Nuestros mundos enfrentados, 2 - Empezando otra vez
Después de atravesar aquel dormitorio, la familia de campesinos le
ofreció a Báldor un asiento en el comedor de la casa. Este era amplio y estaba
bien iluminado; había una gran mesa rodeada de sillas de madera y un hogar de
piedra para las llamas. Sobre las brasas había una olla de la que se desprendía
un tenue humo, y Dúrnol se acercó a ella y comenzó a reavivar el fuego.
—Me
disponía a preparar la cena, llegaste en buen momento —le dijo a Báldor—.
Lamento que te confundiéramos con un enemigo. Las cosas no van muy bien, como
habrás escuchado.
—¿Os
atacan con frecuencia? —preguntó Báldor.
—En
realidad no, pero la noche está cada vez más cerca y tememos a todo aquello que
hay en ella —dijo el hombre, y logró que se alzara una llama.
—Padre
—dijo entonces el hijo varón—, saldré a esperar a madre. Debe estar a punto de
llegar y… se sorprendería al encontrar a un extraño en casa —miró fugazmente a
Báldor.
—Ve, Valián.
—¿No
estaríais más seguros con puertas? —preguntó Báldor mientras Valián se marchaba
corriendo—. Si sabéis lo que son…
—Sabemos lo que son, pero no las usamos en las casas. No son necesarias
—dijo Dúrnol mientras removía lo que había dentro de la olla con un cucharón de
madera—. Nadie intenta entrar en las casas de los demás.
—¿Ni
siquiera los animales?
—No
hay animales peligrosos cerca de los asentamientos —respondió el hombre.
—¿No?
Pues qué bien —dijo Báldor, y guardó silencio.
Se
perdió en sus pensamientos mientras Dúrnol seguía cocinando, hasta que algo
llamó su atención. Una cosa alargada se movía sobre el suelo, entrando al
comedor desde el dormitorio que Báldor había atravesado minutos atrás.
—¡Una cobra!
—exclamó Báldor, a punto de levantarse de un salto. Pero recordó al instante
los programas de televisión sobre reptiles que había visto, y trató de mantener
la calma. Buscó algún objeto alargado con la mirada para tratar de emular al hombre de la gorra blanca y descubrió
que Dúrnol no había reaccionado.
—Toma,
aquí tienes —dijo el campesino poco después, agachándose para dejar un trozo de
carne ante la serpiente. Esta utilizó la lengua para acariciar con sutileza la
comida, y luego la engulló.
—Pero
¿no es venenosa? —dijo Báldor, aún intranquilo.
—Son
animales muy dóciles —dijo Dúrnol, con una sonrisa. De pronto se palmeó la
barbilla, recordando algo—. ¡Claro! Garadon lo dijo: perteneces a otro mundo en
el que las cosas pueden parecer opuestas. ¿Acaso allí las serpientes son
peligrosas?
—Mucho. Pueden matar a cualquier persona con su veneno —dijo Báldor,
comenzando a respirar con calma—. Pero solo si se las provoca, en realidad.
—Aquí
no deberás temerlas. Teme a los gatos o a los perros, seres horribles que
merodean los valles y los bosques cercanos a la noche. Por suerte son muy pocos
—dijo Dúrnol, regresando a la olla.
Báldor
se sintió asombrado y miró sin cambiar de expresión cómo la cobra se tragaba la
carne caliente. Luego, el reptil se deslizó hasta situarse bajo una silla, y
allí se quedó enroscado.
Poco
después, la hija de Dúrnol cruzó corriendo la cocina y entró en el dormitorio.
Desde su puerta, se quedó mirando a Báldor con el pequeño ceño fruncido.
—Tus
ropas son raras —le dijo después de unos segundos que habían incomodado a
Báldor.
—Bueno. Son ropas normales en mi mundo —dijo. Llevaba unos pantalones
azules de chándal, unas zapatillas negras y una camisa transpirable del mismo
color. Ropa cómoda.
—Mi
hija tiene razón —dijo Dúrnol—. Creo que debemos proporcionarte ropajes de Tárgrea
si vas a permanecer un tiempo aquí.
—No me
parece mal —dijo él. Aunque pensó que no quería deshacerse de lo que llevaba
puesto. Era su única conexión física con el hogar. De pronto abrió mucho los
ojos—. ¡Estas ropas vienen de mi mundo! Vuestro dios dijo que necesitaría una
conexión con él para regresar. —Se palpó la camiseta.
—¿Te
vas ya? —dijo la niña, con desilusión. Báldor la miró, serio.
—No lo
sé… bueno. Ni siquiera sé cómo utilizar esta camisa para volver a mi casa
—dijo—. ¿Dónde está vuestro dios? ¿No podría volver a aparecer?
—Lo
hará cuando crea conveniente hacerlo, Báldor —dijo Dúrnol—. Me apena que hayas
sido arrancado del hogar, pero también me angustia lo que ocurre en nuestras
tierras. Permite que te hablemos un poco de la situación antes de que decidas
regresar o no. Lo haremos durante la cena.
Báldor
quedó pensativo mientras Dúrnol terminaba de preparar la comida. Unos minutos
más tarde, Valián regresó y entró al comedor desde otro umbral, seguido por su
madre. Esta era una mujer alta de cabello castaño hasta la altura del cuello, y
de una edad similar a la de Dúrnol. Tenía las ropas sucias de polvo y tierra.
—Así
que este es el hombre de otro mundo —dijo, mirando a Báldor—. Adiós, muchacho.
Espero que nuestra casa sea de tu agrado.
—Adiós
—dijo él. No le sorprendió que lo llamara muchacho, lo cierto era que se
conservaba bastante bien a pesar de la barba que se había dejado crecer—. Es un
hogar acogedor. Me recuerda a las historias de fantasía que me gusta leer. —La
mujer rio.
—¿Se
leen historias sobre casas como la nuestra en tu mundo? ¡Vaya! Habrá mucho que
hablar durante la cena. Pero antes tomaré un baño —dijo. Miró a su esposo y
luego se retiró.
El
cuarto de aseo tampoco tenía puerta, pero estaba bien situado en una pared al
final de un segundo pasillo que partía desde el comedor. Báldor oyó el sonido
del agua mientras Dúrnol y sus hijos preparaban los platos y cubiertos para la cena.
—Puedes tomar asiento, Báldor —dijo Dúrnol.
—¡Siéntate conmigo! —dijo la niña, señalando una silla.
—Pero
¿no es temprano para cenar? —dijo Báldor mientras iba a sentarse allí—. Aunque
no me extrañaría que el día fuera la noche aquí, y al revés.
—No,
no, no es así —dijo Dúrnol, y se detuvo antes de tomar la olla—. Aquí siempre resplandece
la luz. Es de día, como dices tú. La noche representa los dominios de Tulkhar y
es peligroso adentrarse en ella, pues se puede sentir el fulgor de su malvada
ira. —Tomó la olla y la puso en medio de la mesa, Báldor pensó que por ello
hacía calor en la sombra—. Garadon, con su poder, impide que la noche siga
avanzando. Pero cada año cede un poco más pues él es el único que se opone a
los poderes de ese monstruo y de su despreciable siervo: Markarath.
—Garadon
acabará siendo derrotado si nadie hace nada —dijo Valián, serio—. Nadie quiere
que eso ocurra.
—Nadie, hijo.
—¿Y qué
se supone que voy a hacer yo para detener esa oscuridad? ¿Tendré que pelear
contra esos dos tipos? —dijo Báldor. Ni siquiera se sentía a gusto con la idea
de que siempre fuera de día.
—Eso
no podemos decírtelo nosotros —dijo Dúrnol mientras servía caldo de carne y
verduras en cada plato—, pues solo somos unos campesinos. Pero se me ocurre que
podemos enseñarte unas cuantas cosas antes de enviarte a la ciudad. Por ahora,
come.
La
esposa de Dúrnol llegó poco después y se presentó como Miredia; Lirinna era el
nombre de la niña. Con Miredia a la mesa, al fin comenzaron a comer y Báldor
masticó uno de los trozos de carne que había en su guiso. Lo escupió enseguida,
dejándolo caer con delicadeza por conservar la cortesía.
—¿Qué
sucede? ¿No coméis carne en tu mundo? —le dijo Miredia mientras la niña se reía.
—Sí.
Pero esta es… dulce. No me lo esperaba —dijo Báldor con el rostro arrugado.
—Ya lo
entiendo, tiene un sabor diferente, ¿no es así? —dijo Dúrnol, con media
sonrisa—. Bueno, si a pesar de todo no te desagrada, puedes comerla. Es raro
que tengamos carne, así que, por favor, no la tires.
—¿Hay
pocos animales comestibles? —dijo Báldor, tocando con la cuchara el trozo de
carne.
—No,
pero solo comemos su carne cuando mueren por motivos que no puedan
perjudicarnos. No matamos animales, solo utilizamos lo que nos dan y nos
alimentamos de frutas y vegetables. —Báldor dejó escapar una corta risa.
—Qué
distinto a mi mundo. Quizá sería mejor que no hablara de lo que sufren allí los
animales —dijo, y volvió masticar el trozo de carne.
—No,
mejor será que no lo digas mientras los niños están presentes —dijo Miredia.
—Yo ya
no soy un niño —refunfuñó Valián.
—Vamos, vamos —dijo Dúrnol, riendo—, eres tan fuerte como para sostener
una espada. Claro que no eres un niño.
—¿Aprendéis a luchar con espadas desde muy jóvenes? —preguntó Báldor,
interesado.
—¿A
luchar? No, no —respondió Dúrnol, y se limpió la boca con un paño—. Las espadas
y otras armas nos resultan hermosas, así que las usamos en demostraciones de
habilidad. La reina de Triaghara organiza torneos de destreza cada mes, y es
sueño de muchos participar en ellos y llevarse la victoria.
—Pero…
¿se gana luchando contra los demás? —dijo Báldor, quien no estaba seguro de
haberlo entendido.
—No se
lucha, muchacho. Nunca —dijo Miredia—. ¡Qué afán por pelear! Aunque hay algo
cierto: Garadon nos dijo hace algún tiempo que tendríamos que utilizar nuestra
destreza con las armas para defendernos. Aun así, muy pocos son los insensatos
que se han atrevido a levantar un arma contra otro ser viviente. La noche aún
permanece lejos.
—Y
espero que no llegue jamás —dijo Dúrnol.
—A mí
no me importaría hacer frente al enemigo, padre —dijo Valián.
El
hombre lo miró, con las cejas levantadas, y su hijo bajó la vista al plato y
siguió comiendo. Poco después, la conversación se desvió hacia asuntos más
mundanos, y Báldor averiguó muchas cosas sorprendentes sobre Tárgrea, y del
mismo modo sorprendió a la familia de campesinos con los sucesos más cotidianos
de su ciudad.
Después de la cena y algo de aseo, la familia preparó un improvisado
colchón para Báldor, aunque lo situaron en el suelo del mismo comedor. Parecían
tener un peculiar sentido del orden en cuanto a la disposición de las
habitaciones, pero Báldor no puso ninguna queja. Sin embargo, una vez acostado,
se sintió incómodo pues había mucha luz y lo rodeaban demasiadas puertas abiertas.
«¿Cómo
voy a dormir así?», pensó. «Y se supone que mañana me enseñarán a manejar una
espada. Eso es bueno. Pero no sé qué voy a hacer después. ¿Cómo voy a detener
al dios ese? Yo contra un dios… ¡ja! Es una locura, pero mola. Aunque seguro
que me va a matar, a no ser que sea débil. Pero no lo creo, si ha logrado
conquistar casi todo el país, por lo que me dijeron». Suspiró, y él, que era de
pensar mucho las cosas, siguió dándole vueltas a todo aquello durante horas.
Finalmente, se puso un trapo sobre los ojos para evitar la luz, y se quedó
dormido en algún instante de sus preocupaciones.
Cuando Dúrnol lo despertó, le dolían los
ojos y se sentía cansado. Aun así, se levantó y tomó un desayuno (que estuvo
compuesto por verduras saladas) antes de que le entregaran ropajes de aspecto
medieval para salir de la casa a practicar con la espada. Fue Valián quien
comenzó a adiestrarle mientras Lirinna miraba y acariciaba a una serpiente
diferente a la del día anterior. Báldor trató de ignorar aquello para concentrarse.
«Igual que en el gimnasio de artes marciales, un joven sabe más que yo»,
pensaba al mismo tiempo que el muchacho le explicaba cómo mover el cuerpo. «En
fin. Al menos estoy sosteniendo una espada. Es increíble, como en todas esas
historias». Sonrió y sintió un fuego en su interior que fue casi incontenible,
pues deseó cortar el aire con el acero fulgurante y enfrentarse, con gritos de
euforia, a un enemigo semejante a los orcos de aquel mítico relato.
Sin embargo, no clavó la espada en nada
durante muchos días. Aprendió a manejarla de manera bastante elegante, con
movimientos demasiado amplios que iban acompañados de giros, saltos y
posiciones que tensaban las piernas o arqueaban el resto del cuerpo. También le
enseñaron a cabalgar, aunque no tuvo ningún caballo como montura. En Tárgrea se
usaban unos reptiles bípedos muy semejantes a los dinosaurios, lo que
sorprendió muchísimo a Báldor. De hecho, le recordaban a los velociraptores que
tanto conocía, aunque el ser que le presentaron era más grande.
—Qué nombre tan extraño y absurdo —le dijo
Miredia cuando Báldor le habló de ello. La mujer se encargaba de enseñarle a
montar, pues había una cuadra con dos de aquellos reptiles detrás de la casa—. Lo
llamamos kasabo, y es muy dócil si lo tratas bien. Deja de decir palabras
extrañas y monta. Al principio es difícil.
«¿Cómo debo sentirme al montar en un
dinosaurio?», pensó Báldor mientras se acercaba a la criatura. «Pero no es de
extrañar que en Tárgrea existan criaturas que en la Tierra están extintas. A
saber qué más voy a encontrarme». Miró con recelo al kasabo, de ojos
amarillentos, pero este permitió que Báldor subiera sobre su lomo verdoso y que
tomara las riendas. Así comenzó a aprender a cabalgar, aunque no fuera de una
forma tan épica como la que había imaginado.
Una semana después de su llegada a Tárgrea
(contando las veces que la familia había ido a dormir), ya era capaz de manejar
la espada con cierta decencia y podía sostenerse sobre el kasabo y hacerlo
caminar. Aún no se acostumbraba a la claridad perpetua, pero la compañía de los
campesinos le resultaba agradable. Supo que Miredia trabajaba junto a otras
personas en la aldea cercana (que ya había visto desde la distancia) en la
construcción de nuevos edificios o en la reparación de los viejos. Dúrnol, por
su parte, mantenía la casa en orden y cultivaba las extrañas frutas y verduras
que crecían en las huertas de alrededor; también se encargaba de educar a sus
dos hijos. Con todo esto, a Báldor no le parecía una situación tan mala, si no
fuera porque echaba de menos su propio mundo y tenía miedo de lo que el futuro
pudiera aguardar.
Pensaba en esas cosas mientras el kasabo
trotaba hacia la aldea. Miredia se había quedado atrás, hablando con su hija, y
de pronto gritó. Báldor alzó la mirada, pero antes de que pudiera preguntarse
por qué la mujer había chillado así, distinguió una figura oscura en la cima de
la loma hacia la que se dirigía. Aquel ser no solo era sombrío, sino muy alto y
delgado, y su cabeza era bastante grande. En ella destacaban unos ojos enormes
que se abrían negros como el vacío, y Báldor sintió un escalofrío. Tiró de las
riendas de su montura para que se detuviera de inmediato. «Es un maldito
extraterrestre», pensó. Y aquel era su mayor miedo, por ficticio que pareciera.
Temblando, oyó a Miredia gritar:
—¡Un demonio de Markarath! ¡Aléjate, Báldor!
Fuente imagen: https://videohive.net/item/man-approaches-over-hill-top-silhouette/20269111
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