Contraverso. En la pensión
Con el
segundo disparo el Rakarrak cayó fulminado al suelo, haciéndose
pedazos. Encendí la luz y escuché a la niña llorando en su
dormitorio ¡era todo tan caótico! Cogí a mi hija en brazos, que no
paraba de preguntar qué pasaba, pero aunque hubiera querido no
hubiera sabido qué contestarle. Teníamos que salir de allí cuanto
antes, no había tiempo de llamar a la policía, solo de coger la
moto y huir a todo trapo. Bajamos al garaje y un potente olor a
barniz me golpeó como una vara de hierro: alguien lo había
derramado por el suelo, yo suplicaba que hubiera sido un despiste mío
al bajar ayer a medianoche para fumar un cigarrillo, pero no fue así.
Encendí la luz y pude ver otro maldito Rakarrak, mayor que el
anterior, arañando con sus garras las paredes.
Me
quedé helado, el amasijo de huesos viró poco a poco su rostro hacia
mi, abrió sus enormes fauces y pegó un brinco colosal. Disparé de
nuevo y quedó hecho añicos, un diente fue a parar al lado de mis
zapatillas, era del tamaño de mi mano. Subimos en la moto, aunque no
solté la escopeta en todo el viaje, y no hubiera querido soltarla
jamás a partir de ese momento, pero la pensión en la que a partir
de ese día nos alojamos no me dejaron entrar con ella -eso sí, no
la tiré a la basura, sino que la escondí entre los arbustos del
jardín-.
Los
siguientes meses los pasé sin apenas salir a la calle. Busqué hasta
la saciedad una manera de acabar con esto: ya habían ido demasiado
lejos. Por Internet llegué a conocer a un joven llamado Claudio de
la Luz, experto en espectros pero independiente de E.C., sería él
el que más tarde me ayudara a contactar con el exorcista Xolo, pero
esa ya es otra historia. La casera, a decir verdad, siempre nos trató
bastante mal. Tal vez se olía algo o tal vez no, pero el caso es que
no quería que estuviéramos allí.
Todo
transcurrió normalmente hasta el 23 de febrero. Ese día bajé a
comprar el pan, y a mi vuelta la casera no estaba. Tenía muchísimas
ganas de ir al baño, así que aprovechando su ausencia dejé el pan
en el mostrador y usé el servicio de la planta baja, que ella tenía
reservado para sí. Todas mis desgracias llegan cuando estoy meando,
lo sé. Por el hueco de la ventilación escuché un extraño sonido,
un bombear como de agua ¿serían las cañerías? Soy demasiado
curioso, así que salí del baño y seguí el latir. Pero el agua no
late ¿o sí?.
Caminé
por el recibidor hasta una pequeña puerta camuflada con la
decoración de la pared, me sentí tentado de traspasarla, y eso fue
precisamente lo que hice, no me juzguen por favor. Daba a un pasillo
sin luz, pero al fondo se podía adivinar la forma de una escalera
que descendía. Bajé por ellas a tientas, eran bastante largas y
cuando llegué al final sentí el peso de la tierra sobre mi, debía
estar a bastante profundidad. Pasé la mano por la pared en busca de
algún interruptor, pero esta estaba húmeda y pegajosa, como si le
hubieran aplicado una capa de saliva.
Quise
saber qué era, así que la iluminé con la luz del móvil. En
principio parecía solo un poco de humedad, pero era demasiado
líquido como para ser eso. En todo caso, encontré un interruptor
amarillento y hecho migas, por lo que pude arrojar luz sobre la
oscuridad. Lo que vi dejó una gran impresión en mi.
Sobre
las paredes se apoyaban enormes costillas descarnadas, por eso
estaban tan húmedas, comprobé, horrorizado, que era sangre lo que
las cubría. Un poco más allá de donde yo permanecía de pie, el
suelo estaba cubierto por una mezcla de carne y grasa, embutida con
una piel muy fina, casi transparente, latiendo con pequeñas venas
moradas. Y en el centro, ¡oh, en el centro! Allí estaba lo más
macabro de todo: allí latían sin ton ni son una pléyade de
corazones de todos los tamaños, hundiéndose y resurgiendo de entre
los demás, bombeando sangre a quién sabe dónde.
¿Qué
clase de ser era este? Si tenía un mínimo de sentido biológico yo
no quería saberlo, el escalofrío se transformó en asco, y la
repugnancia que sentí en ese momento no es fácil de concebir. Salí
de la sala corriendo, olvidándome de apagar la luz, pero desde abajo
surgió una boca llena de dientes, colgando de una especie de cuello
hecho de venas rosadas. Subí las escaleras lo más rápido que pude,
adentrándome en la oscuridad de la sala superior, pero sentí el
aliento de esa deformidad en mi cuello. Llegué arriba y cerré la
puerta violentamente, lo menos que quería en aquel momento es ser el
alimento de esa cosa.
Allí
me encontré a la casera, con un palmo de narices y una cesta llena
de carne. Se acercó sin mediar palabra, seria, pálida, y me susurró
al oído “ya le toca cenar”. Nunca pregunté nada más sobre la
deformidad, nunca volví a hablar con ella. Le dejaba los pagos sobre
la mesa, con mi nombre escrito para que supiera de quién eran, pero
no le dirigí nunca más la palabra. Tampoco quise saber de dónde
sacaba la carne.
(Tête a tête; Laurie Lipton, 2008. Fuente: https://actualidad.rt.com)
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