Nuestros mundos enfrentados, 9 - En un mundo muerto
Tardó
mucho tiempo en reunir el valor necesario, tardó mucho en ser capaz de echar el
temor a un lado, y levantarse. Las sombras del mundo eran oscuras como ninguna
noche en la que hasta entonces se había internado. Y el silencio, el silencio
era total. Ningún insecto cantaba, ni siquiera el viento osaba soplar. Y Báldor
no se atrevió a quebrar aquella quietud mortal, y todas las palabras que dijo se
refugiaron en su pensamiento. «No sé qué ha pasado, ni dónde estoy. ¿Sigo en
Tárgrea? Es como si algo me hubiera transportado a otro lugar, como sucedió al
tocar el meteorito». Miró a un lado y a otro, pero nada le ofreció una
respuesta. «Haré como hice en aquella ocasión, y andaré». Mas no fue igual,
pues en aquel entonces no había sentido el temor que ahora debilitaba sus
piernas, ni el calor de las tinieblas en aquel mundo, fruto de la ira de un
dios.
Decidió, no obstante, tratar de encontrar un
lugar alto desde el que guiarse. Porque fue la ciudad de Gál-adartir lo primero
en lo que pensó, ya que en su imaginación aparecía como una columna de luz en
mitad de la oscuridad. Necesitaba ver algo semejante, y por tal razón anduvo
con paso lento y una mano apoyada en la empuñadura de su espada. Pero los
pensamientos no dejaban de atormentarlo. «¿Qué habrá ocurrido con el Señor gris
y Syrinjari? ¿Habrán aparecido en otro lugar también? Quizá no vuelva a
encontrarlos jamás», pensó, sintiendo angustia. Tragó aquella amargura para
continuar, pues aún tenía energías.
El oscuro paisaje era pedregoso bajo los
pies de Báldor y fluía en constantes ondulaciones hacia cualquier dirección; en
ninguna parecía haber ni una loma. Pensamientos tan negros como las tinieblas
volvieron a asaltarlo. «¿Y si estoy errando en el camino y me alejo cada vez
más? ¿Y si estoy en la otra punta de Tárgrea? Entonces no importará la
dirección que tome. Maldita sea». Se detuvo, y los temores acrecentaron el
calor que lo incomodaba. «¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Por qué Garadon lo
permitió?» Quiso rendirse a la frustración y dejarse caer, pero resistió, y
aquel pesado sentimiento contraatacó al igual que un viento repentino venido
desde los cielos. Báldor estuvo a punto de dejar escapar una exclamación de
ira, mas calló por temor y se sentó, apretando los puños. El escudo en su
espalda se había vuelto muy pesado, y deseaba quitárselo.
Cedió, y permaneció sentado allí en las
tinieblas silenciosas durante largo rato. Al menos, cuando cerraba los ojos,
ninguna luz lo estorbaba. Y aunque sintiera la tentación de mantenerlos así,
prefería abrirlos ante cualquier amenaza, y tampoco era capaz de ignorar el
deseo de avistar Gal-adártir. Comenzó a inquietarse y a golpetear el suelo con
uno de sus pies, hasta que el desasosiego fue insoportable y tuvo que levantarse
otra vez. «¿Qué diablos me pasa?»
Siguió caminando hacia una dirección
desconocida, y pronto comenzó a preocuparse por el hambre y la sed, pues no
tenía provisiones y no parecía haber nada más que piedras alrededor. Y casi
como respuesta a estos pensamientos, sintió que un vacío se abría en su
estómago y que le costaba tragar saliva. El ritmo de sus pasos quedó
debilitado, aunque no muerto, por lo que siguió avanzando a través de aquel
mundo oscurecido que guardaba un silencio más profundo que el del luto.
Báldor luchó contra una multitud de ideas y
negros temores para ser capaz de continuar su camino, y a veces las lágrimas
asomaron a unos ojos que no veían más que negrura pasar. Porque la tristeza
también lo invadía al recordar, ahora con más fuerza que nunca, el mundo que
había dejado atrás y a las personas que hacía tanto tiempo que no veía. «¿Me
estarán buscando, como en esos programas de secuestros? ¿Cómo se sentirán? Bah,
me olvidarán con el tiempo», pensó de pronto. «Al fin y al cabo, yo era un
lastre, una carga para mis abuelos. Siempre me han mantenido, así que sin mí
tendrán más dinero. Y a mis amigos no les será difícil encontrar alguien mejor.
Nadie me echará de menos». Apretó los puños y se detuvo. «Quizá sería mejor que
nunca regresara».
Y aunque la necesidad de sentarse a llorar
estuvo a punto de doblegarlo, algo lo sostuvo y lo hizo recordar, pensar en el
sitio que tenía que alcanzar. «Debo ir a Gal-adártir, como se me ha
encomendado. Es lo único que me queda», pensó. Y como si diera la espalda a
toda su vida pasada, echó a caminar con mayor presteza que antes.
Fue así como el paisaje cambió al fin y halló
unas figuras altas en la oscuridad: las casas de una ciudad. Pero era una
ciudad muerta, pues nada se movía entre los edificios y no había sonido alguno
que indicara lo contrario. Báldor, con cautela, se adentró en el asentamiento,
y pronto se tropezó con algo que llamó su atención. Era una pierna que había
estado a punto de pisar, y cuando buscó el rostro de aquel cadáver, con cierta
aversión, quedó petrificado. «¡Laura!», pensó, arrodillándose con presteza.
No distinguió otra cara que la de su novia
en la Tierra, una joven a la que había amado (y seguía amando) a pesar de que
también había sufrido por ella. La había conocido gracias a un curso de varios
meses al que una vez asistió, y tras hablar con ella y aguardar mucho tiempo se
había decidido a confesarle sus sentimientos. Ella lo había rechazado al
principio, pero poco después cambió de opinión y él se sintió feliz,
inmensamente feliz. Un sentimiento muy opuesto al que ahora lo dominaba. Pues
la recordaba con culpabilidad, creyendo que la había abandonado y que estaba
haciéndola sufrir. «Soy un mal novio. No me la merezco», pensó. «Pero esta no
puede ser Laura. Debe ser su contraparte de Tárgrea. Entonces, será muy
diferente a ella». Y se sintió confuso al recordar las cualidades de su pareja:
frialdad, ausentismo… sus múltiples excusas y los reproches sin razón. «Esta
chica debió ser dulce y compresiva entonces… Pero ¿qué digo? Por mi culpa Laura
es así. Soy yo quien hace las cosas mal». Dejó escapar un gruñido de
frustración y se llevó las manos a la cabeza, doblándose hacia delante.
Entonces, sin quererlo, puso una mano sobre
el rostro de aquel cuerpo y sintió que estaba frío, frío y seco al igual que lo
estaría la superficie de una roca. Y cuando levantó el rostro descubrió que
allí solo había huesos, no un recuerdo real de Laura. «¿Qué es esto? ¿Por qué
la he visto a ella?» Se alejó del cadáver y miró a su alrededor, y el corazón
comenzó a latirle con mucha fuerza cuando advirtió que unas sombras se movían
más allá, avanzando hacia él. Pertenecían a unas criaturas sin nombre que se
arrastraron hasta Báldor, y el horror de su verdadera forma solo quedó oculto a
sus ojos gracias a las sombras. Sin embargo, parecían ser capaces de hablar,
pues una dijo en un calmado susurro:
—Únete a quienes ya no viven. Solo ellos son
libres de toda carga.
Y Báldor respiró con tristeza, pero también
regocijo ante aquella idea. Si moría, haría bien a muchas personas. «Sí,
desapareceré y les traeré alivio», pensó, y miró a aquellas siluetas oscuras. «Toda
duda desaparecerá».
—¿Cómo podría…? —«morir», estuvo a punto de
decir.
No obstante, una vez más el recuerdo de
Gal-adártir despuntó en su pensamiento, y con él el último propósito que le
habían encomendado. «Debemos ir a Gal-adártir», sonó la voz de Syrinjari en su
cabeza, y recordó los días de viaje junto a ella y el Señor gris e imaginó la
ciudad iluminada en mitad de las tinieblas, y pensó en la fuente de aquella luz
y su corazón respiró. Garadon acudió a su memoria como lo había visto durante
el primer día en Tárgrea, y su imagen fue como la inesperada mano que aferra la
de quien está a punto de ahogarse en el mar. De pronto recordó quién era él
mismo, y no pensó que los sentimientos de quienes apreciaba fueran tan malos ni
que lo consideraran una carga, porque había razones detrás de todo aquello; y
también pensó que Laura no era tan buena, y que quizá fuera él quien mereciese
a alguien mejor. Pero, por encima de todas las cosas, se asió a su misión, pues
no podía ignorar el sufrimiento de aquel mundo ni los sacrificios de su dios.
—No, no puedo morir hasta que mi tarea sea cumplida
—dijo, poniéndose en pie.
Y las bestias retrocedieron, pues, sin que
Báldor lo supiera, Garadon había puesto en él parte de su luz (al igual que en
Syrinjari y en el Señor gris), y esta había luchado contra la oscuridad de
Tulkhar a través del pensamiento y el corazón del muchacho. No obstante, sin su
propia voluntad, si no hubiera comprendido las señales, todo habría fracasado
para él. Pero ahora había aferrado las cosas de auténtica importancia: la única
verdad, y su espada.
Con ella por delante avanzó hacia los
enemigos y atacó al más cercano sin temor alguno. Este gritó y se alejó con
presteza, al igual que los de su misma horrible especie. Báldor, sin temor a
romper el silencio, gritó ahora con cada tajo y los persiguió, y logró abatir a
dos, aunque no se detuvo a contemplarlos. Sin embargo, la sensatez superó a la ira
y lo retuvo antes de que se adentrara más en la ciudad. «Estoy solo en este
mundo oscuro», pensó. «Debo ser precavido y evitar darles ventajas. Entre las
casas, las sombras son más profundas». Así pues, se dio la vuelta y salió de la
ciudad.
Giró hacia la izquierda sin ninguna duda
frenando sus piernas y echó a correr con decisión. «Ojalá tuviera un caballo»,
deseó, apretando los puños. «Podría cabalgar e ir más rápido hacia mi destino.
Pero no sé nada sobre los caballos de Tárgrea. Probablemente sean animales
malvados». Aun así, su anhelo se mantuvo al igual que su resolución, por lo que
no volvió a detenerse por aquello que no podía tener.
Hasta que oyó unos pasos, unos golpeteos y
un sonido chirriante a sus espaldas. Dejó de correr, tenso, y volvió a
desenvainar la espada. Parecía que no todos los demonios de aquellas sombras de
horror temían a la luz. Sin embargo, a Báldor no le importaba, pues ya no
estaba dispuesto a maldecir ni ceder su vida, y lucharía hasta llegar a
Gal-adártir.
Fuente imagen: http://www.guoguiyan.com/darkness-wallpapers.html
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