Nuestros mundos enfrentados, 8 - El último atardecer



   Báldor y el Señor gris regresaron a la fiesta ante la casa de los muertos. Sin embargo, no lo hicieron solos, pues las gentes que habían llegado a Sha’rin, quienes procedían de Dasrian y Áralder, les seguían. Esto provocó sorpresa en las miradas de muchas personas, pero nadie detuvo los festejos ni los bailes. Solo cuando la música se hubo apagado y la reina Amarial descansó, se recibió a los recién llegados y se supo de la situación. Mientras la monarca les hablaba, Báldor y el Señor gris se acercaron a Syrinjari y le contaron lo sucedido.
   —Es terrible —dijo ella, torciendo sus cejas en un gesto de pena—. Qué sacrificio por parte de Garadon. ¡Debemos partir de inmediato!
   —Supongo que tienes razón —dijo Báldor, suspirando.
   —Que sean muchos en número no significa que sean hábiles —dijo el Señor gris.
   —Eso es lo que estaba pensando —dijo el otro.
   —Como añadir más paja para intentar detener un incendio.
   —Bueno, no era necesario que sacaras eso de mi pensamiento —dijo Báldor, molesto.
   —¡No importa! —dijo Syrinjari—. Garadon debe creer que es la única alternativa posible. Debéis confiar más en él y en los habitantes de Tárgrea. Lograrán defenderse de cualquier otro ataque.
   —Espero que así sea —dijo Báldor—. Pero antes de partir, debo hablar con Nialwen. Hay un arma de la que no le he hablado, y podría ser de gran utilidad.
   —Arcos y flechas —dijo el Señor gris.
   —Sí, eso. Precisamente —dijo su compañero, mirándolo con el ceño fruncido.
   —Bien, pues habla con ella pronto —dijo Syrinjari—. Yo conseguiré unos kasabos y provisiones. No debemos demorarnos.
   —Avisadme cuando todo esté dispuesto —dijo el Señor gris, y se alejó de ellos.

   Báldor fue en busca de la herrera, que había acudido a Sha’rin en compañía de la reina y de otras personas que deseaban asistir al funeral. Le habló de los arcos y las flechas, y a Nialwen le parecieron una buena idea y se esforzó en vislumbrarla en su pensamiento para ser capaz más tarde de dibujar aquellos objetos sobre papel.
   —¿No te gustaría llevar uno de esos arcos? —le preguntó a Báldor antes de que se alejase.
   —No —dijo él—. Ni tengo buena puntería, ni me gusta atacar desde lejos.
   —Bien —dijo Nialwen, riendo—. Pero te recuerdo que aún no me has pagado por la espada y el escudo. —Báldor se sobresaltó.
   —Lo haré antes de partir, lo prometo —dijo—. Mis árniclas están ahora en la tienda de campaña, junto a la casa del rey.
   —No te preocupes, ve con tranquilidad. Parece que permaneceré aquí por largo tiempo.
   Báldor asintió y se marchó con intenciones de recoger no solo sus árniclas, sino todas las escasas posesiones que tenía para luego marcharse. Sin embargo, había avanzado pocos minutos cuando se detuvo ante un hombre que vio andando junto a otro. Era más alto que él y pensó que debía ser un año menor, pues era idéntico a un mal amigo que había tenido en la Tierra. Enseguida sintió odio y apretó los puños, pues aquella persona le había hablado a otros sobre él, con mentiras y secretos que le había confiado, y eso Báldor nunca lo perdonaría. Aun así, el que veía no podía ser la misma persona, a pesar de que tanto se le pareciese. Decidió acercarse y llamarlo.
   —Disculpa que te pregunte esto sin más —le dijo—. ¿Cuál es tu nombre?
   —Soy Vierghal —dijo el otro, mirándolo. Báldor se sorprendió, pues todo, salvo aquellos ojos azules, era igual—. ¿Eres tú una de esas personas de otros mundos?
   —Sí, me llamo Báldor. Y en mi mundo hay alguien que podría considerarse un mellizo tuyo.
   —¿Dices la verdad? —preguntó Vierghal, sorprendido y sonriente—. ¿Y cómo es esa persona?
   —Rastrera —dijo Báldor—. Falsa, victimista, mentirosa, de acciones opuestas a sus palabras y de tomar más de lo que se le ha ofrecido. Una serpiente… pero tal y como son las serpientes en la Tierra: venenosas. Fue un alivio expulsarlo de mi vida.
   —Vaya —dijo el otro, descontento. Aunque aquel con el que había estado hablando rio—. Lo lamento. Me disgusta saber que alguien con mi cara puede llevar esos epítetos.
   —No es tu culpa —dijo Báldor, sintiendo cierto alivio—. Aquí hay muchas cosas que en mi mundo son opuestas, y parece que tú no eres una excepción. Sin duda nunca traicionarías a un amigo ni hablarías mal de él.
   —Eso jamás —dijo Vierghal con vehemencia.
   Báldor sonrió y se despidió de Vierghal, aunque dejó atrás el deseo de conversar con él, por recordar los momentos que aparentaron ser buenos durante aquella muy lejana amistad. Sin embargo, por el camino volvió a pensar en el oso de felpa que había en la casa de Dúrnol, aquel que era idéntico al que había tenido en su infancia. «El oso y ahora este tipo. ¿Habrá más versiones de otras personas de la Tierra? Me pregunto por qué será. Y si aquel oso era igual al mío, ¿será porque hay alguien igual a mi madre en este mundo? De ser así, me gustaría encontrarme con ella», pensó.

   Y así, ensimismado, caminó hasta llegar a su tienda. En el exterior, el Señor gris esperaba de brazos cruzados, pues no había nada que quisiera llevar.
   —Date prisa —le dijo a Báldor.
   —¿Dónde está Syrinjari? —preguntó él.
   —Buscando unos kasabos —respondió el Señor gris. Báldor miró entonces a la estructura de madera que había seguido siendo el refugio de la joven sobre la casa del rey.
   Se apresuró a recoger sus armas, las árniclas y otras cosas y salió de allí, y fue en busca de Nialwen para ofrecerle el pago que le debía. Syrinjari y el Señor gris se reunieron con él poco después, y llevaban tres kasabos cargados con fardos de provisiones. Syrinjari había cambiado sus ropajes por unos de distintos colores, a excepción de la gargantilla negra. No les quedaba nada más que una última conversación con la reina Amarial, rodeados de gente ante la casa de los muertos.
   —Ahora que somos tantos, estaremos a salvo. No obstante, las fraguas no descansarán y se alzarán altos los muros alrededor de cada ciudad. Sha’rin, Triaghara y las demás ciudades del sur: Ólfindar, Nárkan y Variamal deben estar preparadas para cualquier amenaza, pues ahora acogen a tantos exiliados como les es posible, al igual que Sha’rin. Ha llegado la hora de que quienes habitan Tárgrea sean capaces de defender su tierra —dijo.
   —Sin duda lo conseguiréis —dijo Syrinjari—. Nunca temáis.
   —Desearía que hubiera más tiempo y que así las defensas pudieran organizarse mejor, pero no es así —dijo Báldor con disgusto. Trataremos de ser raudos en nuestro cometido.
   —Os lo ruego, viajeros —dijo la reina—. Sé por las palabras de los recién llegados que ahora restan escasas tierras bajo la luz. ¿Disponéis de unos instantes más? Desearía mostraros un mapa.
   —Adelante, pues nunca he visto uno de Tárgrea —dijo Báldor, y nadie lo contradijo.  
Un hombre extendió un mapa de Tárgrea sobre el suelo verde entre los pies de tantas personas, y Báldor y sus compañeros pudieron ver por primera vez cómo era aquel mundo. Y se horrorizaron cuando les fueron señaladas las tierras que ahora pertenecían al dominio de las sombras.
   —Es muy poco. Mucho menos de una tercera parte, se podría decir —dijo Báldor, irguiéndose.
   —¿Entiendes ahora por qué tanta urgencia? —le dijo Syrinjari. Él asintió, pensativo.
   —No os demoréis más, os lo ruego —les dijo Amarial—. Tomad este mapa como presente y que os guíe hacia Gál-adartir, aunque ignoro qué hallaréis tras sus muros.
   —Todos lo ignoramos, señora —dijo Báldor, y se despidió con un hola y un dedo central levantado.
   Los otros dos se despidieron de manera similar y los tres montaron en los kasabos, dirigiéndolos hacia el norte a través de una multitud de ojos que los miraban mientras la música seguía sonando. A través de una de las ventanas de la casa de los muertos, Báldor pudo ver algunos de los cuerpos sentados, con las cabezas inclinadas sobre el pecho. No fue una alentadora última imagen.  

   Poco después habían dejado Sha’rin atrás y cabalgaban por campos verdes y libres. Un viaje de aproximadamente cuatrocientas cincuenta y ocho millas aguardaba por ellos; unas nueve jornadas de cabalgar en las que tendrían que dirigirse pronto al este, luego al norte y más tarde al noroeste. Esto debía ser así porque no deseaban ir en línea recta a través del bosque de Ámglar, ahora oscurecido, ni acercarse a las Annáluda, que eran grandes montañas. No obstante, la oscuridad de Tulkhar les alcanzaría después de la tercera jornada, según habían calculado, a pesar de que amenazó sus sentidos desde que abandonaron la ciudad. Podían verla allá, distante pero inminente como un astro que cae sobre el mundo, y casi igual de fatal. Báldor deseaba no tener que atravesarla jamás.
   Por eso trataba de distraerse cuanto podía por el camino, y pronto le habló a Syrinjari ya que el Señor gris no estaba dispuesto a revelar nada sobre las actividades de sus gentes en la Tierra durante años pasados. Pero la muchacha parecía más dispuesta a conversar, y casi podría decirse, por su expresión, que había estado deseando hablar desde hacía rato.
   —¿De qué mundo procedes, pues? —le preguntó Báldor.
   —De uno al que llamamos Hárilnet —dijo ella, llevando sus ojos azules a lontananza—. Es un lugar… muy pulcro, muy blanco. Allí apenas existen los colores, y todo brilla y es suave o tiene un dulce olor. Esta tierra es muy diferente, tan colorida y viva…
   —¿Te gustaría regresar? —dijo Báldor, comprendiendo ahora por qué Syrinjari vestía ropajes de tantos colores.
   —Algún día, sí. Pero no ahora —dijo ella—. ¿Y a ti? ¿Te gustaría regresar a tu mundo?
   —Sí, por una parte —dijo Báldor, dudoso—. Echo de menos a las personas que conocía, pero tampoco tengo prisa por enfrentar ciertos asuntos.
   —¿Qué asuntos son esos?
   —Encontrar un buen trabajo, ganar dinero y no preocuparme por el futuro. Lo cierto es que, sin dinero, poco puedes hacer en mi mundo. Y a mí no se me da bien conseguirlo —dijo Báldor—. Me sentía un poco perdido, y me preocupa que al regresar sea más tarde aún para encontrar un camino. —Syrinjari tardó en responder.
   —Vuestra sociedad es avergonzante y defectuosa —dijo el Señor gris mientras tanto. 
   —Bueno —dijo Syrinjari—, no entiendo muy bien eso del dinero, pero si hay un camino, siempre será encontrado mientras andes. Pero si te detienes, no lo hallarás.
   —Lo sé, pero estuve quieto durante mucho tiempo. Demasiado. Ahora no sé si ese camino está muy lejos —dijo Báldor.
   —Puede que esté lejos, sí, ¡pero está! Y lo encontrarás tarde o temprano —dijo Syrinjari.
   —Si es que consigo regresar —dijo Báldor, sonriendo porque se sentía mejor.
   La conversación se detuvo por unos instantes y luego se desvió hacia temas de menor profundidad, y sobre todo, Báldor le habló a Syrinjari sobre su mundo y él supo que en Hárilnet ella era considerada débil a pesar de la impresionante fuerza demostrada en la batalla de Sha’rin.  

   De esta manera, tres días después de abandonar la ciudad, se aproximaron a la oscuridad y vieron que solo una barrera de luz menguante, como una muralla crepuscular, la separaba del mundo iluminado. Todo era silencio alrededor, enormes criaturas y animales de todo tipo quedaban atrás; Báldor incluso había visto grandes dinosaurios que en su mundo habrían sido temidos. Sin embargo, ahora solo pensaba en las tinieblas que tendría que enfrentar, y cabalgaba despacio, al igual que los otros.
   —Es bonito —dijo de pronto Syrinjari, pues observaba la luz anaranjada que era el resultado del pulso entre los dos poderes—. Incluso en la oscuridad puede haber cosas hermosas.  
   —Ya lo veremos —dijo Báldor, aunque la luz también le resultaba hermosa, y le recordó a los atardeceres que tantas veces había visto desde su casa. Atardeceres que no existían en un mundo de día eterno, cuya alternativa era una noche sin final—. Vayamos. Cuanto antes crucemos esa barrera, mejor.
   Aceleró a su kasabo y los otros dos lo siguieron.

   Tras un pestañeo, todo fue oscuridad. Estaba sentado en el suelo y solo, no había luz a sus espaldas y la floresta de árboles invertidos que los había acompañado durante algunas millas no existía ya. El paisaje era por completo distinto, y el cielo negro como una noche sin Luna ni estrellas. Apenas podía ver.
   —¿Dónde estáis? —murmuró Báldor, como si temiera que algo se arrojara sobre él desde las sombras—. ¿Syrinjari? ¿Señor gris?
   Miró a un lado y a otro, mas no había nadie. Todo eran sombras, montañas lejanas y otras figuras indescriptibles. Estaba solo en la oscuridad.


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