VENTANA AL NORTE 15. UN REENCUENTRO NO ESPERADO
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La
figura se acercó a ellos después de contemplarlos un momento, pero Banron dejó
caer el rostro al suelo a pesar de que no pudo cerrar los ojos ni dejar de
escuchar. Fue por esto por lo que oyó cómo hablaba, y creyó reconocer la voz.
—Pobres locos. ¿Qué fortuna habrá guiado tu
espada en la oscuridad? —dijo la voz, perteneciente a un hombre. Esto
tranquilizó un poco a Banron, y por ello decidió ceder al agotamiento.
Volvió en sí tiempo después, admirado por no
hallarse muerto, a no ser que en el mundo vedado para los vivos encendieran
hogueras como la que crepitaba a su lado. Pero no, pues cuando logró sentarse
distinguió enseguida la sombra del bosque de Nísterhill, y se alzaba demasiado
cerca y oscuro. Banron retrocedió en el suelo y entonces se dio cuenta de que
tenía un trapo sobre la mandíbula, pues resbaló y cayó sobre su regazo.
—No te quites eso aún —dijo la misma voz de
antes—. A no ser que desees tener una cara repleta de heridas, quién sabe.
Curioso veneno ese que te echaron encima, pero no demasiado potente.
—¿Olfárum? ¿Qué haces aquí? —preguntó
Banron, perplejo. Y al hablar se percató de que le dolían las comisuras de los
labios, y por ello recogió enseguida aquel trapo húmedo.
—Lamentarme de mi fracaso. ¡No he encontrado
otra bruja de Wíkengur después de nuestro desafortunado encuentro con los
elfos! ¡Qué desatino!
—¿Y los elfos? ¿Te liberaron?
—Un hombre prodigioso no necesita que otros
le abran la puerta para poder tomar la libertad. La tomé yo mismo, y ya está.
Esos elfos no iban a retenerme… ¡aún tengo muchas cosas que hacer! —dijo,
bajando los ojos mientras pensaba en sus cosas—. Preocúpate ahora por tu
esposa, ¡mira cómo está! No creo yo que vuelva a despertarse.
Los ojos de Banron volaron hacia Anbina, que
descansaba cerca de él, y vio que ahora tenía la piel limpia de sangre, aunque
sus ropajes seguían manchados. Gruesas vendas y varias hojas cubrían sus
heridas, y dormía tan pesadamente que no podía percibirse movimiento alguno en
su cuerpo.
—Ay, como se muera —dijo Banron con los ojos
llorosos.
—Hay muchas posibilidades de que eso ocurra,
como he dicho —dijo Olfárum—. Ha perdido demasiada sangre a manos de esa
bestia… Pero la podría recuperar.
—¿Cómo? —se apresuró a preguntar Banron,
aunque algo en las palabras del hechicero le resultó extraño.
—Dándole a ella la sangre de otro… de otra
persona —respondió, mirándolo. Banron supo enseguida a qué se refería.
—¡Dale mi sangre! ¿No puedes hacerlo?
—Sí, podría hacerlo. Es un arte que aprendí
hace mucho, pero no conviene que estés despierto… por el dolor que te causará
—dijo, levantándose—. ¿De verdad quieres hacerlo? Podría acabar contigo
también. —Banron se quedó pensativo durante unos segundos, pues aún tenía algo
por lo que luchar, mas no deseaba perder así a Anbina.
—¡Lo haré! Y soportaré —dijo al fin—. Cuanto
antes sea, mejor. —Olfárum se levantó, sobresaltándolo.
—¡Bien! Que sea ahora mismo, pues —dijo—.
Hazte a un lado. Siéntate un poco más a tu izquierda. —Banron se movió con
torpeza—. Y ahora bien, ¡te haré dormir!
Y mientras decía esa frase levantó un brazo,
y una llama grisácea ardió en su mano, agitándose mientras Olfárum se
abalanzaba sobre Banron. El pobre hombre, desprevenido y asustado, se lanzó de
espaldas sobre el suelo, cubriéndose el rostro con las manos, y su cabeza
golpeó una roca que sobresalía. Así quedó dormido, y el fuego en la mano del
mago desapareció.
—Bueno, acabaré pronto con esto y continuaré
con la búsqueda de mi esposa —dijo Olfárum mientras se inclinaba sobre Banron—.
Luego quizá partamos juntos hacia el norte, no me vendría mal hacer unos
cuantos experimentos con esos pequeños…
Los ojos le pesaban, pero despertó sintiendo
prisa, mucha prisa. La visión borrosa le impidió distinguir enseguida lo que
había a su alrededor, mas cuando pudo advertir los detalles no fue capaz de
sentirse tranquilo. El bosque seguía ahí, aunque el Sol flotaba intocable allá
arriba y Anbina yacía a su lado. Despierta.
—¡Anbina! —exclamó Banron, moviéndose hacia
ella, aunque la debilidad lo mantuvo en su sitio.
—Ay, Banron, ¿has visto cómo estás? Encima
no sé cuánto tiempo he estado durmiendo —dijo ella.
—¿A qué te refieres? ¿Cómo estoy? —dijo él,
mirándose las manos y la camisa.
—A la cara. La tienes toda roja y arrugada
—le dijo Anbina. Banron se llevó enseguida una mano al rostro.
—¡Es cierto! Y parece estar hinchada… Duele,
y noto esas arrugas. —De pronto se acordó del trapo que Olfárum le había dejado
sobre el rostro, y de las palabras «No te quites eso aún. A no ser que desees
tener una cara repleta de heridas, quién sabe. Curioso veneno ese que te
echaron encima, pero no demasiado potente».
«No se habrá podido curar bien si Olfárum le
dio mi sangre a Anbina», pensó. «Oh, qué le voy a hacer. Al menos ella se
encuentra bien. Pero ¿dónde está él?». Miró a un lado y a otro en busca del
mago, pero no se hallaba a la vista.
—¿Qué ocurrió, Banron? Porque no recuerdo
más que pelearme con ese monstruo horrendo… —dijo Anbina, cabizbaja.
—Oh… Nada, Anbina. Logramos salir del
bosque. Y Olfárum nos curó —dijo, bajando el tono de voz.
—Entonces habrá sido él quien dejó ese papel
de ahí —dijo Anbina, señalando a una roca. Era la misma que había dejado a
Banron inconsciente, y sostenía con su peso un trozo de papel. Banron lo sacó y
lo leyó. No vayáis por los pasos del
Odio, evitad el norte, decía.
—No entiendo nada. Pero si no vamos por el
norte, ¿cómo llegaremos a Grínlevar? —dijo Banron, sintiéndose desconcertado.
—No lo sé, querido —dijo Anbina, poniéndose
de pie—. Pero ahora mismo, lo único que deseo es alejarme de ese condenado
bosque. Solo nos ha traído mal. ¡Vámonos!
Banron miró a la floresta y luego a su
esposa, y sintió que recuperaba las fuerzas para levantarse y cumplir el deseo
de ella. Aun así, le resultó difícil erguirse y echarse a caminar, pero cuando
lo logró, él y Anbina comenzaron a alejarse de Nísterhill.
Por tres días anduvieron, centrados en
alejarse del bosque maldito pero disgustados por extender la distancia entre
ellos y Grínlevar. Sabían que la dirección que seguían no era la indicada, mas
solo deseaban perder Nísterhill de vista y olvidar así su terror. Sin embargo,
aquella senda errante los llevó a una calzada que les provocó inquietud;
pisaron sin así quererlo el Camino de la Pena, aunque Banron tardó en
percatarse de que aquel era el nombre de la carretera.
—Sí, debe ser el Camino de la Pena. Recuerdo
que estaba entre el bosque, cuando no sabía bien cómo era, y Rhodea. Tiene que
ser este. ¡Ay, pobre Rómak! Aquí lo perdimos —dijo, mirando con lástima el
suelo.
—A mí también me trae malos recuerdos, y
peores presentimientos, Banron —dijo Anbina—. Deberíamos alejarnos, pues por
aquí ruedan los carruajes de esclavas.
—Tienes razón —dijo Banron, pero la palabra carruajes resonó en su pensamiento—. ¿Y
si esperamos a que pase un carruaje? Podríamos ir muy lejos con uno.
—No me parece una idea muy buena. Suelen ir
vigilados por muchos guardias, Banron. ¿Vencerás tú a todos esos guardias?
—No, mujer, pero puedo asaltarlos por la
noche mientras duermen. Busquemos un sitio donde escondernos y espiar el camino
hasta que pase un carro —dijo Banron, mirando alrededor.
—¿Los matarás mientras duermen? ¿Eso quieres
decir? No te reconozco, hijo —dijo Anbina, pensativa.
—Bueno, ¿qué mejor cosa podría hacer? Si así
logramos encontrar a Eredhri… —dijo él, sacudiendo la cabeza para quitarse las
dudas del pensamiento—. Vamos, por aquí —señaló hacia el sur—. Y por cierto,
¿no has pensado tú en llevar un arma?
—¿Yo? ¡Habrase visto! —exclamó Anbina. Y
siguieron conversando mientras caminaban en busca de un refugio.
Hallaron uno a unas cuantas millas de donde
se habían detenido. Estaba bien dispuesto tras unos arbustos floridos y
colmados de bayas y unos árboles frondosos. Desde allí podían observar el
Camino de la Pena, y fue una suerte que el lugar les pareciera acogedor, pues
tuvieron que permanecer allí más de un día hasta que un carruaje pasó ante sus
ojos, rumbo al sur. Pero el Sol aún brillaba con fuerza en los cielos, y Banron
no se atrevía a asaltarlo pues una escolta de tres guardias a caballo lo
acompañaban.
De esta manera no pensó en otra solución que
en seguir al vehículo, y él y Anbina caminaron detrás ocultándose tanto como
podían, dejándolo avanzar solo en ocasiones. Pues mientras siguieran el Camino
de la Pena, no se perdería. Y tuvieron razón, ya que se alejó demasiado en el
atardecer por falta de lugares en los que refugiarse, y en la noche lo hallaron
mucho más adelante, detenido sobre el borde oriental de la carretera. Todo era
quietud, salvo los corazones de Banron y Anbina. Observaban el carro desde el
borde opuesto y a varias yardas hacia el norte. Aguardaron hasta que pasaron
algunas horas.
—Voy a hacerlo, Anbina —dijo Banron—.
Quédate aquí, por si tenemos que salir corriendo.
—Ten cuidado, aunque no me gusta que andes
matando gente —le dijo ella.
Banron lamentó aquellas palabras, lamentó en
verdad tener que asesinar guardias, por malvados que fueran. Pero no tenía una
mejor alternativa, o perdería demasiado tiempo.
Cruzó al otro lado del Camino de la Pena y
se arrastró hacia el carro con tanto sigilo como se pudo permitir. Aquello le trajo
recuerdos de la prisión de Rhodea. Cuando estuvo cerca del vehículo, vio que
solo uno de los guardias se mantenía despierto, y esperó a que le diera la
espalda. Ese sería el primero en caer.
Avanzó hacia él, espada en mano y con el
corazón casi en el mismo sitio. Pero se detuvo a cierta distancia pues no se
veía capaz de seguir, y allí se irguió y decidió lanzarse sobre su oponente.
Corrió hacia el guardia haciendo bastante ruido, y este advirtió la presencia
de Banron y echó mano a su arma, aunque antes recibió un tajo en un hombro, y
un golpe flojo sobre el yelmo. El soldado reaccionó y enfrentó al campesino, y
dio voces de alarma que no tardaron en ser respondidas. Banron maldijo y se
encomendó a las divinidades en su pensamiento.
Las espadas se encontraron una vez más, pero
antes del segundo choque el guardia cayó de bruces al suelo. Banron se apartó,
pensando que le había dado alguna enfermedad; pronto se dio cuenta de que tenía
una pequeña flecha clavada en el cuello, y no oyó grito alguno proveniente de
los otros soldados. Sin embargo, parecía que alguien había huido hacia el
norte, pues pudo escuchar unos chillidos lejanos. Antes de que pudiera asomarse
para ver cómo estaba Anbina, una sombra apareció desde el otro lado del carro.
—¡Vaya, así que eres tú! ¡Tú por aquí! —dijo
esa gran figura.
—¿Quién…? —murmuró Banron, tratando de
distinguirlo—. Oh… Frénehal. Me alegra verte por aquí.
Pero Frénehal no estaba tan alegre.
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