VENTANA AL NORTE 16. Espadas en el camino
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—¿Qué
haces tú aquí, siguiéndome en la oscuridad? —le dijo Frénehal a Banron,
acercándose a él con el ceño fruncido.
—¡No te seguía ni nada! Solo quería intentar
llevarme este carro. Pero no sabía que estabas cerca —dijo Banron,
retrocediendo.
—No estaba cerca, tonto, estaba dentro. Me había escondido para salir de
Rhodea, e iba a quitarles el carro a esos malvados. ¡Es mío!
—Oh… pero… ¿a dónde vas a ir? —preguntó,
queriendo ganar tiempo pues no deseaba perder ese carruaje.
—¡Eso no es de tu incumbencia! ¡Vete, mal
amigo! —le dijo Frénehal. Pero en ese momento apareció alguien por detrás de
Banron.
—¿Qué está pasando? ¿Con quién andas
discutiendo? —dijo la voz de Anbina. Banron se giró a mirarla.
—Es de quien te hablé… Me ayudó en Rhodea,
es un amigo —dijo él.
—¿Quién es ella? ¿Es tu hija querida? —dijo
Frénehal, echándose a un lado para mirar a la mujer. Pero enseguida descubrió
que era demasiado mayor.
—No soy su hija. Él es mi marido —dijo
Anbina—. Así que fuiste tú quien le echó una mano en la capital. Gracias,
muchacho.
—No hay de qué. Yo soy buen amigo y ayudo,
sí. Pero otros prefieren traicionar. —Banron seguía sintiéndose mal, pero
tampoco quería renunciar al carro aún.
—¿Entonces estabas en ese carro? ¿Es tuyo?
Porque nos sería muy útil para llegar a Grínlevar, aunque no sé a dónde irás tú
—le dijo Anbina a Frénehal.
—Yo no sé a dónde iré, pero sí sé que me
llevaré el carro. Es mío.
—¿No podrías, al menos, llevarnos hasta esa ciudad?
—preguntó Anbina, pensativa—. Si quieres algo por el viaje… Banron podría darte
un collar mágico —los ojos de Frénehal parecieron iluminarse incluso en la
oscuridad.
—Ah, sí. El collar —dijo Banron, sacándolo
de uno de sus bolsillos—. Está encantado, y siempre te permite dormir bien y
tener buenos sueños. Me lo dio ese viejo hechicero de Olfárum, un tipo un tanto
extravagante.
—¡Un momento! —chilló Frénehal, mirándolo
ahora con sorpresa—. ¿Y cómo era ese tipo? ¿Qué ropas vestía? —Banron dio la
mejor descripción posible, ayudado por muchos gestos y por Anbina—. ¡Se parece
mucho a él! El que le pidió la espada
a mi padre. ¿No te acuerdas? ¿No recuerdas la historia de tu amigo? ¿Dónde
está?
—Sí, me acuerdo de esa historia —dijo
Banron, buscándola en su memoria—. Me temo que abandonó el bosque de Nísterhill
hacia el norte —mintió por el bien de todos—. ¿Te dice algo un lugar
relacionado con «los pasos del Odio»?
—¡Sí! El Paso del Odio, que está al norte de
ese bosque —dijo Frénehal, inquieto. Su inquietud aumentó cuando Banron sacó el
papel escrito por Olfárum, aunque en la noche apenas pudieron leerlo.
—No sabía que era el mismo señor que se
llevó a tu padre —le dijo Banron.
—¡Tú no sabes nada! ¡Vámonos! —dijo,
arrancándole el collar de las manos—. Este será mi pago por llevaros. ¡Deprisa!
Banron se volvió a Anbina, quien lo miraba
con desconcierto, y se encogió de hombros. Frénehal era así. Y dándose toda la
prisa que pudieron, montaron en el carro, descubriendo los cuerpos de los otros
dos guardias, y dejaron que Frénehal condujera. Le resultó difícil poner los
caballos en marcha.
Pero estos rehusaron ir demasiado lejos,
forzando a aquellos tres a detenerse. Aprovecharían para descansar, aunque
Banron no confiaba en Frénehal e insistió en que durmiera primero, lo que él
aceptó.
—Y probaré este colgante que ahora es mío.
Aunque más te vale que no sea una trampa —le dijo Frénehal.
—No lo es. Me sirvió para dormir bien en
mitad de ese terrible bosque —dijo Banron.
Frénehal lo miró entrecerrando los ojos y se
puso el collar. Luego se retiró al interior del carruaje y se echó sobre los
sacos que allí había. El efecto no tardó en obrar mientras Anbina apoyaba la
cabeza sobre las piernas de Banron para dormir bajo las estrellas.
Pero Frénehal se veía ahora de vuelta en su
hogar, alumbrado por la luz de alguna lámpara que no podía vislumbrar. Había
perdido altura y sus manos eran las de un niño, lo que le divirtió y le hizo
pensar en travesuras. Abandonó su habitación con entusiasmo, hallando un salón
principal iluminado en cuyo centro crecía un árbol.
—¿Qué hace un árbol dentro de la casa? ¿Qué
es esto? —se dijo. Pero algo más llamó su atención.
A su izquierda había un hombre, delgado y
viejo. Vestía una túnica roja con bordados blancos, y llevaba un gorro con los
mismos colores y unas gruesas botas negras. A sus pies había un saco, y se
revolvía.
—¿Quién eres? ¡Estás robándome! —dijo
Frénehal, mirándolo. Y al ver el rostro descubrió que era el hechicero que
había pedido la espada hace años: Olfárum—. ¡Tú! ¿Quién está en el saco?
Unos gritos ininteligibles le hicieron
pensar en su padre, pero Frénehal no pudo avanzar ni un paso a pesar de que
trató de correr. El hechicero envuelto en la túnica roja arrastró el saco hasta
la chimenea (aunque en realidad no había chimenea en la verdadera casa de
Frénehal) y desapareció a través de ella como si volara, arrastrando la carga.
Solo dejó atrás una risa grave y pausada.
—¡Maldito! ¡No arruinarás mi familia!
—exclamó Frénehal, agitando los brazos en vano.
Se sentía furioso y desesperado, mas no
logró moverse y al final cedió, cayendo arrodillado. Sin embargo, y por efecto
del collar, quizá, en lugar de despertar, toda imagen se desvaneció y continuó
durmiendo apaciblemente.
Anbina y Banron se turnaron para dormir,
manteniendo siempre un ojo sobre Fréhenal, pero tuvieron que despertarlo cuando
amaneció, y él se sintió muy satisfecho por la efectividad del colgante. Nada
dijo de su sueño, pero los apresuró a ponerse en marcha después del escaso
desayuno.
Avanzaron pues por el Camino de la Pena a un
ritmo sosegado, contemplando los coloridos alrededores adornados de flores,
pues se hallaban en el apogeo de la primavera. Iban hacia el norte, aunque
pronto abandonarían la carretera para evitar acercarse a Rhodea. En el carruaje
había un mapa (además de provisiones y varios objetos de comercio que Frénehal
había reclamado ya como suyos), y así pudieron medir la distancia que los
separaba de la siguiente senda: el Camino de la Ira. Este llevaba al Paso del
Odio, un tramo entre las fronteras septentrionales de Nísterhill y el sur de
las Montañas Veladas, y luego a Grínlevar. Sería una larga travesía de más de
ciento setenta leguas y muchas jornadas.
No obstante, hubo algunas dificultades desde
la primera noche, pues en ella Frénehal insistió en ser el último en dormir, y
quiso aprovechar aquellas horas para espiar a Anbina de cerca. Ella no se
habría percatado de las manos del hombre que trataba de levantar sus ropajes de
no haber sido por Banron, que se había mantenido despierto por desconfianza y
despertó a su mujer dando gritos.
—¡Pero bueno! —exclamó ella, mirando a
Frénehal—. ¿Cómo te atreves a intentar tocar a una mujer que no te ha dado su
consentimiento?
—No… yo… ¡Ah! —chilló él, echándose hacia
atrás cuando Anbina se lanzó a por él. Lo agarró tan fuerte de una oreja que
Frénehal creyó que se la había arrancado.
—¡Cuidado, Anbina! —dijo Banron, temiendo
que Frénehal usara alguna de sus armas escondidas. Pero Anbina no lo escuchó.
—Mira, como volvamos a sorprenderte
intentando tocarme, te ataremos al carruaje y soltaremos a los caballos, ¿me
oyes? —le dijo Anbina a Frénehal sin soltarle la oreja. Él había caído de
rodillas al suelo—. ¡Así jamás encontrarás una esposa decente, y estarás solo!
¡Vergüenza sentirían tus padres!
Frénehal sollozó, cubriéndose el rostro con
ambas manos. Anbina lo soltó sin cuidado, y él empezó a pedirle perdón.
—Yo no quiero ser un mal hombre y estar solo
—balbuceó—. Pero nadie me entiende, nadie ríe conmigo. ¡Pobre de mí!
—¿Quién va a reír contigo si le haces mal a
los demás? ¡Piensa un poco! Hay cosas que no hay que hacer si en verdad quieres
ser un buen hombre —le dijo Anbina, como si estuviera reprendiendo a un niño.
Frénehal se echó de bruces sobre el suelo,
lloriqueando ahora, mientras Banron miraba perplejo. La pataleta duró varios
minutos, y después Frénehal se levantó con otra cara, se puso el colgante y se
echó a dormir sin decir nada.
—No sé yo si esto será suficiente para
cambiarlo —le dijo Banron a Anbina en voz baja.
—Si no lo es no importa, aún tengo fuerzas
para tirarle de las orejas muchas más veces —dijo ella—. ¡Va a aprender bien!
Y lo cierto fue que aquel incidente no
volvió a repetirse, y Frénehal se mostró servicial con Anbina, incluso con
Banron. A medida que pasaban los días, parecía que se iba convirtiendo en una
especie de familiar más joven e inexperto, a veces caprichoso o inescrutable.
Pero Banron nunca olvidaba de lo que era capaz, y en varias ocasiones comprobó
que aún poseía las armas que conocía de él, y quién sabía cuántas más.
Sin embargo, aquellas armas permanecieron
ociosas salvo cuando hubo que dar caza a algún animal. Avanzaron durante más de
dos semanas a través del Camino de la Pena y luego a campo abierto hasta llegar
al Camino de la Ira. Allí siguieron la calzada hacia el noroeste, alejándose de
Rhodea a cada tramo, y si bien de cuando en cuando se habían tropezado con otro
carruaje o con algunos viajeros, nunca había tenido que rendir cuentas a nadie.
Hasta que se tropezaron con un grupo de soldados que salieron de entre los
árboles durante la decimotercera jornada de viaje. Algunos estaban
encapuchados, otros no llevaban puestos los yelmos, pero todos lucían la nueva
librea de Rósevart: una sobreveste rosada con la inicial del rey Ponfacius
grabada. Un atuendo considerado ridículo por muchos, aunque divertía al
soberano.
—¡Alto! —dijo uno de los guardias—. ¿Qué lleváis en ese carro?
—Unas cuantas cosas para comerciar. Y
esclavos. Dos esclavos —dijo Frénehal, quien ya había pensado muchas veces en
su mentira.
—¡Que todos los humanos bajen del carruaje!
—dijo el guardia, desenvainando la espada.
Esto fue suficiente para asustar a Frénehal,
quien se introdujo de un salto bajo las sombras de la techumbre. Los guardias
rodearon el vehículo con presteza para asegurarse de que nadie escapara.
—¡Salid! ¡No temáis, esclavos, no os
haremos… —la voz fue silenciada por un dardo que atravesó la lona. Hubo alguna
exclamación de alarma, pero enseguida los soldados enfurecieron. Uno de ellos
se asomó al interior del carro con cautela.
—¡Sal de ahí, miserable, o te ensartaremos!
—dijo, retirando enseguida la cabeza.
Banron y Anbina tenían miedo, pero Frénehal
estaba mucho más asustado, y menos dispuesto a que lo atraparan. Dejó que los
otros dos salieran antes, primero Anbina y luego Banron. Sin embargo, cuando el
hombre estaba a punto de pisar el suelo, Frénehal lo empujó y lo echó sobre los
guardias que esperaban ante el carro. De algún modo saltó por encima de todos
ellos y echó a correr.
—¡Cogedlo! —gritaron varios guardias.
Algunos sacaron arcos para dispararle, pero Banron se echó encima de uno de
ellos.
—¡No, no lo matéis! —dijo.
—Aparta, esclavo, ¿por qué lo defiendes?
—dijo el guardia.
—¡Es un amigo! —dijo él, forcejeando en el
suelo. Anbina también forcejeaba con otro de los soldados, a quien le arrancó
la capucha de un manotazo. Se sorprendió al descubrir que se trataba de una
mujer.
—No somos soldados —dijo uno de ellos—. Lo éramos, cuando Ulharion era el rey.
Fuimos despojados de nuestros puestos o renunciamos a ellos. ¡Dejad a ese loco! —dijo, mirando a quienes
trataban de darle alcance—. Antes debemos curar a Roimar.
Este era el soldado que había recibido la
flecha de Frénehal. Banron lo miró con piedad, a pesar de que se sentía
desconcertado por todo lo que estaba sucediendo.
—Seguro que la flecha estaba envenenada
—dijo.
—Tenemos que darnos prisa, entonces —dijo el
guerrero de antes—. Deprisa, al refugio. Y vosotros nos acompañaréis, pues
vuestro carruaje nos vendría bien para llevar a nuestro compañero.
—Claro, por supuesto —dijo Banron con cara
de desconcierto, pues no se sentía con el derecho de negarse.
Así, Anbina y él se encaminaron al refugio
de unos rebeldes.
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