. Y si deseáis
evitarlas, os sugiero alejaros; quizá alcancéis la frontera oriental del bosque
antes que lo haga la noche.
—No deseamos evitarlas, sino encontrarlas
—dijo Olfárum.
—Eso lo desea él, no nosotros —se apresuró a
decir Banron, como si pretendiera librarse de la culpa por un crimen—. Nosotros
solo le acompañamos.
—Insensato deseo es ese —dijo la mujer elfo,
disgustada—. Mas no habrá una excepción de mi pueblo en este caso: no me
inmiscuiré en vuestros asuntos.
—Bien, eso es justo lo que quería —dijo
Olfárum—. Y ahora, si nos disculpas, tenemos cosas que hacer.
La elfa negó con la cabeza y se alejó de
ellos, perdiéndose rápidamente entre los árboles. Los humanos siguieron
caminando.
—Muy bonita esa elfa —le dijo Anbina a
Banron—. Como ver a una niña recién parida, no sé si me entiendes. Me refiero a
lo que te hace sentir verla.
—Supongo que sí —dijo él, no queriendo
hablar mucho de la belleza de aquella mujer.
Siguieron caminando durante unos minutos,
hasta que Olfárum se detuvo de golpe y se dio la vuelta, mirando por encima de
ellos.
—¿Hasta cuándo vas a seguirnos? —dijo
entonces—. ¡Sal de ahí! —No hubo respuesta—. ¿Crees que no lo sé? ¡Tú no eres
elfa alguna!
Y de súbito arrojó unas esferas de luz
azulada que pasaron entre Banron y Anbina, quienes se echaron al suelo como si
huyeran de una lluvia de piedras. Desde allí oyeron ruidos de pasos, y cuando
alzaron los rostros vieron que de entre los árboles salía una mujer, pero ya no
era la elfa que habían visto a pesar de que conservaba los mismos ropajes.
Tenía los ojos negros y oscuros eran los cabellos, la piel pálida y el rostro
fiero. Era una de aquellas brujas.
—¡Por fin, por fin! —exclamó Olfárum,
pletórico—. No quise dañar tu hermoso rostro. ¿Cómo podría herir a mi futura
esposa? ¡Cásate conmigo!
—¡¡Moriréis!! —exclamó la bruja, furiosa. Y
Banron y Anbina estaban en medio de aquellos dos.
Un fuego comenzó a rodear a la bruja, pero
entonces una flecha apareció casi de la nada y atravesó su pecho, y luego otra
se le clavó en el rostro, y cayó al suelo entre gritos de dolor. Olfárum se
llevó las manos a la cabeza, horrorizado y frustrado, y muy pronto aparecieron
dos elfos de entre los árboles, y miraron a los viajeros.
—¿Os encontráis bien? Llevábamos varias
jornadas siguiendo el rastro de ese monstruo —dijo uno de ellos.
—¡¿Qué habéis hecho?! ¡Desgraciados! ¡Iba a
desposarla! —gritó Olfárum. Los elfos lo miraron, y luego hablaron entre ellos
en su lengua. Lo siguiente que hicieron no gustó a Banron.
—¡Tú! Eres buscado por nuestro pueblo —dijo
el otro elfo, apuntándolo con el arco. Su compañero le imitó, y se dirigió
también a los otros dos humanos.
—¡De pie, con él! Os llevaremos ante la
justicia del rey. Mal compañía habéis escogido para adentraros en el bosque.
—¿Por qué estos elfos están enfados contigo?
—le preguntó Banron a Olfárum cuando estuvo a su lado.
—¿Recuerdas mi idea de secuestrar niños?
Podría decirse que estaba pensando en repetir una argucia vieja —dijo él.
—¡Viejo loco! Solo nos arrastras a
desgracias —dijo Anbina, y luego miró a los elfos—. Oigan ustedes, nobles
guerreros. Este hombre solo nos tenía como cebo para atraer a esas brujas.
—¡Sí! —dijo Banron—. Nosotros no sabíamos el
mal que había hecho. Solo queríamos atravesar el bosque para llegar a otra
ciudad y… y rescatar a mi hija. No nos lleven con él, por favor.
—Aj, sí, dejadlos libres —dijo Olfárum—. Yo
iré a la ciudad de los elfos y veré vuestra justicia. Pero estos pobres bobos
solo me servían de cebo, como bien dijo la mujer.
—Bien, estos dos no son de nuestra
incumbencia, por cierto —dijo uno de los elfos—. Quedan libres, mas no contarán
con la guía de los elfos para abandonar el bosque.
—En cambio tú, hechicero, nada te librará.
La peor de las penas aguarda por ti. ¡En marcha!
Caminaron hacia él sin dejar de apuntarle
con flechas afiladas, y la pareja se apartó de ellos y no pudo hacer más que
verlos partir.
Ahora estaban solos y un tanto desorientados
en aquel bosque, y pronto comenzaron a sentir el temor en sus corazones. Se
volvieron, deseando salir cuando antes a través del camino que ya habían
recorrido, y no hablaron mientras se esforzaban en correr y trataban de pensar
en lo que hallarían más allá, fuera de aquel bosque terrible.
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