Nuestros mundos enfrentados, 7 - La luz del día muere


   Sostener una espada era más asombroso de lo que nunca había imaginado, a pesar de haberlo pintado tantas veces en su imaginación, a pesar de haberlo representado en tantas horas de juego ante una pantalla. Sus dedos se cerraron a la perfección alrededor de la empuñadura, el peso de la hoja la hacía cómoda. Y el escudo ajustado en su brazo izquierdo era ligero, y sin embargo tan amplio que ofrecía una buena protección. Báldor se sentía un guerrero de leyenda con aquellos pertrechos.
   —Vaya, ¿eres diestro? —le preguntó entonces Nialwen, sacándolo de sus pensamientos.
   —Sí, claro. ¿Por qué? —dijo él, apartando la mirada del acero por un instante.
   —Es una rareza. En Triaghara solo hay unos pocos diestros, entre ellos nuestra reina —dijo la herrera. Báldor se quedó pensativo un momento.
   —¡Es cierto! Ahora que lo recuerdo… Pero bueno, creo que no es momento de discutir sobre esto —dijo, sintiendo cierta inquietud—. Más allá hay una batalla.
   —Vayamos, pues. No creas que una fabricante de armas desconoce cómo usarlas —dijo Nialwen, desenvainando una espada que llevaba sujeta a su espalda.
   Y puso en marcha a su kasabo antes de que Báldor reaccionara y echara a correr hacia la lucha.

   El corazón se le agitaba con más fuerza a cada paso, y no era por la premura de su carrera. Jamás había matado a nadie, ¿en qué otra cosa podía pensar? Por mucho que en la ficción hubiera disparado, atropellado, golpeado, apuñalado, decapitado o torturado, en la realidad tenía otro sabor. Uno muy amargo que pronto invadiría su paladar, aunque al principio Báldor se resistió a dar el primer mordisco. Pues no pudo adentrarse en la lucha que ardía ahora a pocas yardas de él. Las piernas le temblaban, el sudor se apresuraba a escapar de su piel; hizo girar muchas veces la empuñadura de la espada con sus nerviosos dedos, mas no encontró ninguna solución. Allí delante, los habitantes de Sha’rin gritaban y peleaban, y morían o huían ante unos semejantes silenciosos. Y Báldor pronto se percató de algo.
   Porque sus aliados no eran capaces de abatir a los enemigos ni aunque les atravesaran el pecho con una hoja, y ni siquiera mutilarlos servía para detenerlos. Algo estaba mal, y quizá por todo lo que Báldor conocía sobre la ficción, dio enseguida con una posibilidad. «Deben estar muertos», pensó. «Habitantes de Tárgrea muertos por la oscuridad y controlados por Tulkhar, al igual que el bardo. Si es así, ninguna herida podrá detenerlos». Aferró la espada y el escudo, aún más inquieto. Pero siguió observando la batalla, indeciso, hasta que el temor por ver a los habitantes de Sha’rin masacrados fue demasiado poderoso en su interior. Pues, para colmo, nadie demostraba demasiada destreza con las armas, y los golpes que propinaban eran siempre muy abiertos e imprecisos debido al uso de las hojas para demostraciones elegantes. En cambio, los muertos demostraban una ferocidad impropia a los habitantes de aquel mundo, y Báldor se la achacó al control del dios maligno. Tragó saliva.
   De pronto llamaron su atención unas figuras que corrían encorvadas, arrastrando a alguien a través de una calle cercana. Eran dos aliados, desconocidos para Báldor, que sujetaban a un sangrante Árantar desarmado. El rey tenía los ojos cerrados y los ropajes manchados de rojo, el mismo color que manaba de entre sus labios. Báldor se sintió descorazonado y furioso consigo mismo. «El rey se lanzó a luchar por su pueblo, sin saber pelear de verdad. Y yo… ¿Ha muerto? ¿Qué pasará si morimos todos? ¡Mierda! Se supone que vine a este mundo a ayudar». Miró hacia delante una vez más y apartó a un lado todos sus pensamientos, echando a correr. El corazón le rogaba que se diera la vuelta, pero las llamas que ardían en su interior quemaban con demasiada insistencia.

   De esta manera, arrastrado por unos instintos que pocas veces en combate había experimentado, se enfrentó al primer enemigo. Lo tomó por sorpresa, ocupado con un habitante de Sha’rin, y le enterró la espada en el cráneo pues pensaba que debían ser heridos ahí. El sonido de la hoja atravesando carne y hueso fue algo que más tarde recordaría para siempre, no obstante, en aquel momento gritó:
   —¡A la cabeza! ¡Debéis herirlos en la cabeza!
   Nadie respondió, pero él siguió gritando mientras corría de un lado a otro, enfrentando a los invasores. Con la mano izquierda interponía el escudo ante las amenazas, con la derecha asestaba golpeas raudos y desesperados. Los enemigos no poseían demasiada inteligencia, mas eran feroces y el temor no habitaba en ellos, aunque el de Báldor estaba aletargado bajo aquel frenesí de ira y frustración. Así pues, continuó luchando y gritando de una manera muy diferente a la mostrada por los habitantes de Sha’rin, y muchos lo vieron y sintieron que entendían al fin cómo debían tomar una batalla.
   Esta se prolongó por largo rato, muchos minutos en los que los ánimos de Báldor se enfriaron. Había perdido la cuenta de los enemigos a los que había hecho caer, y no quería recordarlo. Ahora disponía de tiempo para un breve descanso, pero los gritos seguían sonando a su alrededor junto a los llantos del metal. Miró a un lado y a otro, alerta, y vio cuerpos tirados en cada esquina, y la hoja de su espada estaba manchada de rojo. Apartó los ojos enseguida con desagrado, pues ver tanta sangre comenzó a revolverle por dentro. Tratando de alejar sus sentidos de aquello, avanzó entre las desordenadas casas en busca de alguien que necesitase ayuda. Fue así que se encontró con Syrinjari poco después.
   —¡Báldor! —le dijo ella. La muchacha no estaba herida y llevaba apoyado en un hombro el gran poste que había estado usando—. Parece que hubieras visto una bestia terrible. ¿Te encuentras bien? Estás herido.
   —No —respondió, sorprendido, pues no se había dado cuenta de los cortes que tenía—. No estoy acostumbrado a estas cosas, me siento mal.
   —Nadie debería acostumbrarse nunca a cosas como la guerra —dijo Syrinjari, apenada—. Descansa. Has hecho mucho hoy. Pude oírte gritar hace un rato, y la batalla va bien. Los invasores no son tantos como parecía.
   —Aún no estoy cansado —dijo Báldor, irguiéndose con dificultad—. Debo seguir luchando. Para eso me trajo Garadon. —Syrinjari sonrió.
   —Vamos, luchemos juntos entonces.
   Y los dos avanzaron hacia la refriega más cercana, y pelearon con menos fiereza, pero con más certeza. Hasta que la batalla concluyó.  

   Muchas fueron las pérdidas sufridas por Sha’rin, para lo que en verdad fue una escaramuza. El rey Árantar no sobrevivió a sus heridas, y yacía ante el umbral de su morada y bajo los ojos de su pueblo. Báldor estaba allí, mas no observó pena alguna en los vecinos, y pensó que se debía al cansancio y al temor que aún debía atormentar sus corazones.
   En las horas que siguieron no hubo descanso. Báldor se reunió con Syrinjari y el Señor gris (a quien cuestionó en el pensamiento su actuación en la lucha) y ayudaron a recoger los cuerpos y reunirlos ante una gran casa, la primera con puerta que había visto Báldor desde su llegada a Tárgrea. Allí dentro tendría lugar un extraño ritual, pues según dijeron los habitantes de Sha’rin, a los muertos se los sentaba en sillas o se les ponía objetos en las manos, representando actividades cotidianas, porque así se mantendrían vivos incluso después de la muerte. Aun así, Báldor no quiso participar en la colocación de los cadáveres.
   —Pero, ¿qué sucede después con todos esos cuerpos? Esa casa debe estar llena de huesos —le dijo a Syrinjari. Pero ella no respondió.
   —Garadon se lleva esos huesos —dijo Nialwen, quien había sobrevivido y escuchó a Báldor ahora. Él se mostró incrédulo—. Mira si no al interior. La casa está vacía.  
   Báldor reunió coraje para asomarse al edificio mientras los habitantes de Sha’rin cargaban a los caídos, y vio que en verdad no había ningún otro cuerpo ahí dentro.
   —Una vez se cierra la puerta, Garadon obra sin que lo veamos —dijo la herrera.
   —¿Qué es de los cuerpos después? —preguntó Báldor.
   —Quién sabe. Unos dicen que sirven de cimientos para alzar nuevas tierras. Otros, que son llevados a un nuevo mundo. Quizá sean ambas cosas —dijo Nialwen, mirando el ritual con sus claros ojos—. Pero, en esta ocasión, es seguro que habrá muchos cuerpos. Los enemigos también serán puestos ahí dentro.
   —¿Los enemigos? ¿No sería mejor quemarlos? —dijo Báldor con desagrado.
   —Esas personas eran habitantes de Tárgrea, Báldor —dijo entonces Syrinjari.
   —Así es, y quienes lucharon contra ellos no lo han olvidado —dijo Nialwen, y suspiró—. Debo regresar a Triaghara. La reina Amarial debe conocer lo acontecido y presentarse en la fiesta que pronto será celebrada.
   Báldor se sintió confuso, pero más tarde supo que los funerales en Triaghara estaban colmados de alegría, música y comida, porque lo último que debían oír los muertos era felicidad, y no tristeza; cada uno guardaría este sentimiento en su interior. La fiesta se celebraría en torno a la casa de los caídos, tras un descanso y la llegada de la reina de Triaghara y quienes quisieran acompañarla.

   La mayoría de personas se retiró a descansar poco después, y cuando por fin Báldor reposó, el horror de todas las cosas que había presenciado aprovechó esa debilidad y se apoderó de su mente. Apenas pudo dormir, pensando en la sangre y las heridas, en los muertos y las espadas clavándose en los cuerpos con ese sonido tan diferente al que había escuchado en televisión. Las batallas no le parecían ahora tan emocionantes como lo eran cuando estaba sentado ante una pantalla.
   Pero la falta de sueño no impidió que le abordara la preocupación en el día siguiente, cuando se reunió con sus compañeros en la casa del rey. Debían discutir una de las tantas cosas en las que Báldor había pensado durante las horas de descanso: qué hacer a continuación.
   —Debemos ir a Gál-adartir —dijo Syrinjari.
   —Pero no podemos dejar Sha’rin indefensa. Ni a las otras ciudades —dijo Báldor—. Si nos vamos, será un desastre.
   —Eso es lo que quiere Tulkhar —dijo el Señor gris.
   —Que no seamos capaces de decidir y que nos quedemos aquí, ¿no es cierto? —dijo el otro.
   —Eso es.
   —Pues no podemos permitir que ocurra lo que él desea —dijo la muchacha—. Garadon dijo que debemos ir a esa ciudad.
   —Bueno, pues podríamos dividirnos y que fuera uno solo —dijo Báldor.
   —No. Debemos ir los tres —replicó ella.
   —Entonces dejaremos a esta gente a su suerte —dijo el Señor gris—. A mí no me importa.
   —Pero serían arrasados si volvieran a atacarlos. No están preparados para defenderse, aunque yo no sea un gran experto —dijo Báldor. Syrinjari suspiró.
   —No disponemos de tiempo para que se preparen. Debemos ir cuanto antes —dijo—. Quién sabe cuánto soportará Gál-adartir.
   —Bien, ¿dejamos a todas estas gentes a su suerte, pues? —le preguntó Báldor, mirándola a los ojos azules. Pero ella no respondió—. ¡No es una decisión fácil!
   —Para mí sí —dijo el Señor gris.
   —¡Bah! Creo que será mejor esperar, al menos hasta después de la fiesta. Así también podremos hablar con la reina Amarial —dijo Báldor.
   Syrinjari cruzó los brazos y el Señor gris se encogió de hombros, pero como ninguno dijo nada, Báldor se dio la vuelta y los dejó allí. No se refugió en su tienda de telas porque se encontraba demasiado cerca del castillo, y necesitaba alejarse de él.

   La fiesta se celebró dos días después. En ella hubo música, como se esperaba, y frutas, verduras y algunas piezas de carne dulce que se sirvieron en manteles puestos sobre el suelo. La reina Amarial danzó ante la casa de los muertos, y los instrumentos llenaron Sha’rin de sonidos dulces que despertaron sonrisas en los rostros de cada persona. No parecía que hubiera habido una batalla poco antes, y Báldor pensó que aquello quizá no fuese un funeral tan descabellado, sobre todo cuando imaginó a los muertos con vasos en las manos, sentados o apoyados sobre alguna mesa.
   El Señor gris, que se había alejado de toda aquella algarabía, llegó entonces caminando despacio y se acercó a Báldor.
   —Se aproxima una hueste desde el norte —le dijo.
   —¿Qué? —dijo Báldor, buscando la espada. Pero la había dejado en la tienda—. Debemos alertarlos. Qué desastre, justo ahora…
   —No son enemigos —dijo el otro.
   —¿Cómo que no?
   —No. Se alegran de llegar aquí.
   Báldor suspiró, negando con la cabeza, y de todas maneras fue en busca de su arma. Luego corrió hacia el norte de la ciudad, dejando a Syrinjari atrás, pues la muchacha también danzaba junto a la reina y otras personas. El Señor gris fue su único acompañante.

   Con él al lado, presenció la llegada de cientos de personas. Muchas caminaban mientras otras cabalgaban kasabos, y Báldor no se sintió tranquilo.
   —¿De verdad no son hostiles? —le preguntó al Señor gris.
   —No lo son. Llevan días viajando.
   Báldor tuvo que esperar a que se acercaran para saber más, pues como siempre, su compañero no estaba dispuesto a hablar demasiado. Y cuando aquellas gentes se encontraron a pocas yardas de Sha’rin, un jinete se adelantó.
   —Extraño es vuestro compañero —dijo, mirando a Báldor y luego al Señor gris—. Debéis ser sin duda aquellos venidos de otro mundo.
   —Sí, lo somos —dijo Báldor—. ¿Qué sucede?
   —Traemos un mensaje de Garadon para vosotros: partid hacia a Gál-adartir sin dilación, pues no debéis preocuparos por la seguridad de las ciudades del sur —dijo el hombre, de cabellos y barba rubios, y ojos rasgados—. Es un mensaje que traemos con pesar y poca esperanza.
   —No debemos hablar de eso —dijo otro jinete, adelantándose al numeroso grupo.
   —¿Por qué no? ¿Por qué habríamos de callar el precio de estas palabras? ¿Acaso no son caras las ciudades que ahora yacen bajo la sombra? Ciudades que hace unos días resplandecían con una luz ahora disminuida —dijo el de antes, y se volvió a Báldor—. Garadon ha cedido gran parte del mundo iluminado para que sus gentes refuercen las ciudades meridionales. Ahora no debe preocuparos que caigan.
   —¿Qué… qué quieres decir? —dijo Báldor, incrédulo.
   —Ha sacrificado una parte del mundo para que nosotros podamos avanzar —dijo el Señor gris, resumiendo tantas palabras.
   —Ya veo —dijo Báldor, asombrado.
   Y miró a todas aquellas personas cansadas, sintiéndose agotado él también, y apenado por el sacrificio de Garadon y de todas aquellas gentes. El viaje era ahora inminente, y por cientos de millas habría de atravesar la oscuridad.
Fuente imagen: http://miriadna.com/preview/red,-very-red-sunset

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