Nuestros mundos enfrentados, 3 - Sin un nombre








   Asustado, con el corazón agitándose en su pecho, Báldor hizo retroceder al kasabo mientras la alta figura lo miraba, impasible. Entonces Miredia gritó una vez más y se oyeron los pasos de Valián, que corría desde la casa para situarse junto a su madre. Espadas en mano, los campesinos se adelantaron, y Báldor solo pudo observarlos.
   —¡Atrás! ¡Regresa a la noche! —gritó Miredia, inquieta. El ser le dirigió su mirada, negra como una verdadera noche sin estrellas.
   Miredia avanzó paso a paso y su hijo la siguió durante un tramo, hasta que no fue capaz de continuar, y maldijo su cobardía. Mientras tanto, Báldor, quien estaba en aquel mundo para luchar, retrocedía.
   —¡No harás daño a mi familia! —exclamó Miredia, y aceleró ahora su andar, levantando la espada.
   Corrió hacia el ser, pero cayó arrodillada tras unos pocos pasos. Soltó la espada para llevarse las manos a la cabeza, gritando de dolor, y entonces Valián también gritó, clamando el nombre de su madre. Mas no se atrevió a avanzar. Miredia se retorció sobre el suelo, babeando, hasta que una luz destelló desde el bosque de árboles invertidos. Y así, Garadon apareció ante Báldor por segunda vez. El alto y delgado ser miró al dios y Miredia dejó de sacudirse de inmediato. Garadon no mostraba una expresión serena en aquella ocasión; tenía el rostro severo, y caminaba con celeridad y paso firme.
   —¿Acaso pretendías poner fin a su vida? —le dijo Garadon al ser de ojos negros. Este tardó en responder, mirando a la mujer que yacía en el suelo.
   —No —fue lo único que dijo, con una voz rápida y baja.
   —Su vida estaba a punto de desvanecerse. ¿Creías que no podría sentirlo? —dijo el dios, y se situó a pocas yardas del recién llegado. Sus ropajes no destellaban tanto ahora.
   —Lo lamento —dijo el otro, sin arrepentimiento real. Entonces Garadon miró a Báldor.
   —Acércate, por favor —le dijo.
   Báldor bajó del kasabo, agarrándose por un instante a su lomo para recuperar la fuerza en las piernas. Luego se aproximó a Garadon, tratando de no estar cerca del otro ser.
   —Él, al igual que tú, ha hollado Tárgrea tras posar la mano sobre uno de sus fragmentos. No obstante, su voluntad es un tanto más taimada que la mostrada por los otros —dijo Garadon.
   —Tengo una mentalidad diferente —dijo el ser.
   —¿Me hiciste creer, pues, que ofrecías tu auxilio solo para traicionarnos? ¿Debo hacer que recuerdes el poder que poseo? —le preguntó el dios—. Tu fuerza es vana contra mí.
   —Lo sé —dijo, y pareció suspirar, aunque fue muy breve—. Lo lamento. Solo quiero salir de aquí.
   —Fue por eso que te dejaste guiar por la impaciencia, y acudiste apresurado en busca de Báldor —dijo, y miró al humano—. Así es, Báldor. Es él a quien debías hallar en Triaghara, aunque ahora él es quien te ha encontrado a ti. La senda que debes recorrer desde allí es la misma que la suya.
   —¿Cómo? —dijo Báldor, y el hombre gris observó el temor en su rostro.
   —Es tal como dice mi palabra —dijo Garadon, abriendo los brazos—. No solo en tu mundo he buscado ayuda a través de los fragmentos de Tárgrea. Y ahora, debo retornar a mis labores. La noche avanza. Buenos días.
   Báldor oyó que Valián y una recuperada Miredia decían hola, y él también lo dijo, pero no así aquel ser tan alto y delgado. Y entonces el no tan joven humano se percató de que el dios se había retirado sin que le hubiera dado tiempo a formularle una pregunta importante.
   —Cuando vuelva a aparecer, habrá problemas —musitó el hombre gris.  

   Y así Báldor se quedó junto a una de las efigies que más horas de sueño le habían arrebatado. Había temido a la típica imagen de los extraterrestres desde muy joven, al mismo tiempo que las historias sobre sus apariciones le provocaban curiosidad. Pero siempre había un deje de incertidumbre en cada relato que impedía asegurar que todo aquello fuera por completo cierto. A excepción del relato que él vivía en aquellos momentos, en los que un verdadero ser de otro planeta permanecía de pie a su lado. Ya no había duda alguna: había seres inteligentes fuera de la Tierra (aunque no había tenido en cuenta a los habitantes de Tárgrea para llegar a esta conclusión).
   —Bien. Vámonos —dijo el ser, observando a Báldor. Él apartó la mirada enseguida.
   —No puedo hacer eso ya —dijo él, llevando los ojos a Miredia y a Valián.
   —Debemos darnos prisa. He esperado demasiado —dijo el otro, con un tono de enfado—. Ahora no es bueno esperar.
   —No. La verdad es que no —musitó Báldor—. Deja que me acerque a ellos, primero.
   El ser de otro planeta no dijo nada y Báldor corrió hacia los campesinos. En sus rostros advirtió que no había ninguna admiración por el recién llegado.
   —Creo que debo partir ya —les dijo Báldor—. Supongo que es hora de que vaya Triaghara y vea qué puedo hacer.
   —Es una lástima que tengas que ir en compañía de ese individuo —dijo Miredia. El hombre gris la miró desde lejos—. Aguarda un instante, preparé un fardo para ti. Podrás llevarte al kasabo, pero te ruego que lo dejes marchar cuando llegues a Triaghara. Sabrá regresar con nosotros.  
   Báldor asintió e, incómodo en aquella situación, miró al extraterrestre y luego a la casa de la familia, a la que se acercó mientras metía las manos en los bolsillos. Esperó ante la puerta más cercana a que todo estuviera preparado, y los cuatro anfitriones salieron a decirle adiós (mejor dicho, hola).
   —Lamento que no podamos darte una de nuestras armas —le dijo Dúrnol—. Pero sin duda, obtendrás una en Triaghara.
   —No os preocupéis —dijo Báldor, aunque tenía miedo de viajar en compañía del ser gris.
   —Ve con cuidado. No me gusta nada ese… hombre, o como se deba llamar —dijo Miredia.
   —Tendré todo el cuidado que pueda —dijo Báldor—. Ad… Hola, supongo.
   La pareja de campesinos se despidió con palabras cautas, Lirinna, la hija pequeña, con tristeza, y Valián fue el que menos habló, observando de soslayo al hombre gris al que ya consideraba un enemigo.

   Báldor no lo tenía en mucha mejor estima, y cuando llegó a él cabalgando, apenas se atrevió a levantar la vista. Otro kasabo acudió a ellos trotando desde detrás de la loma y el extraterrestre, que llevaba una larga túnica azul, montó en él. No fueron necesarias las palabras para decidir el rumbo.
   Y mientras avanzaban a través de la pradera y de las desordenadas casas de la aldea, ninguno dijo nada. Báldor miraba a cada vecino con una expresión de nostalgia, deseando quedarse a vivir con cualquiera de ellos antes que continuar con una travesía que, a pesar de haber sido corta hasta entonces, ya era muy incómoda. Lo fue más cuando el ser habló por primera vez.
   —¿Quieres para ya? —dijo.
   —¿Qué? ¿Te refieres a descansar? —preguntó Báldor, desconcertado. Recorrían un tramo libre de casas.
   —A parar de quejarte.
   —No he dicho nada.
   —Pero lo piensas.
   —¿Lees los pensamientos? —dijo Báldor, alarmado.
   —Sí, como todos mis congéneres —dijo el otro—. No me sorprende que te asuste. Sí, es incómodo —añadió, en respuesta al pensamiento de Báldor.
   —Pues sí, lo es —dijo él, un poco más molesto que intranquilo.
   —No puedo dejar de hacerlo —dijo el hombre gris tras escuchar la mente de Báldor otra vez—. ¿Acaso puedes tú dejar de oír por ti mismo?
   —No, a no ser que me tape los oídos.
   —A eso me refería.
   Báldor emitió un ruido de queja y maldijo en el pensamiento, aunque se arrepintió al instante y trató de mantener la mente en blanco. Pero no podía, él pensaba demasiado, debía pensar.
   —Tu planeta —dijo el extraterrestre—. ¿Es ese azul y plagado de seres irracionales?
   —¿La Tierra? —dijo Báldor—. ¿Te refieres a ese?
   —Es un nombre penoso. No entenderías el nombre que le da mi raza, pero parece que se trata del mismo. Sí, es ese.
   —¿Cómo estás tan seguro?
   —Por las imágenes que has pensado.
   —Mierda —dijo Báldor, bajando la cabeza—. Pues sí, es la Tierra. El nombre no es muy original, la verdad. ¿Y cuál es tu planeta?
   —No tiene nombre, tampoco lo tiene mi raza. Ni yo. No merece la pena hablar de nombres, no es importante.
   —Ya, bueno… Nosotros le ponemos nombres a todas las cosas —dijo Báldor.
   —Solo nombramos aquello que requiera un nombre. Tu especie es estúpida. Siempre lo ha sido.
   —No te voy a discutir eso. ¿Desde cuándo conoces a los humanos?
   —Desde hace mucho tiempo. —Báldor se quedó impresionado, y pensó palabras que su nuevo compañero respondió—. Sí, visitamos vuestro planeta desde lo que llamas antigüedad.
   —Vaya… —fue lo único que pudo murmurar Báldor. Tenía muchas cosas que preguntar, pues había visto varios programas sobre alienígenas y la antigüedad.
   —Responderé cuando puedas leer pensamientos —dijo el otro, sobresaltando a Báldor.
   Este trató de dejar la mente en blanco una vez más, y lo consiguió por un instante, mas pronto se olvidó y le dio vueltas al asunto de los extraterrestres en la Tierra durante largo rato. Sin embargo, aquel que cabalgaba delante de él no ofreció ninguna respuesta más.

   Avanzaron así durante muchas horas hasta que los kasabos se negaron a continuar y Báldor comenzó a sentirse cansado. Por fortuna, estaban rodeados de casas, aunque nadie quiso acogerlos y parecía que allí no existían las posadas. Resignado, Báldor escogió el muro de un edificio y decidió tumbarse junto a él. Las monturas y el hombre gris se quedaron de pie, cerca, mientras él lidiaba con la incomodidad de dormir sobre el suelo por primera vez. No era tan fácil como parecía en las historias que había leído, a pesar de que trató de utilizar su fardo como almohada. No obstante, tras muchas vueltas descubrió el secreto para dormir en aquellas condiciones: el cansancio siempre vencía a cualquier incomodidad.
   Pero el descanso le duró poco, pues sintió en sueños inquietos que algo reptaba por su brazo derecho, y abrió los ojos. Así vio unos enormes ojos negros que lo contemplaban desde muy cerca, pues un ser de largos dedos y de gran cabeza gris se inclinaba sobre él. Báldor gritó con terror y se apartó de un salto. Pronto distinguió que seguía en el mismo lugar, y que aquel ser era su nuevo acompañante, el hombre gris. Y sus delgados hombros se convulsionaban mientras dejaba escapar aire repetidas veces desde su boca; parecía una especie de risa.
   —Eres un cobarde —dijo el extraterrestre—. Qué estúpido. —Y siguió riéndose a su manera.
   Báldor pensó un insulto muy ofensivo sin temor a que su mente fuera leída, y expulsó aire por la nariz, molesto. Aunque todo temor se había desvanecido y quizá reiría al recordar esto en un posible futuro.

   La jornada que siguió, difícil de definir a causa de la constante luz, fue larga e incómoda. Cabalgaron cuanto pudieron a través de campos despoblados o de cultivo, y casas. Tras muchas horas en las que reinó el silencio, alcanzaron el río Barados, que separaba a la ciudad de las aldeas que había al oeste de ella. Báldor había aprendido en la casa de los campesinos que los ríos avanzaban desde los mares hacia el interior del país, por lo que adivinó la posición del mar de Áglaren, situado al sur de Tárgrea, al contemplar la corriente. Pero su compañero no se detuvo a observar nada y avanzó hacia el castillo de Triaghara, que era la primera construcción que podía verse.
   Cruzaron uno de los muchos puentes que se arqueaban sobre las anchas aguas y llegaron a una ciudad carente de murallas, con un castillo de bloques grises que daban forma a un edificio no tan magnífico como las fortalezas que Báldor había imaginado. Al menos había un torreón, y en lo alto de su tosca cúpula se agitaba un estandarte blanco, bordado con líneas azules. Báldor desmontó del kasabo y le hizo dar la vuelta, para que regresara junto a Miredia, Dúrnol y los demás. Él también deseó regresar con ellos.
   —Y bien, ¿qué haremos aquí? —le preguntó al hombre gris, sin mirarlo.
   —Hablar con la reina —dijo él, escrudiñando la ciudad sin ninguna expresión en el rostro.
   —Bien.
   —Hay una mente diferente. Quizá deberíamos buscarla.
   —¿A qué te refieres? —preguntó Báldor, mirándolo por un instante, y luego a Triaghara.
   —Es posible que alguien más haya venido.
   —¿De otro mundo, como tú y yo? —dijo, molesto por sus cortas respuestas.
   —O de algún lugar peor. De la oscuridad de más allá, me parece.
   —Eso no es nada bueno.
   Por lo que Báldor sabía, los habitantes de la noche no podían existir mucho tiempo bajo la luz, y lo contrario sucedía con quienes vivían bajo la protección de Garadon. Por eso, solo él y su acompañante, quienes venían de otros mundos, serían capaces de adentrarse en las sombras que había al norte, lejos de allí. Y también por eso, no comprendía que pudiera haber un enemigo en Triaghara. Aun así, le inquietaba.



Fuente imagen: https://thefrontierandbeyond.weebly.com/aliens.html

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