Nuestros mundos enfrentados, 1 - Decir adiós
Dos jóvenes… bueno, dos que no eran tan
jóvenes, pues rozaban la treintena, se acercaban a hurtadillas al hallazgo que
había impresionado a todo el país desde la madrugada. Un meteorito había caído
en las afueras de aquella ciudad isleña, y por fin los investigadores y
periodistas se habían retirado a dormir ahora que la noche era profunda. Por
supuesto, estos dos no eran los únicos que trataban de acercarse a la roca
espacial, y había policías y cintas amarillas que trataban de persuadir a
cualquier curioso. Por eso, los amigos esperaban desde una distancia
prudencial; al fin y al cabo, conocían aquel descampado mejor que cualquiera de
esos vigilantes.
Báldor entró detrás de los
campesinos, dio unos pasos y se sorprendió, pues había llegado a una estancia
con una cama y otros muebles de madera; no era el típico recibidor. Aunque, lo
que más le sorprendió fue el juguete que había sobre la sábana blanca que
cubría el colchón: un oso de felpa. Los clores y el material con el que estaba
hecho eran diferentes, pero, por lo demás, era idéntico al primer peluche que
le habían regalado en toda su vida. Aquel cuyo recuerdo conservaba en una foto suya
de bebé, pues su difunta madre se lo había regalado.
Uno de
ellos miraba su teléfono móvil cuando otro gritó, su compañero se aseguró de
bloquear la pantalla y guardar las conversaciones en el bolsillo antes de
correr a ayudar. Por fin algún habitante de la ciudad había decidido intentar
burlar la seguridad, distrayendo a la policía para que los dos que no eran tan
jóvenes tuvieran una oportunidad. Corrieron, aunque uno de ellos era un tanto
lento, pasaron por encima de la incapaz cinta y pisaron el cráter, haciendo un
último esfuerzo para alcanzar el meteorito. La piedra, que no parecía nada
fuera de lo común, era un poco más baja que ellos, aunque más ancha. Había un
aroma extraño alrededor de su figura, y los dos colegas se quedaron mirándola
en la oscuridad mientras los policías y otra persona gritaban no muy lejos.
—Y
pensar que esto vino del espacio —dijo uno de los amigos.
—Sí,
de otro mundo —dijo el otro, resoplando.
—¿Y
qué hacemos? Espera, voy a sacarle una foto.
—Cuidado con el flash. Bah, a
la mierda, quiero tocar esto.
Alzó
una mano y la puso sin dudar sobre la superficie rocosa. Estaba oscuro, pero
pudo distinguir bien sus dedos y la roca marrón.
«¿Qué
demonios…?». Era de día, y alarmado por ello, se levantó quizá con demasiada
prontitud. Todo le dio vueltas por un instante y se vio obligado a agachar la
cabeza, pero creía haber visto que lo que le rodeaba era verdor. «Esto no puede
ser, debo haberlo imaginado. ¿Y la ciudad y los edificios? Ay, como me hayan
secuestrado… Pero tengo todas las ropas puestas y no llevaba nada en los
bolsillos. ¡Pasa ya, maldito mareo!», pensó. Se golpeó la cabeza con las palmas
de las manos e inspiró por la nariz antes de levantar el rostro y abrir los
ojos. Sí, todo lo que le rodeaba era verdor.
Ante
sus ojos se extendía una campiña de hierba fresca y verde que parecía no tener
fin más allá de las suaves ondulaciones que se perdían hacia el horizonte azul.
Alarmado, se dio la vuelta, creyéndose en algún lugar de ensueño como el
interior de la Luna. Pero lo que vio no le hizo sentir mucha tranquilidad, a
pesar de que solo se trataba de árboles. Árboles que alguien había puesto patas
arriba. Raíces arriba, mejor dicho. Estas se retorcían hacia los cielos como si
fueran ramas mientras que a los pies de cada tronco había un espeso faldón de
hojas. «Vale, esto es un sueño», pensó. Se dio varios puñetazos en un hombro y
sintió dolor. Luego se puso de pie y trató de volar, como había hecho en un
sueño en el que fue capaz de tomar el control. Mas nada sucedió, y se quedó
petrificado y con la vista perdida en el verdor del suelo.
—Bien
—dijo en voz baja—. ¿Y ahora?
Miró a
un lado y a otro, pero enseguida comenzó a pensar en todo lo que suponía
aquello que ni siquiera sabía nombrar. «¿Estoy en otro mundo, o qué? ¿O es que
un tornado volcó todos esos árboles? Pero este prado no existía cerca de la
ciudad… bueno, ni siquiera en toda la isla. No hay tanto espacio para unos
campos como estos. Madre mía», pensó, aunque la maldición le recordó a su madre
y al resto de su familia. «¿Cómo voy a verlos ahora? ¡Joder! Y Laura… Se va a
sentir muy sola». Pensar en su novia lo entristeció aún más, y se dejó caer al
suelo, abatido. Inevitablemente, lloró la aparente pérdida de sus seres
queridos, aunque no quería dar por sentado que nunca volvería a verlos. Enterró
los dedos de las manos en su espesa cabellera negra y permaneció allí largo
rato.
Pasada
la parte más profunda y amarga de su tristeza, decidió levantarse y caminar
pues no tenía nada que perder, salvo quizá tanta tristeza. Se acercó a los
árboles, que parecían formar un extenso bosque, y los contempló una vez más con
asombro, negando con la cabeza ante la extraña imagen que ofrecían. Observó
entonces que también había arbustos y flores que estaban «del revés» entre las
ramas y las hojas. Puso la mano sobre un tronco, suspiró y echó a andar hacia
su derecha, pero pronto comenzó a sudar. Notó que hacía más calor y se sintió
incómodo, por lo que se adentró un paso en la floresta para que su sombra lo
cubriera por completo. Esto solo le hizo sentirse más agobiado.
—¿Qué
demonios pasa ahora? —murmuró, mirando con desconfianza hacia el interior del
bosque.
Se
alejó de los árboles casi de un salto y, en cuanto se halló por completo bajo
la luz del Sol, volvió a sentir frescor. Miró hacia el cielo, cubriéndose el
rostro con una mano.
—¡No
me digas! Lo que faltaba —dijo, y volvió a mirar la pradera, abriendo los
brazos.
Hacía
fresco bajo la luz y calor en la sombra, pero no comprendía por qué. Todo
parecía estar del revés allí. «Es un milagro que se vea el Sol, o lo que sea»,
pensó. «A saber qué hay en la noche». Arqueó las cejas, se encogió de hombros y
siguió andando bajo la luz diurna, más cómodo de lo que nunca había estado expuesto
a ella. Pronto, como el paisaje no cambiaba, bajó la mirada y se puso a pensar.
«Todo esto es real, pero ¿cómo? ¿Por qué estoy aquí? Solo toqué ese meteorito…
Mierda, no tendría que haberlo hecho. ¿Qué ocurrió? A ver si voy a estar muerto
y esto es lo que viven todos los muertos. Pero yo no creía en ningún dios y
esto no se parece a un infierno. ¿O será que cuando uno muere puede vivir en su
pensamiento por siempre? Ay… ¡joder! Yo no pensaría cosas tan raras como estas».
Se detuvo y pateó el suelo, no podía soportar su desesperación y una parte de
él deseó morir de verdad.
Mientras pateaba unas briznas de hierba que sobresalían se percató de
que algo se movía cerca de los árboles. Miró y descubrió a una niña que lo
miraba, tensa, protegiéndose detrás de un tronco.
—¡Hola! —le dijo, levantando una mano—. Perdona, pero ¿dónde estamos?
¿Qué sitio es este?
La
niña no respondió, pero huyó cuando él se acercó unos pasos con la intención de
hablarte otra vez. «Mierda», pensó, antes de apresurar su paso para seguirla.
La muchacha corrió junto a la línea del bosque, perdiéndose tras una loma del
terreno. Él corrió hasta alcanzar esa elevación verdosa, y desde su punto más
alto pudo ver una casa en la que la joven entraba. Poco después salió,
acompañada por un chico y un hombre armados… con espadas.
—¿Qué
es esto? —murmuró, impresionado. Pensó en huir, pero en realidad no quería
hacerlo.
—¡¿Quién eres?! —le preguntó el hombre desde la distancia, con la espada
en alto.
—Soy…
—dijo en voz baja. Era obvio que aquellas personas no eran de su tiempo. Sus
ropajes eran antiguos, la casa era de aspecto medieval. Y tenían espadas. Nadie
tenía espadas como si fueran algo tan común como una escoba.
—Debe
haber traspasado la barrera, padre —dijo el más joven.
—Lo
sé, tranquilo. Parece desarmado —dijo el hombre, luego alzó la voz—. ¡Habla! ¡O
regresa por donde has venido!
—¡No
soy un enemigo! Mi nombre es… Báldor. Me llamo Báldor —dijo, sintiéndose
aliviado por haber hecho de su nombre original uno acorde a un tiempo medieval
(y que había asociado de inmediato con la fantasía).
—¡Atrás! —le dijo el hombre—. ¿Cómo sabemos que no eres un enemigo? Los
diablos de Malkarath mienten.
—No sé
quién es ese —dijo Báldor, sintiéndose inquieto ante la cercanía de las
espadas—. Yo… aparecí cerca del bosque. Ayer, supongo, salí por la noche y
toqué el meteorito que había caído cerca de la ciudad. No sé qué pasó después.
—¡Por
la noche! —le dijo el chico a su padre, mirándolo con espanto. El hombre
frunció el ceño y apretó la empuñadura.
—Nada
bueno camina bajo la noche —dijo el hombre, acercándose más.
—¡Eh,
pero yo no soy malo! —dijo Báldor, retrocediendo.
Sin
embargo, sus palabras no persuadieron a aquel tipo amenazador. Báldor adoptó
una posición de guardia, pues había practicado artes marciales durante algunos
años, aunque nunca se había defendido de un arma blanca real. «No, yo creo que
lo mejor será que corra», pensó, mirando alrededor y luego a la hoja metálica.
No
obstante, cuando arrastró una de sus piernas hacia atrás con la intención de
echar a correr, una figura emergió del bosque. Y nadie la habría mirado si no
hubiera sido tan brillante, si sus ropas no parecieran haber sido tejidas con
pedazos de Sol. Era un hombre envuelto en luz y de expresión serena; su sola
presencia inspiraba alivio y regocijo, y Báldor perdió todo su temor. De
pronto, se percató de que las otras personas habían arrojado las armas al suelo
para arrodillarse ante aquel individuo. Este habló antes de que Báldor pudiera
empezar a pensar posibilidades.
—Podéis poneros en pie —les dijo a los campesinos con una sonrisa, luego
se dirigió a Báldor—. Acepta mi despedida, Báldor.
—¿Qué?
—dijo él, alarmado. Levantó el brazo derecho para protegerse mejor la cara.
Aquel hombre de luz lo miró con desconcierto.
—Discúlpame —dijo—, pues hay cosas que en tu mundo son opuestas. Debí
decir acepta mis saludos. En Tárgrea
decimos adiós cuando llegamos, y hola cuando nos vamos.
—Vale,
supongo que adiós, entonces —dijo Báldor, confuso. El hombre de brillantes
ropas sonrió.
—Mi
nombre es Garadon, dios de estas tierras. Y aparezco hoy ante vosotros para
despejar vuestras dudas y temores —dijo. Báldor no podía creerlo, tenía los
ojos como platos—. Tárgrea se desmorona, la esencia que mantiene a las tierras
y a los mares unidos está siendo corrompida por las malas artes de Turkhar,
dios invasor. Un centenar de fragmentos se han desprendido ya, perdiéndose en
las eternas sombras o cayendo en otros mundos. No obstante, a través de esos
fragmentos, que son una extensión de este mundo y de mi mente, he buscado
auxilio. Así ha sido cómo Báldor ha aparecido en suelo de Tárgrea.
—¿Y
por qué yo? ¿Entonces tengo que ayudaros? —preguntó él, inquieto—. Pero…
—Te
rogamos que nos ayudes, sí. Me temo, además, que no podrás regresar a tu mundo
sin algo que a él te vincule —dijo Garadon, disgustando a Báldor—. Llegaste a Tárgrea
porque tocaste uno de sus fragmentos mientras mi pensamiento lo habitaba. Me
dice el corazón que aquí, tus ojos verán más allá de lo que mis hijos pueden
diferenciar. Escucha mi ruego, ayúdanos, detén a Turkhar —inclinó la cabeza—. Y
discúlpame por haberte arrebatado del hogar.
—Bueno… La verdad… No sé qué decir. No puedo volver a casa, ¿no es así?
—dijo Báldor, y vio que Garadon negaba con la cabeza—. No sé. No sé qué hacer.
—Mis
buenos hijos —dijo Garadon, dirigiéndose a los admirados campesinos—. Acoged a Báldor
e instruidlo acerca de nuestro mundo. Contadle todo aquello que necesite saber
y, cuando llegue el momento, guiadlo a Triaghara. Allí habrá de hallar el
camino.
—Así
se hará, mi señor —dijeron padre e hijo. La muchacha retrocedió unos
pasos.
—Ahora
me iré, pero observaré vuestros pasos desde mi ventana. Os saludo —dijo
Garadon, y comenzó a desvanecerse.
Los
campesinos le dijeron hola varias
veces hasta que desapareció y luego corrieron hacia Báldor, quien tenía la
vista perdida en el suelo.
—Me
llamo Dúrnol —dijo el padre—. Ven con nosotros a nuestra casa, allí te
acogeremos.
Báldor
levantó la mirada para ver el rostro de aquel hombre, que ya no parecía nada
amenazador. Su expresión era bondadosa en una cara redonda y sin barba, cuyos
rasgos podían encontrarse también en el hijo; ambos tenían cejas y narices
semejantes, aunque el parecido no era tan notorio en la joven. Báldor, abatido,
se dejó guiar.
«Vale,
aquí estoy, en un mundo fantástico que se está cayendo a pedazos por culpa de
un dios malvado. Hay espadas y las cosas están del revés. Los árboles crecen
boca abajo, las sombras dan calor y los dioses existen de verdad y hablan con
las personas. Pero, ¿por qué yo? ¿Qué voy a hacer yo para salvar este mundo si
soy un tipo normal de una ciudad mediocre? Además, no puedo decir que no. No
hay manera de regresar a casa… Maldita sea», pensó mientras caminaba, y
suspiró. Levantó la mirada y vio que la casa de Dúrnol ya estaba a pocos
metros, y que la muchacha que había visto primero esperaba ante la puerta
abierta.
Fuente imagen: https://en.yabiladi.com/articles/details/60963/meteorites-that-fell-morocco-years.html
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