Nuestros mundos enfrentados, 5 - Sobre filos de acero
A
pesar de la premura, a Báldor no le resultó fácil encontrar la herrería de
Nialwen y maldijo su torpeza por ello. Y cuando al fin se halló ante el umbral
sin puerta del edificio, unas gotas de sudor resbalaban por su frente, aunque
ya hacía más fresco. Pudo oír los martilleos desde el exterior, y cuando se
adentró en la forja vio varios fuegos y que el techo era de lona, cubriendo
solo los puntos donde ardían las fraguas por si llovía. Había unos cuantos
trabajadores, pero nadie apartó los ojos de sus obras hasta que Báldor habló.
Entonces todos miraron a una misma mujer, una que era alta y de piel oscura, y
ojos claros como un cielo despejado en el mediodía. Se trataba de Nialwen,
quien se acercó a Báldor mientras se limpiaba las manos con un trapo y después
acomodaba su pelo rojizo detrás de los hombros.
—Así que el hombre de otro mundo ha llegado
al fin —le dijo la herrera a Báldor, mirándolo—. ¿Qué ha ocurrido ahí fuera
hace un instante? ¿Has tenido que ver tú con ello?
—No —dijo Báldor, negando con la cabeza—. Ha
sido algo terrible… Tulkhar ha logrado adentrarse en la ciudad —Nialwen se
asombró— aunque ha sido a través del cuerpo de un bardo. Huyó, pero mi
compañero fue a perseguirlo.
—¿Te refieres a ese hombrecillo gris y
delgado? Qué tipo tan desagradable —dijo la herrera, y Báldor asintió—. Pero
ahora lo que me preocupa es que ese monstruo haya conseguido llegar hasta
nosotros. Por orden de Garadon, las fraguas han ardido sin descanso durante
días. Así que supongo que todas las armas que desees están a tu disposición.
—Bien, pues ahora comprendo por qué Garadon
os dijo que las forjarais. Al principio pensaba que no tenía sentido, pues se
dice que los seres de la oscuridad no pueden penetrar en la luz. Pero, después
de ver a ese hombre controlado por Tulkhar, comencé a pensar que también podría
controlar a toda una hueste y enviarla contra una ciudad —dijo Báldor,
preocupado ante sus propias ideas.
—Así que fue de esa manera como Tulkhar se
adentró en Triaghara —dijo la herrera, rascándose el mentón—. ¿Le has hablado
de esto a la reina Amarial?
—No, pues la aparición de Tulkhar sucedió
mientras venía aquí desde el cast… desde su casa —dijo Báldor.
—Debe enterarse de esto cuanto antes —dijo
Nialwen, dándole la espalda a Báldor—. Discúlpame un momento. Allí están las
armas que hemos forjado, por si quieres verlas —añadió, señalando hacia su
izquierda.
Báldor vio que allí había otra habitación, y
cruzó el umbral mientras Nialwen hablaba con uno de sus trabajadores. Halló
armas en aquella estancia, como se le había dicho. Estaban tiradas sin mucho orden sobre el
suelo, y quedó sorprendido de manera inevitable. Pues había hachas, martillos y
espadas con formas que Báldor nunca había visto, o con hojas curvadas o con
ganchos, con múltiples cuchillas o puntas extrañas. Y pensó en las múltiples
armas que la humanidad había usado a lo largo de la historia y en diferentes
países, y se percató de que muchas de las que yacían ante sus ojos coincidían
con lo que recordaba. No obstante, lo más asombroso era que la mayor parte de
ellas estaban hechas de oro. «Es como si me encontrara ante un lujoso recopilatorio
de armas históricas», pensó, admirado.
Aún no había abandonado su asombro cuando
entró Nialwen. Por un instante, la herrera miró con indiferencia las armas.
—¿Hay alguna que te guste? —le preguntó a
Báldor.
—¿Por qué hay tantas armas de oro? —dijo él.
—Porque no disponíamos de acero en los
momentos de su forja —dijo Nialwen, encogiéndose de hombros—. En algunas
ocasiones no nos quedó otro remedio que usar ese material de poco valor.
—¿De poco valor? —dijo Báldor, mirándola
enseguida—. Ah, bueno. Es que provengo de un mundo en el que las cosas son un
poco distintas. Allí, el oro es muy valioso.
—¡Vaya! —dijo Nialwen, riendo—. Y yo quería
evitar usarlo para que las armas fuesen valiosas y que sus portadores las
apreciaran más. Entonces, ¿preferirás un arma de oro?
—Sería demasiado ostentoso —dijo, y Nialwen
rio otra vez, apoyando una mano en el umbral de la estancia. Báldor rio también
antes de continuar hablando—. Me gustaría una hoja recta, de acero y punta
afilada y que pudiera usar con una mano. Y un escudo —añadió, mirando alrededor
por si veía uno.
—¿Un escudo? ¿Qué es eso?
—Es… como una protección metálica que se
lleva en la mano contraria al arma. ¿No sabéis de qué se trata? —preguntó
Báldor, desconcertado.
—No, pero suena interesante —dijo Nialwen—.
Aguarda un momento, pues creo que hay alguna espada como la que mencionas.
Luego me hablarás más de esos escudos.
La herrera rebuscó entre las armas mientras
Báldor seguía pensando en el escaso valor del oro en Tárgrea. Y entonces recordó
haber visto algunos utensilios dorados en la casa de Dúrnol, aunque en aquellos
momentos había pensado que solo se trataba de metal teñido. Pero, al ser
consciente de que era tan común, dejó enseguida de sentirlo como algo valioso.
—Mala suerte, muchacho —dijo Nialwen, interrumpiendo
sus pensamientos—. Voy a tener que forjar esa espada para ti, pues no hay
ninguna semejante y hecha de acero.
—Bueno, pagaré por ello —dijo Báldor—. Tengo
bastantes boli… árniclas, quiero decir. La reina me las entregó.
—Bien, así es como se hacen las cosas —dijo
la mujer, sonriendo—. Acompáñame a mi mesa, pues debo dibujar esa espada. Y mientras,
me hablarás de esos escudos.
Y Báldor no solo le habló de la espada que
deseaba y de los escudos mientras ella dibujaba, sino de otros elementos
desconocidos para los triagharos como las armaduras de metal y las murallas
para proteger ciudades. A él le sorprendió que no supieran de estas cosas en
Tárgrea, pero Nialwen le dijo con claridad que nunca habían necesitado
defenderse de nadie, ni siquiera tras la llegada de Tulkhar, una década atrás.
—¿Y qué ocurrió en ese entonces? —preguntó
Báldor.
Nialwen se irguió, dejando sobre la mesa el
carbón que había estado usando para hacer esbozos, cuando el fuego de todos los
hornos se alzó al mismo tiempo y las llamas rugieron. Los demás herreros
retrocedieron, asombrados; algunos dejaron caer sus martillos, pero todos
miraron en una misma dirección: la puerta principal, bajo cuyo umbral se alzaba
una figura iluminada. Garadon estaba allí, buscando a Báldor con la mirada, y
sus ropas resplandecían con un brillo que incomodaba la vista.
—¡Has de partir de inmediato! —le dijo en
cuanto lo vio—. ¡Aprisa, te lo ruego!
—¿Qué sucede? —dijo Báldor, acercándose al
dios con paso raudo.
—Tu aliado en la empresa que te fue encomendada
corre un gran peligro —dijo, retrocediendo para extender un brazo hacia el exterior—.
He aquí su kasado. No te demores y monta, pues te conducirá a donde yace. Es
menester que lo lleves a Sha’rin, pues solo allí podrá ser sanado. Yo debo
partir de inmediato, la oscuridad arrecia con fuerza en el norte.
Báldor aún no había dicho hola cuando Garadon desapareció. Echó un
vistazo al kasabo y luego miró a Nialwen, y suspiró.
—¡Ve! ¿A qué estás esperando? —le dijo la
herrera—. No te preocupes por las armas, comenzaré a forjarlas de inmediato y
buscaré la manera de que lleguen a ti.
Báldor dudó un momento, pensando en comprar
alguna espada. Pero como Garadon no había mencionado enemigo alguno, decidió
callar su petición. Así pues, montó en el kasabo, y fue consciente de que, como
había predicho el Señor gris, Garadon había aparecido al mismo tiempo que un
problema, aunque no fuera el esperado.
Gracias al kasabo, Báldor llegó pronto a
donde yacía el Señor gris, lejos de Triaghara pero aún a la vista de algunas
casas. El delgado hombre de otro mundo estaba tirado boca arriba sobre la verde
hierba, y tenía los ojos cerrados. Báldor desmontó y corrió hasta situarse a su
lado, y lo miró con desconcierto. Su aspecto aún le inspiraba terror.
—Sí, estoy vivo —susurró de pronto el Señor
gris, sobresaltando a Báldor—. Pero su mente era demasiado poderosa.
—Garadon dijo que debía llevarte a Sha’rin
—dijo Báldor, sintiendo desagrado al pensar que tendría que tocar al Señor
gris.
—Bien —dijo él, y calló unos segundos—.
Siento dolor.
Báldor suspiró y aguardó un instante, pero
el otro no dijo nada y supuso que debía seguir las palabras del dios. Pero mientras
se agachaba para tratar de levantar al Señor gris, distinguió una figura que se
acercaba desde el este. Y cuando alzó el rostro se percató de que era el bardo
en cuya mente habitaba Tulkhar.
«No, maldita sea», pensó, sintiéndose
inquieto, empezando a sudar. «No estoy preparado para esto, no tengo armas. Y
si pudo hacerle esto al Señor gris, ¿qué hará conmigo?» Retrocedió y miró al
kasabo, pensando en la posibilidad de huir. Pero también recordó lo que le
había dicho Garadon. «Mierda, si me voy, lo matará. No puedo dejar que eso
pase. Maldita sea, ¡vete!» Miró al bardo, cuyos ojos claros se mostraban fríos,
y apretó puños y dientes mientras repetía aquella última palabra en su
pensamiento y se preparaba para algo desconocido.
Tragó saliva y cerró los ojos por un
instante, reprendiéndose a sí mismo por bajar la guardia en cuanto todo fue
oscuridad. Entonces los abrió, mas ya no había enemigo alguno. La tensión fue
desapareciendo poco a poco. Báldor dio algunos pasos hacia el lugar en el que
había estado el bardo, pero no lo vio en los alrededores, aunque había lomas y
arbustos invertidos en el terreno frente a él donde el enemigo podría haberse
ocultado. Temiendo esto, regresó junto al Señor gris y lo levantó con un tanto
de repulsión, pues sentía que no podía hacer otra cosa. Él no hizo ningún
movimiento, y a Báldor no le resultó fácil dejarlo sobre el kasabo sin que
resbalara y tuvo que sujetarlo con sus brazos y apoyar la gran cabeza sobre el
cuello de la montura. Cabalgaría, cabalgaría hasta Sha’rin para tratar de sanar
al Señor gris, pues no deseaba quedarse solo en la misión que envolvía a toda Tárgrea.
Y si volvía a encontrarse al bardo en el sendero, haría que el kasabo corriese
aún más veloz.
Lentamente, y mirando con desconfianza a su
alrededor, dio el primer paso hacia un desconcertante camino que desembocaría,
o no, en un oscuro destino.
Fuente imagen: http://myarmoury.com/talk/viewtopic.php?t=13906
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