VENTANA AL NORTE 14. VENCIDOS

Imagen: https://pixabay.com/p-250224/?no_redirect


   Mucho les llevó saber dónde estaba el este, pues las copas de los árboles eran frondosas y casi impedían que otro fuera el cielo dentro del bosque. Pero, incluso después de hallar aquella dirección y ponerse en camino, Banron y Anbina siguieron sintiéndose inquietos, incluso arrepentidos de haber abandonado a los elfos con tanta presteza.
   —Quizá habría sido mejor que nos hubiesen llevado como prisioneros —dijo Banron en voz baja, creyendo que algo les atacaría si hablaba demasiado alto—. Bueno, ¡no! A saber cuánto nos habrían retenido, y lo largo que sería el viaje a la ciudad de los elfos.
   —Ay, Banron. Eso habría sido muy malo, pero esto tampoco es mejor. Al menos por el momento —dijo Anbina—. Tú corre, corre cuanto puedas para ver si salimos del bosque antes de que llegue la noche horrible.
   Esto hizo que el temor se reavivara en el corazón de Banron, y aunque miró a uno y a otro lado, aceleró el paso con Anbina corriendo casi a su lado.

   Sin embargo, a pesar de que Banron había corrido mucho en las últimas semanas (sobre todo huyendo), su esfuerzo no fue suficiente para escapar de la noche en Nísterhill. Pronto, la oscuridad lo atrapó a él y a Anbina, y se hizo tan densa que en poco tiempo dejaron de ser capaces de ver. Mas no querían rendirse aún, y siguieron avanzando tomados de la mano, tanteando el aire para evitar los troncos de los árboles, pisando con cuidado para no tropezar con raíces. Hasta que la desazón fue demasiado pesada en ellos, y se detuvieron, sintiéndose desorientados.
   Se buscaron sin decir ni una palabra, y juntos bajaron hasta el suelo, sobre el que se sentaron junto al tronco de un árbol. No sabían de qué especie era, no sabían si habrían perdido el este, no sabían nada; ni siquiera si vivirían más allá de aquella noche. Aunque Banron ya no parecía sentirse tan aterrado.
   —Oh, querida mía, ¿hace cuánto que no compartimos lecho? —dijo de pronto.
   —No sé cuántos días han pasado desde que dormimos por última vez en la casa —dijo ella, y luego suspiró—. ¿Cómo estará ahora nuestra casa?
   —No me refería a eso, no a solo dormir… ya sabes. Y ahora estamos solos en la oscuridad, y nadie nos está viendo.
   —¿Qué insinúas, Banron? —dijo ella, disgustada—. Este no es buen lugar, ni buen momento. No, no y no. No aquí, tratando de salir de este maldito bosque, buscando a nuestra hija… No después de todo lo que he pasado. ¿Acaso lo has olvidado?
   —Es que nunca me contaste lo que te hicieron —dijo él—. ¿Fueron muchos los que te desnudaron? Tengo curiosidad por saber si en algún momento sentiste gozo.
   —¡Bah! —exclamó Anbina, incómoda y furiosa. Apartó a Banron de un empujón y se levantó a tientas, aunque a punto estuvo de perder el equilibrio—. Jamás creí que podrías decirme algo así. ¡¿Para eso viniste a buscarme?!
   Esperó una respuesta, pero solo recibió el duro tacto de unos brazos que la rodearon por la espalda, apretándoselos contra el cuerpo. Anbina gritó mientras se revolvía, mas todo esfuerzo parecía ser inútil, y notaba que algo se revolvía en la tierra del suelo a sus pies. Confusa por lo acontecido, comenzó a desesperar.
   —¡Banron! ¿Qué broma es esta en la oscuridad? ¡Banron! —gritó.
   —¿Eh? ¿Qué? —dijo él, como si acabara de despertar.
   —¡Que me sueltes de una vez!
   —¡Anbina! ¿Dónde estás? ¿Qué pasa? —dijo Banron, moviendo los brazos en la oscuridad.
   —¿No eres tú? ¡Algo me tiene atrapada! —dijo ella, desesperándose aún más.
   —Sí, soy yo, Anbina —dijo Banron, riendo.
   —¡¿Cómo que yo?! —dijo el verdadero Banron—. ¿Quién está imitando mi voz? ¿Dónde estás, maldito?
   —Pero ¿hay dos Banron y ninguno me ayuda? ¿Qué está pasando? —dijo Anbina, revolviéndose en vano.
   Y también en vano, Banron trató de liberarla del duro abrazo que la tenía presa. Pero el desdichado campesino estaba enfrentándose a una criatura de orígenes tenebrosos y cuyo aspecto se asemejaba al de los árboles, y tenía voz propia a pesar de que era capaz de imitar la de otros seres. Aguardaba oculto entre el resto de troncos para cazar, y si era necesario atraía a sus presas con alguna de las artimañas de las que era capaz.

   No obstante, Banron creía que se trataba de un árbol encantado, y quizá era mejor así, pues de esta manera tuvo el valor suficiente para sacar la espada y golpear el tronco en la oscuridad. De nada sirvió, pero él asestó un tajo más y otro mientras Anbina seguía gritando y pidiendo ayuda y la falsa voz de Banron decía cosas sin sentido y sin el permiso de su verdadero amo.
   —¡Suéltala de una vez! —exclamó Banron.
   —¡Soy un inútil! ¡Adiós, Anbina, muérete! —dijo su voz. Ella gritó con desespero.
   —¡Yo no dije eso! Oh, ¿qué voy a hacer? —dijo Banron.
   —Déjame morir y huye, sálvate tú —dijo la voz de Anbina, confundiendo a Banron.
   —¡No, árbol encantado! ¡No me engañarás! —gritó él. Y con fuerzas renovadas volvió a atacar.
   Un destello cegó al propio Banron tras su ataque, y vio con sorpresa en los ojos que el tronco ante él ardía. Ahora podía distinguir los alrededores en la tenue oscuridad, y miró la hoja de su espada por un momento; pero algo más exigió su atención. Había una sombra que se movía más allá, y cuando le prestó atención, oyó que emitía un sonido similar al de una puerta oxidad que chirría. Una llama voló hacia el ser arbóreo desde aquella sombra, y Banron comprendió que su espada no había quemado al enemigo, y que estaba en serios apuros.
   En medio de aquella disputa entre seres terribles, se percató de que Anbina yacía ahora en el suelo. Corrió hacia ella mientras el árbol que la había retenido gritaba en una lengua muy extraña, y se arrodilló a su lado y le palpó el rostro.
   —¿Estás bien? Soy yo, no dije ninguna de esas cosas malas —le dijo.
   —Lo sé… Pero necesito tomar aire… ¡Ah! —dijo como pudo, señalando detrás de Banron.
   Él se dio la vuelta de inmediato, pero algo fétido, duro y al mismo tiempo desagradable al tacto, lo empujó y lo hizo rodar por el suelo negro del bosque. Banron se golpeó contra un árbol y quedó aturdido, mas no tardó en levantarse en cuanto oyó a Anbina gritar con fuerza. La sombra estaba inclinada sobre ella, y esto hizo que olvidara todo terror.
   —¡Déjala en paz! —exclamó Banron, lanzándose espada en mano.
   Pero la criatura le arrebató la espada con un manotazo raudo, y Banron no fue capaz de distinguir el golpe que vino después. Este impactó con dureza en su estómago, y luego recibió otra sacudida en el rostro; cayó casi sin conocimiento. Oía los gritos de Anbina mientras trataba de aferrarse a la realidad, y en el corazón sentía arder el desespero como un ave que trata de alzarse arrastrando una carga muy pesada. No era capaz de cerrar los ojos pues su esposa lo necesitaba, pues su hija aguardaba más allá, y si moría de aquella manera, la condenaría a perecer sin libertad.
   —¡Anbina! —exclamó casi sin fuerzas.
   Ella no respondió, pero Banron trató de moverse por el suelo en busca de la espada. La encontró y aferró la empuñadura, oyendo golpes y los gritos de Anbina, el sonido de su cuerpo arrastrándose por el suelo. Tragó saliva y ocultó el dolor para ponerse de pie, aunque le era difícil respirar. La sombra seguía allí, moviéndose con una figura abultada sobre Anbina, chirriando y sacudiendo sus extremidades.
   Banron gritó y se abalanzó sobre la criatura, y recordando el golpe que había recibido antes, se agachó sin ver venir ninguna amenaza, y logró acercarse al ser. Una especie de líquido ardiente y correoso cayó sobre él, pero no fue suficiente para extinguir la furia que impulsaba su espada, y esta cortó el aire y la gruesa piel del enemigo. Banron siguió asestando tajos sin control ni maestría, gritando de ira y dolor hasta que las fuerzas en sus piernas se desvanecieron y cayó de bruces al suelo; pero el monstruo escapó a causa de las heridas que había recibido.
   —An… Anbina —balbuceó Banron, arrastrándose hacia ella.
   Apenas fue capaz de posar una mano sobre ella, sintiendo que aún respiraba, cuando la oscuridad se volvió demasiado densa, más densa que la consciencia.

   Cuando fue capaz de retomar la realidad, se percató de que podía seguir viendo lo que le rodeaba, aunque el fuego que había quemado a la criatura arbórea se había apagado. El Sol brillaba más allá de las copas de los árboles, y el nuevo día era como un camino de esperanza nublado por el dolor. Banron sentía la piel entumecida allí donde le había tocado el líquido del monstruo nocturno, y los golpes recibidos aún le pesaban; mas nada fue tan terrible como la visión de Anbina. Estaba ensangrentada, llena de heridas y muy quieta, como si durmiera apaciblemente, demasiado apacible. Banron se esforzó para arrodillarse sobre ella, y trató de despertarla, de comprobar si vivía. Un débil pulso le alivió el corazón, pero también lo puso sobre aviso.
   —Anbina, tú no… —balbuceó, conteniendo las lágrimas mientras le miraba el rostro ensangrentado. Estrechó una de las manos de ella entre las suyas—. No puedes morirte aquí, no me dejes solo…
   Lloró, y levantó el rostro al cielo, llevándolo después alrededor. Más allá estaba el árbol quemado, convertido ahora en un montón de cenizas negras, y cerca estaba la espada. Banron la tomó sin decirse nada a sí mismo, y la envainó para ponerse de pie, cojeando. Sabía lo que tenía que hacer.
   —Mientras aún me quede vida, tengo que intentarlo… Salvar a Anbina y a Eredhri. —Se ajustó el sombrero y miró a Anbina, acercándose a ella con intenciones de levantarla.
   Fue un esfuerzo grande para Banron en aquel estado, pero logró echársela a los hombros y caminar. Anduvo con paso torpe y lento durante un rato, tropezando, sudando, hiriéndose las rodillas con cada caída, llorando… Pero solo con las dos mujeres de su vida en el pensamiento. Moriría por ellas si era necesario.

   Las fuerzas le bastaron para recorrer una larga distancia, suficiente para que su corazón se regocijara con los límites del bosque. Más allá pudo ver al fin la pradera de Aire Verde, y con el corazón aliviado logró alcanzar la hierba fresca y dejarse caer. Depositó a Anbina en el suelo con sus últimas energías, y un mareo estuvo a punto de tumbarlo. No se había dado cuenta, pero la piel manchada por la extraña criatura ahora le escocía mucho, le quemaba. Pero aquello no era superior a su cansancio, y pronto se tendió de bruces sobre el suelo; aunque algo le inquietaba, una presencia le perturbó. Logró darse la vuelta para mirar al bosque, y entre los árboles descubrió una figura que los acechaba. Sin embargo, ya no tenía fuerzas para hacerle frente.
   —Hice todo lo que pude —murmuró, antes de cerrar los ojos. 

Comentarios

Entradas populares