Nuestros mundos enfrentados, 1 - Decir adiós



   Dos jóvenes… bueno, dos que no eran tan jóvenes, pues rozaban la treintena, se acercaban a hurtadillas al hallazgo que había impresionado a todo el país desde la madrugada. Un meteorito había caído en las afueras de aquella ciudad isleña, y por fin los investigadores y periodistas se habían retirado a dormir ahora que la noche era profunda. Por supuesto, estos dos no eran los únicos que trataban de acercarse a la roca espacial, y había policías y cintas amarillas que trataban de persuadir a cualquier curioso. Por eso, los amigos esperaban desde una distancia prudencial; al fin y al cabo, conocían aquel descampado mejor que cualquiera de esos vigilantes.
   Uno de ellos miraba su teléfono móvil cuando otro gritó, su compañero se aseguró de bloquear la pantalla y guardar las conversaciones en el bolsillo antes de correr a ayudar. Por fin algún habitante de la ciudad había decidido intentar burlar la seguridad, distrayendo a la policía para que los dos que no eran tan jóvenes tuvieran una oportunidad. Corrieron, aunque uno de ellos era un tanto lento, pasaron por encima de la incapaz cinta y pisaron el cráter, haciendo un último esfuerzo para alcanzar el meteorito. La piedra, que no parecía nada fuera de lo común, era un poco más baja que ellos, aunque más ancha. Había un aroma extraño alrededor de su figura, y los dos colegas se quedaron mirándola en la oscuridad mientras los policías y otra persona gritaban no muy lejos.
   —Y pensar que esto vino del espacio —dijo uno de los amigos.
   —Sí, de otro mundo —dijo el otro, resoplando.
   —¿Y qué hacemos? Espera, voy a sacarle una foto.
   —Cuidado con el flash. Bah, a la mierda, quiero tocar esto.
   Alzó una mano y la puso sin dudar sobre la superficie rocosa. Estaba oscuro, pero pudo distinguir bien sus dedos y la roca marrón.

   «¿Qué demonios…?». Era de día, y alarmado por ello, se levantó quizá con demasiada prontitud. Todo le dio vueltas por un instante y se vio obligado a agachar la cabeza, pero creía haber visto que lo que le rodeaba era verdor. «Esto no puede ser, debo haberlo imaginado. ¿Y la ciudad y los edificios? Ay, como me hayan secuestrado… Pero tengo todas las ropas puestas y no llevaba nada en los bolsillos. ¡Pasa ya, maldito mareo!», pensó. Se golpeó la cabeza con las palmas de las manos e inspiró por la nariz antes de levantar el rostro y abrir los ojos. Sí, todo lo que le rodeaba era verdor.
   Ante sus ojos se extendía una campiña de hierba fresca y verde que parecía no tener fin más allá de las suaves ondulaciones que se perdían hacia el horizonte azul. Alarmado, se dio la vuelta, creyéndose en algún lugar de ensueño como el interior de la Luna. Pero lo que vio no le hizo sentir mucha tranquilidad, a pesar de que solo se trataba de árboles. Árboles que alguien había puesto patas arriba. Raíces arriba, mejor dicho. Estas se retorcían hacia los cielos como si fueran ramas mientras que a los pies de cada tronco había un espeso faldón de hojas. «Vale, esto es un sueño», pensó. Se dio varios puñetazos en un hombro y sintió dolor. Luego se puso de pie y trató de volar, como había hecho en un sueño en el que fue capaz de tomar el control. Mas nada sucedió, y se quedó petrificado y con la vista perdida en el verdor del suelo.
    —Bien —dijo en voz baja—. ¿Y ahora?
   Miró a un lado y a otro, pero enseguida comenzó a pensar en todo lo que suponía aquello que ni siquiera sabía nombrar. «¿Estoy en otro mundo, o qué? ¿O es que un tornado volcó todos esos árboles? Pero este prado no existía cerca de la ciudad… bueno, ni siquiera en toda la isla. No hay tanto espacio para unos campos como estos. Madre mía», pensó, aunque la maldición le recordó a su madre y al resto de su familia. «¿Cómo voy a verlos ahora? ¡Joder! Y Laura… Se va a sentir muy sola». Pensar en su novia lo entristeció aún más, y se dejó caer al suelo, abatido. Inevitablemente, lloró la aparente pérdida de sus seres queridos, aunque no quería dar por sentado que nunca volvería a verlos. Enterró los dedos de las manos en su espesa cabellera negra y permaneció allí largo rato.

   Pasada la parte más profunda y amarga de su tristeza, decidió levantarse y caminar pues no tenía nada que perder, salvo quizá tanta tristeza. Se acercó a los árboles, que parecían formar un extenso bosque, y los contempló una vez más con asombro, negando con la cabeza ante la extraña imagen que ofrecían. Observó entonces que también había arbustos y flores que estaban «del revés» entre las ramas y las hojas. Puso la mano sobre un tronco, suspiró y echó a andar hacia su derecha, pero pronto comenzó a sudar. Notó que hacía más calor y se sintió incómodo, por lo que se adentró un paso en la floresta para que su sombra lo cubriera por completo. Esto solo le hizo sentirse más agobiado.
   —¿Qué demonios pasa ahora? —murmuró, mirando con desconfianza hacia el interior del bosque.
   Se alejó de los árboles casi de un salto y, en cuanto se halló por completo bajo la luz del Sol, volvió a sentir frescor. Miró hacia el cielo, cubriéndose el rostro con una mano.
   —¡No me digas! Lo que faltaba —dijo, y volvió a mirar la pradera, abriendo los brazos.
   Hacía fresco bajo la luz y calor en la sombra, pero no comprendía por qué. Todo parecía estar del revés allí. «Es un milagro que se vea el Sol, o lo que sea», pensó. «A saber qué hay en la noche». Arqueó las cejas, se encogió de hombros y siguió andando bajo la luz diurna, más cómodo de lo que nunca había estado expuesto a ella. Pronto, como el paisaje no cambiaba, bajó la mirada y se puso a pensar. «Todo esto es real, pero ¿cómo? ¿Por qué estoy aquí? Solo toqué ese meteorito… Mierda, no tendría que haberlo hecho. ¿Qué ocurrió? A ver si voy a estar muerto y esto es lo que viven todos los muertos. Pero yo no creía en ningún dios y esto no se parece a un infierno. ¿O será que cuando uno muere puede vivir en su pensamiento por siempre? Ay… ¡joder! Yo no pensaría cosas tan raras como estas». Se detuvo y pateó el suelo, no podía soportar su desesperación y una parte de él deseó morir de verdad.

   Mientras pateaba unas briznas de hierba que sobresalían se percató de que algo se movía cerca de los árboles. Miró y descubrió a una niña que lo miraba, tensa, protegiéndose detrás de un tronco.
   —¡Hola! —le dijo, levantando una mano—. Perdona, pero ¿dónde estamos? ¿Qué sitio es este?
   La niña no respondió, pero huyó cuando él se acercó unos pasos con la intención de hablarte otra vez. «Mierda», pensó, antes de apresurar su paso para seguirla. La muchacha corrió junto a la línea del bosque, perdiéndose tras una loma del terreno. Él corrió hasta alcanzar esa elevación verdosa, y desde su punto más alto pudo ver una casa en la que la joven entraba. Poco después salió, acompañada por un chico y un hombre armados… con espadas.
   —¿Qué es esto? —murmuró, impresionado. Pensó en huir, pero en realidad no quería hacerlo.
   —¡¿Quién eres?! —le preguntó el hombre desde la distancia, con la espada en alto.
   —Soy… —dijo en voz baja. Era obvio que aquellas personas no eran de su tiempo. Sus ropajes eran antiguos, la casa era de aspecto medieval. Y tenían espadas. Nadie tenía espadas como si fueran algo tan común como una escoba.
   —Debe haber traspasado la barrera, padre —dijo el más joven.
   —Lo sé, tranquilo. Parece desarmado —dijo el hombre, luego alzó la voz—. ¡Habla! ¡O regresa por donde has venido!
   —¡No soy un enemigo! Mi nombre es… Báldor. Me llamo Báldor —dijo, sintiéndose aliviado por haber hecho de su nombre original uno acorde a un tiempo medieval (y que había asociado de inmediato con la fantasía).
   —¡Atrás! —le dijo el hombre—. ¿Cómo sabemos que no eres un enemigo? Los diablos de Malkarath mienten.
   —No sé quién es ese —dijo Báldor, sintiéndose inquieto ante la cercanía de las espadas—. Yo… aparecí cerca del bosque. Ayer, supongo, salí por la noche y toqué el meteorito que había caído cerca de la ciudad. No sé qué pasó después.
   —¡Por la noche! —le dijo el chico a su padre, mirándolo con espanto. El hombre frunció el ceño y apretó la empuñadura.
   —Nada bueno camina bajo la noche —dijo el hombre, acercándose más.
   —¡Eh, pero yo no soy malo! —dijo Báldor, retrocediendo.
   Sin embargo, sus palabras no persuadieron a aquel tipo amenazador. Báldor adoptó una posición de guardia, pues había practicado artes marciales durante algunos años, aunque nunca se había defendido de un arma blanca real. «No, yo creo que lo mejor será que corra», pensó, mirando alrededor y luego a la hoja metálica.

   No obstante, cuando arrastró una de sus piernas hacia atrás con la intención de echar a correr, una figura emergió del bosque. Y nadie la habría mirado si no hubiera sido tan brillante, si sus ropas no parecieran haber sido tejidas con pedazos de Sol. Era un hombre envuelto en luz y de expresión serena; su sola presencia inspiraba alivio y regocijo, y Báldor perdió todo su temor. De pronto, se percató de que las otras personas habían arrojado las armas al suelo para arrodillarse ante aquel individuo. Este habló antes de que Báldor pudiera empezar a pensar posibilidades.
   —Podéis poneros en pie —les dijo a los campesinos con una sonrisa, luego se dirigió a Báldor—. Acepta mi despedida, Báldor.
   —¿Qué? —dijo él, alarmado. Levantó el brazo derecho para protegerse mejor la cara. Aquel hombre de luz lo miró con desconcierto.
   —Discúlpame —dijo—, pues hay cosas que en tu mundo son opuestas. Debí decir acepta mis saludos. En Tárgrea decimos adiós cuando llegamos, y hola cuando nos vamos.
   —Vale, supongo que adiós, entonces —dijo Báldor, confuso. El hombre de brillantes ropas sonrió.
   —Mi nombre es Garadon, dios de estas tierras. Y aparezco hoy ante vosotros para despejar vuestras dudas y temores —dijo. Báldor no podía creerlo, tenía los ojos como platos—. Tárgrea se desmorona, la esencia que mantiene a las tierras y a los mares unidos está siendo corrompida por las malas artes de Turkhar, dios invasor. Un centenar de fragmentos se han desprendido ya, perdiéndose en las eternas sombras o cayendo en otros mundos. No obstante, a través de esos fragmentos, que son una extensión de este mundo y de mi mente, he buscado auxilio. Así ha sido cómo Báldor ha aparecido en suelo de Tárgrea.
   —¿Y por qué yo? ¿Entonces tengo que ayudaros? —preguntó él, inquieto—. Pero…
   —Te rogamos que nos ayudes, sí. Me temo, además, que no podrás regresar a tu mundo sin algo que a él te vincule —dijo Garadon, disgustando a Báldor—. Llegaste a Tárgrea porque tocaste uno de sus fragmentos mientras mi pensamiento lo habitaba. Me dice el corazón que aquí, tus ojos verán más allá de lo que mis hijos pueden diferenciar. Escucha mi ruego, ayúdanos, detén a Turkhar —inclinó la cabeza—. Y discúlpame por haberte arrebatado del hogar.
   —Bueno… La verdad… No sé qué decir. No puedo volver a casa, ¿no es así? —dijo Báldor, y vio que Garadon negaba con la cabeza—. No sé. No sé qué hacer.
   —Mis buenos hijos —dijo Garadon, dirigiéndose a los admirados campesinos—. Acoged a Báldor e instruidlo acerca de nuestro mundo. Contadle todo aquello que necesite saber y, cuando llegue el momento, guiadlo a Triaghara. Allí habrá de hallar el camino.
   —Así se hará, mi señor —dijeron padre e hijo. La muchacha retrocedió unos pasos.
   —Ahora me iré, pero observaré vuestros pasos desde mi ventana. Os saludo —dijo Garadon, y comenzó a desvanecerse.
   Los campesinos le dijeron hola varias veces hasta que desapareció y luego corrieron hacia Báldor, quien tenía la vista perdida en el suelo.
   —Me llamo Dúrnol —dijo el padre—. Ven con nosotros a nuestra casa, allí te acogeremos.
   Báldor levantó la mirada para ver el rostro de aquel hombre, que ya no parecía nada amenazador. Su expresión era bondadosa en una cara redonda y sin barba, cuyos rasgos podían encontrarse también en el hijo; ambos tenían cejas y narices semejantes, aunque el parecido no era tan notorio en la joven. Báldor, abatido, se dejó guiar.

   «Vale, aquí estoy, en un mundo fantástico que se está cayendo a pedazos por culpa de un dios malvado. Hay espadas y las cosas están del revés. Los árboles crecen boca abajo, las sombras dan calor y los dioses existen de verdad y hablan con las personas. Pero, ¿por qué yo? ¿Qué voy a hacer yo para salvar este mundo si soy un tipo normal de una ciudad mediocre? Además, no puedo decir que no. No hay manera de regresar a casa… Maldita sea», pensó mientras caminaba, y suspiró. Levantó la mirada y vio que la casa de Dúrnol ya estaba a pocos metros, y que la muchacha que había visto primero esperaba ante la puerta abierta.
   Báldor entró detrás de los campesinos, dio unos pasos y se sorprendió, pues había llegado a una estancia con una cama y otros muebles de madera; no era el típico recibidor. Aunque, lo que más le sorprendió fue el juguete que había sobre la sábana blanca que cubría el colchón: un oso de felpa. Los clores y el material con el que estaba hecho eran diferentes, pero, por lo demás, era idéntico al primer peluche que le habían regalado en toda su vida. Aquel cuyo recuerdo conservaba en una foto suya de bebé, pues su difunta madre se lo había regalado. 


Fuente imagen: https://en.yabiladi.com/articles/details/60963/meteorites-that-fell-morocco-years.html

Comentarios

Entradas populares