Nuestros mundos enfrentados, 6 - La rosa de Sha'rin



   Quizá porque sentía la premura de Báldor, el kasabo corrió con una ligereza inesperada en su rápido paso. El Señor gris apenas se bamboleaba, y su compañero pudo centrarse en observar los alrededores por si el bardo aparecía una vez más. Pero no fue así. De cualquier manera, Báldor no quiso cerrar los ojos ni cuando tuvo que detener a la montura para darle descanso. Y a pesar de que a él le dolían y deseaba dormir incluso bajo la luz, permaneció despierto y alerta, observando el cuerpo inmóvil del Señor gris y los alrededores. «No mueras», pensó, mirándolo. Aunque apartó la vista enseguida, pues verlo con la boca entreabierta le produjo grima.
   Y cuando, tras muchas y tortuosas horas de pasear, ejercitarse y pensar para mantenerse despierto, se acercó al Señor gris para subirlo una vez más al kasabo, ya recuperado, sintió que la piel se le había enfriado. Preocupado, volvió a dejarlo en el suelo y lo zarandeó, llamándolo.
   —Despierta… tú —dijo, sin mirarlo al rostro—. ¿Sigues vivo?
   Ante la falta de una respuesta, Báldor se irguió, frustrado. Pateó un arbusto y miró hacia el este, creyendo que una forma oscura y extensa se revelaba ahora en lontananza. Corrió hasta la loma más cercana, y desde su altura distinguió que aquello se trataba de una ciudad. Debía de ser Sha’rin, desvelada por la niebla.
   —No te mueras ahora que estamos cerca —dijo, volviéndose hacia el Señor gris. «No quiero tener que llevar un cadáver», pensó.
   Pero ni siquiera su pensamiento tuvo una respuesta, y ahora un tanto molesto, cargó el cuerpo de su compañero sobre el kasabo y él también montó. El animal lo miró un instante y luego reemprendió la marcha, a paso lento y pesado.  

   No obstante, la montura aún no había recobrado todas sus energías, y llegar a Sha’rin requirió por ello más tiempo del que Báldor había esperado. Y deseado, pues el cansancio le apretó los ojos y le debilitó más el cuerpo, y tuvo que deshacerse de la tentación de dormir para mantenerse alerta y vigilar al Señor gris. Después de semejante viaje, cuando por fin pudo ver a uno de los vigilantes de la nueva ciudad, no quiso más que dejarse caer sobre el suelo verde y entregarse al sueño. Pero resistió.
   —¡Ayuda! —exclamó en cuanto estuvo a poca distancia de aquel guerrero, un hombre bajo con una espada corta y dorada—. Mi compañero está muy herido. No sé si aún vive.
   —¿Quiénes sois? —dijo el hombre, mirándolos—. Ah, debéis ser de otros mundos, como Syrinjari. Se nos había advertido sobre vuestra llegada. Venid, pues. Quizá haya una esperanza para tu extraño amigo.  
   —Eso espero —dijo de pronto el Señor gris sin moverse. Báldor se sobresaltó.
   —Estás despierto —dijo, mirándolo.
   —Nunca he dormido.
   —Entonces, ¿me has estado escuchando todo el tiempo? —Como respuesta, los hombros del Señor gris temblaron de manera casi imperceptible en una debilitada risa. Báldor lo insultó en el pensamiento, pero llevó al kasabo hacia Sha’rin—.  No sé para qué me he mantenido tantas horas despierto.
   —Hiciste bien. No puedo moverme —dijo el Señor gris, y Báldor se tranquilizó un poco y siguió al soldado.

   La ciudad era muy similar a Triaghara, y Báldor fue llevado entre incontables y desordenadas casas hasta llegar a la del rey. El edificio estaba construido con bloques simples y tenía una pequeña torre, sin embargo, había en lo más alto una rara estructura compuesta por palos de madera y ramas, semejantes a una tienda de campaña. Báldor no le prestó mucha atención hasta que su escolta miró hacia arriba y llamó. Como respuesta al grito, una cara pálida asomó por un hueco del pequeño refugio.
   Poco después salió una muchacha de corta estatura pero de mucha agilidad, pues descendió con presteza y sin dañarse hasta situarse ante los recién llegados. Báldor pudo verla bien entonces, y se percató enseguida de que era muy opuesta a lo que a él le resultaba hermoso en una doncella. Pues además de baja, era delgada y rubia, y de ojos tan claros que casi parecían blancos; como su pálida piel, se diría. Pero lo más extravagante eran sus vestimentas, compuestas por piezas de distinto color: una camisa verde y de mangas azules, un corto pantalón naranja sujeto por un cinturón dorado, cubriendo unas calzas rosadas; una de las botas era marrón y la otra roja, y su cuello estaba abrazado por una gargantilla de tela negra. Su nombre era Syrinjari.
   —¿Quiénes son estos? —preguntó, mirando al Señor gris y a Báldor—. ¡No son de este mundo! —añadió con alegría.
   —No, y este —dijo el soldado, y señaló a Báldor— dice que su amigo tiene problemas.
   —Sí. Tulkhar atacó su mente, o algo así. Lo cierto es que no me ha dicho nada. Solo que le duele —dijo Báldor, sorprendido por el parecido que Syrinjari tenía con los humanos, para ser de otro mundo.
   —Está bien. Si solo es un dolor de cabeza, creo que puedo sanarlo —dijo ella, mirando al Señor gris con un extraño y raudo movimiento de cabeza.
   Entonces tomó las riendas del kasabo que cargaba al compañero de Báldor y lo condujo hacia el edificio donde vivía el rey. Entraron, y Báldor los siguió.

   El interior de aquel humilde palacio era muy simple, quizá un poco más que el de la reina Amarial. Allí, sentado al fondo, vieron al rey Árantar, y Báldor fue raudo en mostrarle el dedo intermedio de una mano, al igual que Syrinjari. El monarca les devolvió el saludo mientras se levantaba de su asiento de piedra. «Nunca me acostumbraré a esto», pensó Báldor, conteniendo la risa.
   —Señor. Debo pediros una habitación para tratar a este enfermo —le dijo Syrinjari al rey—. Proviene de otro mundo, al igual que yo y este otro compañero. —Árantar miró a Báldor y luego a la muchacha.
   —Utilizad mi habitación, si lo deseáis —dijo, señalando a su derecha—. Tumbadlo en el colchón si necesita reposo.
   —Os lo agradezco, señor —dijo Syrinjari, y llevó al Señor gris al cuarto del rey, sin hacerlo bajar del kasabo.
   Báldor se quedó allí, sintiéndose un tanto perdido, y muy cansado.
   —¿Cuál es vuestra procedencia, noble guerrero? —dijo de pronto el rey.
   —¿Qué, yo? Eh… Provengo de la Tierra, supongo. Majestad —dijo Báldor, tratando de recobrar la compostura—. No obstante, un día atrás estuve en Triaghara, donde conocía a vuestra esposa, la reina.  
   —Espero que os haya tratado de una justa manera —dijo Árantar.
   —Así es. Me otorgó unas árniclas que Garadon le había entregado —dijo Báldor. Sentía curiosidad por saber cómo era que un rey y una reina vivían separados, gobernando dos ciudades, pero creyó que no era el momento adecuado para hablar de ese tema—. Señor, creo que, si ningún mensajero ha llegado a vosotros en estos días, debo ser yo quien os entregue ciertas nuevas.
   —Adelante, hablad, pues ningún mensajero ha venido desde hace varias semanas —dijo el rey, y le ofreció un asiento a Báldor.
   La piedra no era cómoda, pero Báldor le habló a aquel joven rey de cabellos negros y barba, de ropas simples y mirada atenta, y le contó lo sucedido respecto al bardo y sus sospechas sobre las huestes manipuladas por el enemigo. También le habló de las defensas que había planeado junto a Nialwen, y Árantar asintió, interesado en lo que escuchaba.
   —Temo por nosotros —dijo el rey, levantándose—. Ociosas han permanecido nuestras herrerías, y no se ha levantado más piedra que la necesaria para reparar algún desperfecto. Debo dar vuestro mensaje a las gentes de Sha’rin.
   —¿Puedo ayudaros en algo, señor? —preguntó Báldor.
   —No por el momento. Permitid que os abandone ahora, pues me empuja la premura. Aguardad aquí, os lo ruego.
   —Así haré —dijo Báldor, levantando el dedo central de su mano.

   El rey Árantar salió con presteza del edificio y Báldor pronto encontró silencio, y pensó en dormir. Entonces miró al umbral de la habitación donde habían entrado Syrinjari y el Señor gris, y decidió primero ir a ver cómo se encontraba su compañero. Cuando se asomó, vio una escena extraña: el extraterrestre yacía sobre el humilde colchón del rey, con los ojos cerrados y varios pétalos blancos esparcidos sobre su cuerpo. La muchacha estaba al pie de la cama, subida en un taburete, y el kasabo se había tumbado en una esquina.
   —Oh, se recuperará —dijo Syrinjari cuando vio a Báldor—. Estaba… mirándolo desde otra perspectiva.
   —Ya veo —dijo Báldor, confuso—. Bueno, iré en busca de un rincón donde dormir. El rey salió a entregar un mensaje a las gentes de Sha’rin, así que volverá en un rato.
   —¿Qué ha ocurrido? Si no te importa decírmelo antes de dormir. Tengo curiosidad —dijo Syrinjari.
   Báldor cerró los ojos por un segundo antes de contar una vez más toda la historia, de la manera más breve posible.
   —Ya veo, entonces estamos en peligro —dijo Syrinjari, mirando al dormido (o no) Señor gris—. Garadon me dijo algo que vosotros no sabéis, creo. Pero dejaré que descanses antes que darte algo más en lo que pensar.
   —Me parece bien —dijo Báldor, ya incluso encorvado por el sueño—. Pero cuidado, pues ese de ahí es capaz de leer los pensamientos —señaló al Señor gris. «Capullo», pensó, deseando que lo escuchara.
   —No importa, no tengo nada que ocultar —dijo la muchacha, con una extraña risa.
   Báldor se encogió de hombros y salió, pero no halló más que una cocina y un cuarto de aseo, lugares donde se negó a dejarse caer. Por tanto, regresó al asiento en el que había conversado con Árantar, y a sus pies se tumbó.

   Despertó más tarde, mucho más tarde de lo que había esperado, pues el rey Árantar ya había regresado y le había permitido seguir durmiendo. Báldor se sentó, dejando en el suelo la almohada que le habían puesto bajo la cabeza, y caminó en busca de un rumbo para aquella jornada. Sin embargo, el Señor gris aún yacía en la cama del gobernador de Sha’rin, con los pétalos encima, y Árantar dormía en un rincón de la misma habitación.
   Báldor salió del edificio, encontrándose con un silencioso día, y se preguntó si las nuevas que le había transmitido a Árantar habrían sido tomadas en cuenta, si los fuegos de la fragua se habrían mantenido ardientes y sin descanso desde aquel momento. «Sería lo mejor. Quién sabe lo que puede pasar», pensó. Y allí se quedó, pensando en otras cuestiones y recordando su mundo y a los que en él habían quedado.
   —¡Adiós! —dijo entonces una voz, interrumpiendo a la de su pensamiento. Báldor levantó la mirada y vio que Syrinjari estaba asomada otra vez desde la construcción de madera sobre la casa del rey.
   —Adiós —dijo él.
   —Al fin despiertas. Dormiste mucho, ¿eh? —dijo, y descendió y caminó hacia él—. Tu amigo se pondrá bien.
   —Bien, eso es bueno, aunque no lo considere un amigo. Al menos por el momento —dijo Báldor.
   —Te comprendo —dijo Syrinjari, mirando hacia las casas de la ciudad—. Ha pasado muy poco tiempo, supongo. No es fácil otorgar una amistad a alguien.
   —No, no lo es —dijo Báldor, sintiéndose de acuerdo. Dejó que pasaran unos segundos de silencio—. ¿Y qué era eso que Garadon solo te dijo a ti? 
   —Garadon me dijo que debía esperaros, y entonces partir hacia Gál-adartir —dijo Syrinjari.
   —E imagino que allí encontraremos a alguien que nos dirá que debemos viajar a otro lugar —dijo Báldor, suspirando.
   —No estoy segura de eso, pues Gál-adartir se encuentra muy lejos. En la noche. —Báldor la miró.
   —¿Cómo que en la noche? —preguntó, inquieto.
   —Sí. Garadon me dijo que está rodeada de oscuridad, pues no debe caer en manos de Tulkhar. Protege algo de vital importancia. Y Garadon, con sus propias fuerzas, se encarga de mantenerla aislada del poder de ese malhechor, y le supone un gran esfuerzo. Pero no me reveló qué se encuentra entre esos muros.
   —Típico —dijo Báldor, un tanto molesto.
   —Bueno, yo creo que debemos ir, de todas maneras —le dijo Syrinjari—. El pobre Garadon hace todo lo que puede para proteger su mundo y a quienes lo habitan.
   A Báldor le hizo gracia que se dirigiera a un dios con el epíteto «pobre».
   —En cualquiera caso, debemos aguardar hasta que el Señor gris se recupere —dijo Báldor, aunque seguía inquieto.
   —Así es, pues debemos partir los tres. Pero, ¿es ese su nombre? —le preguntó la muchacha, sonriendo.
   —No, pero dice que no tiene nombre, así que empecé a llamarlo así. No es muy original, pero…
   Y siguió hablando con Syrinjari durante un rato, aunque poco después se separaron y cada uno dedicó su tiempo a distintos quehaceres.

   Pasaron algunos días en los que la recuperación del Señor gris y la preparación de la partida fueron las principales preocupaciones de los viajeros; Báldor vivió en una estrecha tienda de campaña mientras tanto. Sin embargo, a los habitantes de Sha’rin les inquietaban otras vicisitudes. Habían comenzado la presurosa construcción de un muro que cercara la ciudad, primero con afilados palos y tablas de madera, luego con bloques de piedra; también, las armas salían constantemente de la fragua, mostrando múltiples formas, y se repartían entre los temerosos vecinos, que esperaban no tener que usarlas más que para demostraciones inofensivas. No obstante, su deseo no sería escuchado.
   Pues, cuatro días después de la llegada de Báldor y el Señor gris, alguien más se aproximó a la ciudad. Llegó un bardo, cantando en alto y con una voz grave y profunda como el trueno, cuyo eco parecía remover el aire con sus negras palabras y provocar un asfixiante calor. Muchos se taparon los oídos ante los desesperanzadores versos que escuchaban, pues hablaban de sangre y sufrimiento, de muerte, esclavitud y tinieblas. Fueron pocos los que resistieron. Entre ellos, Báldor, un recuperado Señor gris y Syrinjari, junto al rey Árantar y algunos valientes compañeros. Todos juntos fueron al encuentro del bardo, cuyo canto resonaba desde el norte de Sha’rin.
   Sin embargo, cuando llegaron allí, escucharon otras voces, no tan negras pero sí terribles: los sonidos de una batalla. Porque el bardo no había ido en soledad a Sha’rin, y una hueste le acompañaba. Desde donde se encontraban, pudieron ver la agitación entre las casas desordenadas, y los soldados y los aldeanos peleaban y caían sin vida, y quienes luchaban contra ellos no eran otra cosa que sus semejantes. Parientes de ciudades y pueblos lejanos, ya devorados por la oscuridad. O así pensó Báldor; de poco habían servido las empalizadas de piedra y madera.
   —Tus palabras se han cumplido —le dijo entonces el rey mientras desenvainaba su espada, de hoja curva—. Debo defender a mi pueblo. ¡No permitiré que caiga, por la luz de Garadon!  
  —Esperad, señor —dijo Báldor, en vano. Árantar se lanzó a la batalla, gritando, y quienes le acompañaban lo siguieron con el mismo fervor.
   —Temes estar desarmado —le dijo el Señor gris, contemplando la batalla.
   —Es que no quedan armas para mí —dijo Báldor—. Iré a la forja por si…
   —No te preocupes, haremos lo que podamos —dijo Syrinjari—. Sí, ve a la forja. Quizá allí encuentres algo.
   Ella corrió hacia una pila de postes de madera cercana, y tomó uno de tal manera que sorprendió a Báldor, pues en sus pequeñas manos parecía que aquel objeto no tenía peso alguno. El Señor gris echó a caminar hacia la contienda.

   Báldor se dio la vuelta, evitando pensar para que su compañero no escuchara su cobardía, y corrió hacia la forja. Halló los fuegos apagados y a nadie en su interior, y ningún arma aguardaba por él. Desesperado, resolvió acercarse al lugar de la lucha y tomar la hoja de algún desafortunado caído, si lograba que ningún enemigo consiguiera alcanzarle. «Debo hacer lo que pueda por estas gentes y por este mundo», pensó, tomando aire. Entonces echó a correr.
   Pero aún no había avanzado muchos pasos cuando advirtió una figura montada en kasabo que se aproximaba a él desde el oeste. Alarmado, se detuvo y alzó los puños como tantas veces había hecho para luchar con las manos vacías. Mas no debía temer, pues pronto descubrió que el jinete era Nialwen. Y la miró, sorprendido.
   —He tardado más de lo que una herrera como yo debería demorarse, pero traigo la espada que me habías encargado. Y ese escudo. De no ser por la voz de Garadon, que me alertó, aún seguiría en la forja dando forma a algunos grabados.
   —Gracias —dijo Báldor, aliviado, incluso emocionado por la intervención del dios y por la visión de las armas que había pedido. El destello del acero atravesó su corazón con llamas de esperanza, y consumieron todo temor.

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