Nuestros mundos enfrentados, 4 - Ojo de la tormenta
Báldor
se quedó mirando las casas de Triaghara como si pretendiera escuchar también los
pensamientos, mas no logró otra cosa que oír el rumor de algunas conversaciones
o ruidos convencionales. Desconcertado, dejó que el tiempo pasara.
—Es
fácil —dijo el ser gris, en respuesta a las inquietudes de Báldor.
—¿Qué…? ¿Cómo que es fácil? —preguntó él, comprendiendo después a qué se
refería.
—Tú
hablarás con la reina, yo iré en busca de esa mente.
—Está
bien —dijo Báldor, bastante aliviado por poder alejarse de su acompañante—. ¿Y
qué harás si se trata de un enemigo?
—Ya
veremos —respondió, y adelantó a su montura.
El
kasabo comenzó a trotar, dirigiéndose hacia las casas de la ciudad, y Báldor se
quedó solo, aunque inquieto, pues temía que aun desde la distancia sus
pensamientos pudieran ser escuchados. «Pues bueno, iré a hablar con la reina.
Lo demás no será mi responsabilidad», pensó, llevando los ojos al castillo.
Cuando
estuvo cerca, descubrió que había tanto mujeres como hombres vigilando y
portando armas. Miredia se lo había explicado bien: en Tárgrea no había
diferencias de género en cuanto a los oficios. «Muy contrario a mi mundo,
aunque pretendan decir que no», había dicho Báldor como respuesta.
Una
soldado le dio la bienvenida y le permitió entrar al castillo, que, por
supuesto, no tenía puerta.
—La
reina Amarial os espera —dijo, sonriendo.
Báldor
entró en una sala bastante rústica de piedra y con pocas decoraciones, sin
vigilantes ni sirvientes; más parecía una pequeña ermita de pueblo montañero
que un castillo. Al fondo, sentada sobre un banco de madera, había una mujer
delgada y joven con un vestido verde y simple. Báldor caminó hasta situarse ante
ella, carraspeó, y trató de hablar con toda la formalidad que recordaba de las
historias de fantasía.
—¿Sois
vos la reina Amarial de Triaghara? —dijo.
—Así
es —dijo ella, mirándolo con sus ojos marrones. No había ni una arruga en su
rostro, ni una cana en sus cabellos cobrizos. Pero parecía una mujer corriente,
no hermosa en exceso—. ¿Y sois vos el hombre de otro mundo?
—Lo
soy. Garadon mismo propuso que viniera a Triaghara, y por eso me dirijo a vos.
Me despido, su alteza —dijo, y a punto estuvo de hacer una reverencia. Pero
entonces recordó las palabras de Dúrnol: «¡Ni se te ocurra dirigirle ese gesto
tan horrible a la reina! Mira, te perdono porque sé que vienes de un mundo
extravagante, pero hasta yo me siento tremendamente ofendido. Si quieres
mostrar tu respeto, será mejor que levantes el dedo intermedio así»; y con un
gesto que en la Tierra era ofensivo, el campesino se mostró orgulloso. Así
pues, Báldor levantó aquel dedo ante la reina, conteniendo la risa. Sobre todo,
cuando ella lo correspondió.
—Os
recibo en Triaghara, caballero de tierras tan lejanas —dijo, y se irguió un
poco en su asiento—. Permitid que os asista de la mejor manera posible, pues
vuestra llegada ya me había sido anunciada y reservaba algo para vos.
Se
levantó y caminó hacia una habitación que se abría a su izquierda. Poco después
regresó con un pequeño saco; parecía que en verdad no tenía (o no necesitaba) a
nadie que la sirviera. Le entregó el fardo a Báldor y le instó a abrirlo. Lo
que vio a continuación hizo que la mano del desconcierto arrugara su rostro:
canicas.
—Soy
consciente del gran valor que posee esto que os entrego, mas no os preocupéis
—dijo la reina—. Dispongo de mucho más, pues Garadon mismo llena las arcas de
todos los reyes y reinas para que repartamos fortuna entre los ciudadanos.
—Mis
disculpas, amable señora —dijo Báldor, apartando la mirada de las canicas—.
Estos objetos son llamados boliches en mi tierra, y los niños juegan con ellos
y muchos se pierden en las huertas o se tiran a los estanques. Aunque hace ya mucho
que no se juega con los boliches en las calles. Han quedado olvidados,
sustituidos por otros ingenios. —La reina rio con una voz suave, mostrando los
dientes.
—En
verdad venís de un mundo distinto —dijo—. Acercaos, pues, y permitid que os
explique el valor de lo que os he entregado.
Báldor
se sentó al lado de la reina Amarial y esta le habló sobre las canicas. Eran el
dinero de Tárgrea y, en resumidas cuentas, cuanto más transparente fuera la
pequeña esfera, más valor poseía. Aquellas que eran como cristales traslúcidos
con solo una pequeña figura dibujada en su interior, valían por cien de ellas
si la figura era una llama de color azul. Si era verde y tenía forma circular,
valía por doscientas, y si era rosa con una forma indefinible, quinientas. Sin
embargo, la más valiosa de todas solo tenía un punto negro y parecía un ojo,
pero valía por mil. Y Báldor tenía unas cuantas de esas en su bolsa. Las que no
eran transparentes valían por diez si eran pequeñas y por cinco si eran
grandes.
—Garadon me hizo entrega de estas árclinas para que os obsequiara con
ellas. Que su valor os ayude a adquirir todo aquello que necesitéis. En
Triaghara no hay nada que posea más valor que el trabajo de los triagharos, por
lo que siempre debe ser recompensado.
—Lo
comprendo, y me parece justo —dijo Báldor, asombrado—. ¿Y es así en todas las
ciudades? —Amarial asintió
—Se
hace así pues son los reyes y reinas quienes reparten la fortuna entre quienes
viven junto a ellos. Y son esas gentes las que dan forma a las leyes que más
podrían convenirles mientras que, quienes gobernamos, las aprobamos o
rechazamos y mantenemos el orden.
—Es
una forma de gobierno curiosa —dijo Báldor, pensativo—. Todo es gracias a
Garadon… Siempre he pensado que la gente no debería poner a otra persona como
líder, pues habría codicia, pero al mismo tiempo necesitan hacerlo pues son
incapaces de gobernarse solos. Un dios que siempre está presente es lo ideal,
ahora que puedo verlo con mis propios ojos. Pero, ¿qué pasaría si uno de
vuestros reyes o reinas se dejara consumir por la avaricia?
—Tal
cosa es imposible en Tárgrea —dijo la reina, mirándolo con curiosidad después
de su reflexión—. Pero, de acontecer, sin duda Garadon intervendría para evitar
grandes daños.
—Qué
distinto es respecto a mi mundo —dijo Báldor, cruzándose de brazos. Cada vez
extrañaba menos la Tierra.
—Desearía
preguntaros acerca de vuestro hogar, mas temo que hay tareas que son menester.
Entre ellas, que escuchéis mi ruego —dijo Amarial—. Garadon nos advirtió sobre
la forja de armas para hacer frente al creciente mal que proviene del norte. No
obstante, ignoramos cómo hacer uso de ellas contra otras criaturas, o qué
podría ser de auxilio en caso de que hubiese una batalla. ¿Vos sois conocedor
de cuestiones concernientes a batallas y guerras?
—Sí…
quizá. Creo que podría ayudaros un poco, aunque ignoro lo bien pertrechadas que
puedan estar vuestras fuerzas —dijo Báldor, rascándose la nuca mientras dudaba
de sus propias palabras.
—Id,
pues, al encuentro de mi amiga Nialwen. Ella es la más diestra herrera de
Triaghara, y es posible que también lo sea de Tárgrea. O, al menos, de lo que
resta de ella bajo la luz —dijo Amarial con una fugaz expresión de temor—. Y,
cuando creáis haberla aconsejado con toda vuestra sabiduría, os ruego que
partáis hacia el noreste. Allí encontraréis a mi esposo, el rey de Sha’rin. Él
continuará guiando vuestro camino. —Se levantó mientras Báldor asentía, y
extendió un brazo hacia la puerta abierta del recinto.
—Iré
de inmediato, mi señora —dijo él, a punto de realizar una reverencia que
sustituyó con presteza por un dedo corazón erguido—. Hola.
—Hola,
caballero del otro mundo —dijo ella, sonriendo mientras le devolvía el gesto.
Báldor
se dio la vuelta a tiempo de ocultar su risa. Pero, tan pronto como le dio la
espalda a la reina, la preocupación invadió sus pensamientos.
Ya en
el exterior, decidió acercarse a la guardia de antes para averiguar cómo
encontrar a Nialwen. Tras memorizar con esfuerzo sus complicadas indicaciones,
se alejó en busca de la herrería. Anduvo entonces a paso lento, como siempre
hacía en lugares desconocidos, y se adentró en el principal cúmulo de casas de
Triaghara. Estas no estaban ordenadas ni separadas por calles bien definidas o
rectas, y enseguida entendió por qué las palabras de la vigilante habían sido
tan enrevesadas. No tardó en perderse y tener que preguntarle a otra persona.
Sin
embargo, poco después de haberse puesto en camino otra vez, comenzó a escuchar
una voz que cantaba y decidió tratar de encontrarla. Sin duda, el sonido fue
mejor guía que cualquier indicación, y pronto se halló ante una tarima rodeada
de gente que escuchaba con atención al cantor. Báldor nunca había visto a
tantos triagharos reunidos, y no tardó en percatarse de algo que le hizo
pensar: tenían pieles de diferentes colores, lo que en su mundo era conocido
como «razas». Pero allí estaban mezcladas de manera singular, pues mujeres de
piel oscura sostenían la mano de niños de ojos rasgados, o adultos de aquella
distinción tenían parejas semejantes a los campesinos Dúrnol y Miredia. Pronto,
Báldor se percató de que no estaban unidos de manera singular, sino de manera normal. Y con el tiempo aprendería que
en Tárgrea no existían las razas, sino que todos eran gente y el color de la
piel y otros rasgos no eran más que elementos aleatorios y sin importancia, al
igual que otros a los que en la Tierra no se tenía en cuenta.
Alguien interrumpió sus pensamientos, tocándole un brazo. Y cuando
Báldor se volvió a mirar, descubrió a un niño moreno de ojos azules, y este le
dijo:
—¡Idiota, aléjate ahora mismo de ese hombre!
—¿Cómo? —preguntó Báldor, desconcertado.
—Es lo
que me dijo el señor alto que está escondido allí —respondió enseguida el niño,
señalando hacia una casa—. Me pidió que te lo dijera, y da miedo…
—Ah,
te refieres al señor gris —dijo Báldor, y el niño asintió—. Iré a ver qué
quiere.
El
niño echó a correr mientras Báldor se dirigía a la casa. Caminó alrededor de su
fachada y enseguida encontró a su compañero de otro mundo, fuera de la vista de
las gentes y del bardo.
—No
tendrías que haber dejado que te viera —dijo el Señor Gris.
—¿A
quién te refieres?
—A ese
que hace tanto ruido. El que está subido en la tarima —respondió, con un
movimiento de cabeza.
—Ah,
el bardo. ¿Por qué? ¿Qué le pasa, no te gusta la música?
—Ruidos innecesarios. Pero su mente es la que buscaba. Debemos destruirlo.
—¿Destruirlo? ¿Cómo? —dijo Báldor, inquieto. Ni siquiera había comprado
una espada aún.
—No lo
sé. No en público. La gente como él es apreciada.
—Es
cierto, Dúrnol me habló de ello —dijo Báldor. El campesino le había contado que
los oficios más valorados eran los relacionados con el arte: la pintura, la
música, la escritura, la escultura… Quienes se dedicaban a ello eran
considerados ciudadanos honorables y recibían más árclinas que nadie, y siempre
estaban dispuestos a crear y compartir su arte.
—Y no
sé si podré acabar con él. Hay algo muy poderoso en su mente. —Hubo unos
segundos de silencio—. Creo que es el enemigo.
—¿A
qué refieres?
—Tulkhar. Él está en su mente.
—Si
hay un dios en su mente…
Las
palabras de Báldor fueron interrumpidas por la voz del bardo, que comenzó a
cantar de manera muy estridente. Su laúd gruñó unas cuantas notas desafinadas,
y el eco grave del hombre se alzó por encima de los demás sonidos, a excepción
del trueno que rugió sobre los techos de Triaghara; unas nubes oscuras lo
acompañaron, ennegreciendo los cielos claros y plagando las desordenadas calles
de sombras y calor. Las palabras del bardo fueron entonces terribles, y
hablaron de desesperanza, tinieblas y muerte. Las personas que lo rodeaban
empezaron a gritar, y algunos salieron corriendo. El Señor Gris dio un paso
hacia delante.
—Se
marcha —dijo, y miró a un lado.
Su
kasabo llegó entonces corriendo y él montó, cabalgando luego hacia la tarima. Báldor
corrió detrás de él, pero solo llegó a verlo pasar entre una multitud aterrada
que no se tranquilizó con su presencia. Jinete y montura se perdieron pronto detrás
de unas casas, persiguiendo al bardo.
Báldor
alcanzó la tarima y posó una mano sobre su superficie. Ya casi no había nadie a
su alrededor. «¿Qué significa todo esto?», pensó. «Si el enemigo estaba en la
mente del bardo, y el Señor Gris no quería que me viese, ¿podría ser que
estuviese espiando Triaghara a través de él? Tendría sentido, ya que las
criaturas de la noche no pueden entrar en la luz. De algún modo tiene que
enterarse de lo que sucede aquí dentro». Alzó la vista hacia el Sol, o lo que
fuera que alumbraba una reducida parte de Tárgrea, y se sintió inquieto. «Entonces
él sabe que Garadon pidió ayuda. Debo darme prisa, la paz no perdurará mucho
tiempo».
Fuente imagen: https://www.deviantart.com/eyepilot13/art/Evil-Eye-in-the-Sky-195670266
Comentarios
Publicar un comentario