CHOCACÍHUALT, LA LLORONA. TRAS LA CORTINA ROJA.
![]() |
Mural "Una tarde dominical en la Alameda Central" de Diego Rivera. Imagen extraída de: cdmxtravel.com |
“Esta
historia está basada en un cuento del folclore mexicano, La
llorona”.
Pablo
César Quintana, natural de Ciudad de México,
llegó a Barcelona con su padre, Augusto Quintana, a la edad de cinco
años. Su padre era un hombre culto, profesor de literatura, que por
desgracia nunca hablaba demasiado y jamás del pasado. Algo que César
ni entendió ni perdonó del todo. Aún así era su padre.
Él, si abrazó su cultura en secreto, sobre todo los mitos y
leyendas y ese desaforado amor por la familia que tanto admiraba.
Augusto
se retiró -en
opinión de su hijo- mucho antes de su verdadera vejez a la
Residencia Puxet, en las afueras. Tomó esa decisión solo como el
resto de las que tomó en su vida. Y César aceptó, y preguntó de
nuevo por su madre pero no obtuvo otra respuesta que: -El viaje era
necesario hijo. Por
su parte, César si investigó, pero también se abrió a una ciudad
cosmopolita. Estudió
en
la Universidad
de cine de Barcelona. FX Animation. Su gran sensibilidad le llevó
por la senda del diálogo y se especializó en guiones. Se leía en
ellos su gran profundidad. Y bueno, César era un chico moreno y bien
parecido, pero raras veces sacaba sus ojos de los libros.
Esa tarde conducía para ir a ver a su
padre. El campo lo acompañaba y él no pudo evitar pensar en Violeta
Gaviria, era un fantasma en su mente, de casi treinta años ya. Su
madre era un misterio, y su familia. César no se esperaba lo que
después viviría.
Entró por el jardín, pues era allí
donde iba a leer Augusto. Al verlo se sorprendió un poco, tenía
mala cara, como si hubiera envejecido diez años desde la vez pasada.
Era algo que también pasaba cuando recordaba a Violeta.
-César hijo, ¿cómo te va?,
¿escribiste algo nuevo?
-Estoy en ello papá. No te veo buena
cara.
-Es la edad, que no perdona…
-Y bueno ¿qué era eso que tenías
para mí?
-Ay, muchacho curioso, mira aquí
está.
Era una postal. En ella se veía una
hacienda mexicana. César la cogió y le dio la vuelta.
Av. Hacienda de Enmedio 1, Adriana Luna de la Cruz
Ex Hacienda de Enmedio,
54172 Ciudad de México, César, es hora de que vuelvas a casa.
CDMX, México.
Miró
a su padre que le acercaba un sobre con unos pasajes, con cara de
asombro, como
atontado, intentando dejar salir una ira que no sentía. Porque en su
cabeza ya había comenzado el viaje. Miraba
la postal como un tesoro mientras
su padre le explicaba que en realidad, esperaban a su madre en
Barcelona pero ella nunca dejó México. Y que estaba previsto que él
volviera al ser adulto. Asentía a las palabras de Augusto pero
escuchó la mitad. Se despidió vagamente y le dio las gracias, se
fue como un
tornado
a su casa.
Llegó el día y tras el largo viaje
llegó sin problemas a la Hacienda de San Pablo de Enmedio en Cuidad
de México. Era un gran caserón con varias alas, rodeado de jardines
y de patios un lugar extremadamente bello. Le condujeron a la parte
izquierda, que al parecer usaban su familia y el servicio. En
realidad se dedicaban a celebrar eventos.
Una
nueva vida para una vieja hacienda, sonrió César. La
zona donde se iba a quedar parecía la más antigua. Era señorial y
a la vez colorida, no sabía describirla, acogedora.
Le
llevaron a una sala cerca de la cocina, una salita pequeña con
salida a un patio donde había una fuente. César se esperaba a una
señora como en
alguna
novela que había visto, “la gran dueña”, pero en una mecedora,
leyendo un libro, había una anciana. Tenía el pelo recogido en
trenzas y llevaba un huipil blanco con bordados celestes, su
piel trigueña y marchita parecía del papel de las páginas que
ojeaba.
Miró
con ojos profundos, como profundas eran sus arrugas,
y se le iluminó la mirada.
-Pero que bueno que viniste mijo, ya
te estaba esperando, no te veo desde chamaco.
-Buenas
tardes, dijo César, soy…
-Ay, pero claro Pablito César eres mi
nieto, venga acá y bese a su abuela.
Se dieron un abrazo y César se sintió
contrariado pero en casa, la sensación era extraña. Hablaron toda
la tarde de su infancia y de su partida. Y mamá Adriana desveló el
misterio del porqué Valentina nunca abandonó México. Enfermó,
después de la muerte de su hermanita Luna. Y a su padre le salió un
trabajo, así que decidieron mandarlo lejos. Una historia con muchas
lagunas, sobre todo que tuvo hermana. César vio por fin a su madre
en una foto. Y sus cenizas en una tinaja de barro. Mamá Adriana
tenía una especie de altar familiar con las fotos de la familia. Eso
era tradición allá.
A
última hora de la tarde se atrevió a preguntar como había muerto
su hermanita. Mamá
Adriana le contó una historia que ella misma creía y aún más su
madre. Una
leyenda que César conocía de oídas. Y que relató a su abuela.
Hablaba de una mujer que había perdido a sus hijos y de noche vagaba
llamándolos, se decía que si un bebé nacía en una familia y ella
lo sabía, aparecía el tercer día y tocaba en tu puerta, si le
abrías le estabas entregando el alma del bebé. Adriana
sonrió ante su
tono solemne. Movió la cabeza a ambos lados.
-¿Tu conoces la imagen de la Catrina
mijo?
-Si claro.
-Pues
esa es la primera llorona de la historia Pablito. Se llama
Chocacíhualt, es la primera de las madres que murió dando vida. Hay
muchas variantes, claro, en un sitio perdió a su hijo a manos de su
madre. Otros dicen que era la amante
despechada
de un caballero español, también
le ponen fecha y hora como dijiste. Pero esta historia querido, es
muy vieja. Antes que existiera la ciudad había
un gran sistema de lagos. En uno
de ellos,
el Lago Texcoco fue que se originó la leyenda. La comparaban con una
diosa, la madre que llora por todos los mexicanos, vinculada al
viento y a las aguas del lago. Pero quitando adornos, hablamos de la
mismísima Parca.
-La Muerte…
-Si, y una cosa sí es cierta.
Nosotros abrimos las puertas a nuestros antepasados, para
recordarlos, pero a ella no se la invita a pasar. Es caprichosa a
veces se fija en quien no se tiene que fijar… Le guardamos un
respeto pero no la queremos rondándonos.
Su
abuela se retiró, y César quedó en la sala. Con el olor a café,
la tarde murió y dio paso a la noche. Estaba pensando en todo lo que
le contó,
demasiada información, pero él la pidió. Mamá Adriana no parecía
una vieja supersticiosa. Solo eran historias…
En
la sala empezó a sonar una radio antigua, por
sí sola, lo cual le provocó un escalofrío. Fuera, sentada al borde
de la fuente, una
mujer con vestido blanco lloraba amargamente. Era muy bella. César
no podía dejar de mirarla. En la radio la canción sonaba: “No
sé que tienen las flores, llorona, las flores de un campo santo, que
cuando las mueve el viento, llorona parece que están llorando...”
No
lo pudo evitar y abrió la puerta, salió fuera y se iba acercando.
La
radio paró en seco y ella quitó sus manos de la
cara para ver quien la observaba. Lo miró con recelo y su rostro se
deformó en una mueca horrorosa mientras gritaba, se acercaba y lo
traspasaba cual
espectro.
César se dobló sobre sí mismo y
cayó de rodillas. Su mano en el suelo, estaba helada como su sangre.
Le faltaba la respiración. En su cabeza gritos de dolor de mil
madres, de todas las madres, un concierto de la muerte.
Se levantó como pudo y se encerró en
su habitación, temblando.
Al
día siguiente hizo
turismo, convencido, de que estaba sugestionado. Museos,
plazas, lo que fuese de interés y había tantos sitios. La Plaza
de la Constitución,
Museo del Cine, pero de
nada podía disfrutar. Nada lo hacía olvidar la hacienda.
Cuando
llegó, encontró el lugar extraño. Su abuela había prendido velas,
y había flores por toda la casa. En el altar de las fotos, platos
con ofrendas.
-Ha
estado aquí, en la calle América.
Hay dos familias de luto.
-¿Y como sabes que fue eso, ella?
-Los niños, César, estaban mojados.
Ahogados en sus cunas.
César
sintió otro escalofrío, pero no dijo nada de lo de la noche
anterior.
El
ambiente era tal y como sería El Día de Muertos, pero ese momento
era lejano aún. César dio vueltas por la hacienda, pensando
en lo ocurrido, fue a parar a la sala donde conoció a su abuela. La
noche era
preciosa a pesar de las circunstancias tan raras. De nuevo sonó la
radio. César salió al patio decidido,
pero lo que vio lo dejó más aturdido aún.
“Ay de mí, llorona, llorona,
llevame al río, tapame con tu reboso, llorona porque me muero de
frío...”
Una
figura con la piel hinchada y morada salió de la fuente en una
postura extraña, César alcanzó a reconocer su vestido, lo había
visto en una foto. Era
su madre, Violeta. Intentaba
decir algo: “cuiidadoo
César”. Él
se miró las manos y
vio que estaban chorreando agua. La
figura se acercaba. Salió corriendo como la noche anterior y se
encerró en su cuarto, preso del pánico.
En
la madrugada, todos despertaron, los pocos animales de la hacienda
estaban en los establos, todos muertos cada uno en su charco de agua.
En
las calles cercanas, llantos y lamentos, calle
Siempre, calle Ovaciones, una tragedia tras otra. Mamá
Adriana rezaba cuando César le empezó a contar lo ocurrido las noches pasadas.
-¡La
volviste a dejar entrar!
-¿La volví?
-Antes que tú, tu padre. Mi hija se
volvió loca, cuando se fue tu hermana. Y acabó metida en esa
fuente, se quitó la vida.
-Pero, ¡qué quiere!
-Lo que se le prometió, llevarse
alguien de esta familia.
-¿Y
porqué no lo hace?
-Te dije que era caprichosa, está
buscando.
-¿Por
qué me mandaron lejos abuela?
-Por
si te venía a buscar a ti también.
César,
se desplomó en el suelo, cuando despertó, su cuarto también estaba
adornado con flores y velas. La
canción popular sonaba de fondo. Y
a los pies de su cama una joven lloraba. Intentó
calmarla, hasta que vio las flores como flotando en su pelo y sus
manos
huesudas. Lo miró con los ojos huecos
anegados en lágrimas y le gritó de nuevo. Luego señaló fuera.
Mamá Adriana, pensó César, corrió detrás del espectro y al
llegar al patio reconoció por el huipil a su abuela, vomitando agua
del lago, dulce y salada, la más amarga también.
-¡Basta!, le dijo. No te la puedes
llevar, ella no te ha dejado entrar, fui yo.
El
espectro gritó y gritó y César lo vio todo borroso. En
su boca se empezó a notar el sabor del
agua del
Lago Texcoco.
Cuando
alzó la vista, una huesuda mano lo sujetaba amorosa y
lo miraba tiernamente,
él horrorizado solo veía aquel patio y a su abuela sujetando su
cadáver. Oía
su lamento mientras
ella sonreía tranquila.
-¿Por qué mijo, por qué? Acariciaba
su cara en aquel enorme charco de agua, mientras Chocacíhualt ya se
lo llevaba. “Ay de mí, llorona, llorona de un campo lirio, el que
no sabe de amores llorona no sabe lo que es martirio…”
Dedicado con cariño al verdadero
César Quintana, un abrazo que llegue a México.
Gabriela Carvias Suárez.
Comentarios
Publicar un comentario