VENTANA AL NORTE 14. VENCIDOS
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Mucho
les llevó saber dónde estaba el este, pues las copas de los árboles eran
frondosas y casi impedían que otro fuera el cielo dentro del bosque. Pero,
incluso después de hallar aquella dirección y ponerse en camino, Banron y
Anbina siguieron sintiéndose inquietos, incluso arrepentidos de haber
abandonado a los elfos con tanta presteza.
—Quizá habría sido mejor que nos hubiesen
llevado como prisioneros —dijo Banron en voz baja, creyendo que algo les
atacaría si hablaba demasiado alto—. Bueno, ¡no! A saber cuánto nos habrían
retenido, y lo largo que sería el viaje a la ciudad de los elfos.
—Ay, Banron. Eso habría sido muy malo, pero
esto tampoco es mejor. Al menos por el momento —dijo Anbina—. Tú corre, corre
cuanto puedas para ver si salimos del bosque antes de que llegue la noche
horrible.
Esto hizo que el temor se reavivara en el
corazón de Banron, y aunque miró a uno y a otro lado, aceleró el paso con
Anbina corriendo casi a su lado.
Sin embargo, a pesar de que Banron había
corrido mucho en las últimas semanas (sobre todo huyendo), su esfuerzo no fue
suficiente para escapar de la noche en Nísterhill. Pronto, la oscuridad lo
atrapó a él y a Anbina, y se hizo tan densa que en poco tiempo dejaron de ser
capaces de ver. Mas no querían rendirse aún, y siguieron avanzando tomados de
la mano, tanteando el aire para evitar los troncos de los árboles, pisando con
cuidado para no tropezar con raíces. Hasta que la desazón fue demasiado pesada
en ellos, y se detuvieron, sintiéndose desorientados.
Se buscaron sin decir ni una palabra, y
juntos bajaron hasta el suelo, sobre el que se sentaron junto al tronco de un
árbol. No sabían de qué especie era, no sabían si habrían perdido el este, no
sabían nada; ni siquiera si vivirían más allá de aquella noche. Aunque Banron
ya no parecía sentirse tan aterrado.
—Oh, querida mía, ¿hace cuánto que no
compartimos lecho? —dijo de pronto.
—No sé cuántos días han pasado desde que
dormimos por última vez en la casa —dijo ella, y luego suspiró—. ¿Cómo estará
ahora nuestra casa?
—No me refería a eso, no a solo dormir… ya
sabes. Y ahora estamos solos en la oscuridad, y nadie nos está viendo.
—¿Qué insinúas, Banron? —dijo ella,
disgustada—. Este no es buen lugar, ni buen momento. No, no y no. No aquí,
tratando de salir de este maldito bosque, buscando a nuestra hija… No después
de todo lo que he pasado. ¿Acaso lo has olvidado?
—Es que nunca me contaste lo que te hicieron
—dijo él—. ¿Fueron muchos los que te desnudaron? Tengo curiosidad por saber si
en algún momento sentiste gozo.
—¡Bah! —exclamó Anbina, incómoda y furiosa.
Apartó a Banron de un empujón y se levantó a tientas, aunque a punto estuvo de
perder el equilibrio—. Jamás creí que podrías decirme algo así. ¡¿Para eso
viniste a buscarme?!
Esperó una respuesta, pero solo recibió el
duro tacto de unos brazos que la rodearon por la espalda, apretándoselos contra
el cuerpo. Anbina gritó mientras se revolvía, mas todo esfuerzo parecía ser
inútil, y notaba que algo se revolvía en la tierra del suelo a sus pies.
Confusa por lo acontecido, comenzó a desesperar.
—¡Banron! ¿Qué broma es esta en la
oscuridad? ¡Banron! —gritó.
—¿Eh? ¿Qué? —dijo él, como si acabara de
despertar.
—¡Que me sueltes de una vez!
—¡Anbina! ¿Dónde estás? ¿Qué pasa? —dijo Banron, moviendo los brazos en
la oscuridad.
—¿No eres tú? ¡Algo me tiene atrapada! —dijo
ella, desesperándose aún más.
—Sí, soy yo, Anbina —dijo Banron, riendo.
—¡¿Cómo que yo?! —dijo el verdadero Banron—. ¿Quién está imitando
mi voz? ¿Dónde estás, maldito?
—Pero ¿hay dos Banron y ninguno me ayuda?
¿Qué está pasando? —dijo Anbina, revolviéndose en vano.
Y también en vano, Banron trató de liberarla
del duro abrazo que la tenía presa. Pero el desdichado campesino estaba
enfrentándose a una criatura de orígenes tenebrosos y cuyo aspecto se asemejaba
al de los árboles, y tenía voz propia a pesar de que era capaz de imitar la de
otros seres. Aguardaba oculto entre el resto de troncos para cazar, y si era
necesario atraía a sus presas con alguna de las artimañas de las que era capaz.
No obstante, Banron creía que se trataba de
un árbol encantado, y quizá era mejor así, pues de esta manera tuvo el valor
suficiente para sacar la espada y golpear el tronco en la oscuridad. De nada
sirvió, pero él asestó un tajo más y otro mientras Anbina seguía gritando y
pidiendo ayuda y la falsa voz de Banron decía cosas sin sentido y sin el
permiso de su verdadero amo.
—¡Suéltala de una vez! —exclamó Banron.
—¡Soy un inútil! ¡Adiós, Anbina, muérete!
—dijo su voz. Ella gritó con desespero.
—¡Yo no dije eso! Oh, ¿qué voy a hacer?
—dijo Banron.
—Déjame morir y huye, sálvate tú —dijo la
voz de Anbina, confundiendo a Banron.
—¡No, árbol encantado! ¡No me engañarás!
—gritó él. Y con fuerzas renovadas volvió a atacar.
Un destello cegó al propio Banron tras su
ataque, y vio con sorpresa en los ojos que el tronco ante él ardía. Ahora podía
distinguir los alrededores en la tenue oscuridad, y miró la hoja de su espada
por un momento; pero algo más exigió su atención. Había una sombra que se movía
más allá, y cuando le prestó atención, oyó que emitía un sonido similar al de
una puerta oxidad que chirría. Una llama voló hacia el ser arbóreo desde
aquella sombra, y Banron comprendió que su espada no había quemado al enemigo,
y que estaba en serios apuros.
En medio de aquella disputa entre seres
terribles, se percató de que Anbina yacía ahora en el suelo. Corrió hacia ella
mientras el árbol que la había retenido gritaba en una lengua muy extraña, y se
arrodilló a su lado y le palpó el rostro.
—¿Estás bien? Soy yo, no dije ninguna de
esas cosas malas —le dijo.
—Lo sé… Pero necesito tomar aire… ¡Ah! —dijo
como pudo, señalando detrás de Banron.
Él se dio la vuelta de inmediato, pero algo
fétido, duro y al mismo tiempo desagradable al tacto, lo empujó y lo hizo rodar
por el suelo negro del bosque. Banron se golpeó contra un árbol y quedó
aturdido, mas no tardó en levantarse en cuanto oyó a Anbina gritar con fuerza.
La sombra estaba inclinada sobre ella, y esto hizo que olvidara todo terror.
—¡Déjala en paz! —exclamó Banron, lanzándose
espada en mano.
Pero la criatura le arrebató la espada con
un manotazo raudo, y Banron no fue capaz de distinguir el golpe que vino
después. Este impactó con dureza en su estómago, y luego recibió otra sacudida
en el rostro; cayó casi sin conocimiento. Oía los gritos de Anbina mientras
trataba de aferrarse a la realidad, y en el corazón sentía arder el desespero como
un ave que trata de alzarse arrastrando una carga muy pesada. No era capaz de
cerrar los ojos pues su esposa lo necesitaba, pues su hija aguardaba más allá,
y si moría de aquella manera, la condenaría a perecer sin libertad.
—¡Anbina! —exclamó casi sin fuerzas.
Ella no respondió, pero Banron trató de
moverse por el suelo en busca de la espada. La encontró y aferró la empuñadura,
oyendo golpes y los gritos de Anbina, el sonido de su cuerpo arrastrándose por
el suelo. Tragó saliva y ocultó el dolor para ponerse de pie, aunque le era
difícil respirar. La sombra seguía allí, moviéndose con una figura abultada
sobre Anbina, chirriando y sacudiendo sus extremidades.
Banron gritó y se abalanzó sobre la
criatura, y recordando el golpe que había recibido antes, se agachó sin ver
venir ninguna amenaza, y logró acercarse al ser. Una especie de líquido
ardiente y correoso cayó sobre él, pero no fue suficiente para extinguir la
furia que impulsaba su espada, y esta cortó el aire y la gruesa piel del
enemigo. Banron siguió asestando tajos sin control ni maestría, gritando de ira
y dolor hasta que las fuerzas en sus piernas se desvanecieron y cayó de bruces
al suelo; pero el monstruo escapó a causa de las heridas que había recibido.
—An… Anbina —balbuceó Banron, arrastrándose
hacia ella.
Apenas fue capaz de posar una mano sobre
ella, sintiendo que aún respiraba, cuando la oscuridad se volvió demasiado
densa, más densa que la consciencia.
Cuando fue capaz de retomar la realidad, se
percató de que podía seguir viendo lo que le rodeaba, aunque el fuego que había
quemado a la criatura arbórea se había apagado. El Sol brillaba más allá de las
copas de los árboles, y el nuevo día era como un camino de esperanza nublado
por el dolor. Banron sentía la piel entumecida allí donde le había tocado el
líquido del monstruo nocturno, y los golpes recibidos aún le pesaban; mas nada
fue tan terrible como la visión de Anbina. Estaba ensangrentada, llena de
heridas y muy quieta, como si durmiera apaciblemente, demasiado apacible.
Banron se esforzó para arrodillarse sobre ella, y trató de despertarla, de
comprobar si vivía. Un débil pulso le alivió el corazón, pero también lo puso
sobre aviso.
—Anbina, tú no… —balbuceó, conteniendo las
lágrimas mientras le miraba el rostro ensangrentado. Estrechó una de las manos
de ella entre las suyas—. No puedes morirte aquí, no me dejes solo…
Lloró, y levantó el rostro al cielo,
llevándolo después alrededor. Más allá estaba el árbol quemado, convertido
ahora en un montón de cenizas negras, y cerca estaba la espada. Banron la tomó
sin decirse nada a sí mismo, y la envainó para ponerse de pie, cojeando. Sabía
lo que tenía que hacer.
—Mientras aún me quede vida, tengo que
intentarlo… Salvar a Anbina y a Eredhri. —Se ajustó el sombrero y miró a
Anbina, acercándose a ella con intenciones de levantarla.
Fue un esfuerzo grande para Banron en aquel
estado, pero logró echársela a los hombros y caminar. Anduvo con paso torpe y
lento durante un rato, tropezando, sudando, hiriéndose las rodillas con cada
caída, llorando… Pero solo con las dos mujeres de su vida en el pensamiento.
Moriría por ellas si era necesario.
Las fuerzas le bastaron para recorrer una
larga distancia, suficiente para que su corazón se regocijara con los límites
del bosque. Más allá pudo ver al fin la pradera de Aire Verde, y con el corazón
aliviado logró alcanzar la hierba fresca y dejarse caer. Depositó a Anbina en
el suelo con sus últimas energías, y un mareo estuvo a punto de tumbarlo. No se
había dado cuenta, pero la piel manchada por la extraña criatura ahora le
escocía mucho, le quemaba. Pero aquello no era superior a su cansancio, y
pronto se tendió de bruces sobre el suelo; aunque algo le inquietaba, una
presencia le perturbó. Logró darse la vuelta para mirar al bosque, y entre los
árboles descubrió una figura que los acechaba. Sin embargo, ya no tenía fuerzas
para hacerle frente.
—Hice todo lo que pude —murmuró, antes de
cerrar los ojos.
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