Contraverso. Rakarrak

Rakarrak... Pero ¿por qué ese nombre? Julio lo supo enseguida, ese ser era puro hueso. Al esquivar su primera embestida pudo verlo mejor, de lado, porque de frente solo parecía un amasijo óseo y crujiente. ¿Cómo describirlo? El armatoste de un canguro, pero con dientes cónicos, curvos, y afilados de depredador, con cada paso sus huesos crujían como un terrible engranaje, “racarrac, racarrac”, y aunque al menos así se sabía por dónde andaba, no era este un gran consuelo precisamente.
Julio era especialista en anguilas gigantes, que tampoco eran seres especialmente apacibles, pero este le superaba. El Rakarrak volvía, por expresarlo coloquialmente, a toda hostia, y Julio solo tuvo tiempo de saltar y aferrase a una valla. Ese maldito engendro de la naturaleza -¿de la naturaleza?- trituró con sus mandíbulas la parte baja de la valla y pasó a través. Fue tan rápido que nuestro protagonista de este sábado perdió toda esperanza de poder hacer bien su trabajo -siquiera de contarlo a sus nietos-. Es decir, había tratado con seres, como ya hemos dicho, horribles, pero este salía fuera de sus esquemas. Literalmente se comió una valla de alambre como las vacas pastan la hierba.
Cerró los ojos, no se le ocurría nada mejor que hacer en esa tesitura. Solo rezaba para que el Rakarrak no supiera saltar. Escuchó un ruido de metal abollándose no muy lejos, aunque con los pequeños árboles que tenía en frente no alcanzaba a ver la carretera. Se movió por la valla hacia la derecha hasta que por fin tuvo un mejor ángulo, un coche permanecía en el centro de la carretera causando grandes problemas alrededor.
Contrariamente a lo que se podría pensar el Rakarrak no había causado ningún estropicio. Bueno, sí, sí que lo había hecho, pero muy a su pesar, porque el todoterreno lo había atropellado y descansaba en el suelo hecho migajas. Esta casualidad salvó a Julio del despido, que, si recuerdan bien, era el procedimiento habitual de E.C. en estos casos. Luego se embarcó en una misión de siete meses para controlar el ciclo reproductivo de las anguilas gigantes, y realmente le fue bastante bien. Para sobrevivir en E.C. la táctica era básicamente pedir prórrogas en la labor que uno desempeñaba. El personal era cada vez más escaso, y uno normalmente acababa desempeñando trabajos que no sabía ni por donde empezar.
De todos modos, algo estaba ocurriendo con los espectros de Canarias. Cada vez eran más grandes, más agresivos, e incluso se rumoreaba la aparición de nuevos taxones. A decir verdad, nadie estaba interesado por saber de dónde salían, pero el caso es que estaban ahí.
Ahora, rescatemos a un personaje que nombramos en el primer capítulo: el fantástico Gabriel Kruta. De acuerdo, me dejaré ya de tonterías, Kruta soy yo. Pero bueno, no quería que pensaran que tenía una visión partidista del problema, aunque a estas alturas ¿qué más da si la tengo? ¿no sobran los motivos? Denuncié este caso al periódico Espectral, centrado únicamente en la exposición diaria de los “hechos y hazañas” de E.C. No sé qué piedra se movió, ni cómo se alinearon los planetas ese día, pero publicaron mi artículo, y lo que podría haber sido el comienzo de un cambio se convirtió en mi peor pesadilla.
No diré que E.C. intentara eliminarme, diré simplemente que me metí con la gente equivocada. No fue una decisión de la empresa en sí, sino de personas concretas que decidieron que yo era un obstáculo en sus metas. Al día siguiente de la publicación de mi artículo me llegaron las primeras amenazas, me exoneraban a no escribir más, a irme de la ciudad, o incluso a que me quitara la vida, pero no presté mayor atención de la que prestaría una persona acostumbrada a este tipo de sucesos. Sin embargo, una semana después alguien se encargó de pintar la fachada de mi casa de negro ¿por qué? Pues no lo sé, no había mensaje, solo habían gastado gran cantidad de pintura. Me reí, aunque empezaba a asustarme. El día antes de navidad encontré a dos sujetos hablando, apoyados en la puerta de mi casa, llevaban chaquetas grises, sombreros del mismo color y gafas de sol, me reí por el hecho de que parecía una película.
Les pedí permiso para entrar y se apartaron, ni siquiera pensé en la posibilidad de que me podrían haber volado la cabeza allí mismo. Pero el día de Navidad, ¡qué ominoso ese día! A las tres de la noche me levanté en completo silencio para ir al baño. Mi hija dormía a pierna suelta esperando los regalos de Santa Claus, ignorando todo lo que pasaba alrededor. Entré en el baño y cerré el pestillo. Mientras... bueno, mientras meaba, me pareció escuchar algo moviéndose fuera. Esto me hizo estar alerta, pero lo que de verdad me hizo reaccionar fue un golpe brusco en la pared, que hizo estallar los cristales de la ventana.
Salí del baño a toda prisa en busca de la escopeta de mi padre, hacía años que no la utilizaba, y debía estar en algún rincón del trastero. Tumbé cajas, lancé perchas al suelo, y una nube de polvo me engulló por completo. Por fin, entre telarañas, rescaté la vieja y oxidada arma con esperanzas de que aún pudiera disparar. Sabía lo que me tocaba, ya me lo habían advertido durante semanas, la única meta que tuve en ese momento fue que mi hija no sufriera mis desmanes en su inocencia.
La puerta cayó hecha pedazos al suelo, en la oscuridad, escondido entre las prendas de mi armario, aunque con las puertas abiertas, apuntaba y esperaba el momento preciso para volarle a alguien la tapa de los sesos. Escuché a mi hija murmurar algo, tal vez se había despertado, puse mi dedo sobre el gatillo e intenté ver algo en la plenitud de la noche.
Sentí unas pisadas, vi unos grandes ojos amarillos mirándome al otro lado de la entrada, y supe que se había echado a correr hacia mí. Disparé una primera vez, pero no le dí, tendría más suerte en el segundo intento. Juro, y ustedes podrán creerme, queridos lectores, que se me heló la sangre cuando escuché ese maldito crujir de huesos “racarrac, racarrac, racarrac, racarrac”



(Foto extraída de www.pinterest.es, obra de David Ho)

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