VENTANA AL NORTE 20 (FINAL). CAMINO HACIA LAS ESTRELLAS






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   Ignoraron al hombre que los había desafiado, quien no era más que un soldado moribundo, y se alejaron del castillo de Grínlevar. Tenían prisa por partir, pero fueron cautos y revisaron la ciudad en busca de provisiones. Se lavaron los rostros en una de las fuentes blancas que expulsaban agua fresca, y Anbina tomó la decisión de llevar también una espada, porque los peligros que esperaba encontrar al oeste de las montañas le parecían terribles.
   Pero aún se demorarían más tiempo en Grínlevar, pues Banron quería conseguir vestiduras que los protegieran a ambos, y encontró unas cotas de malla que se pusieron sin mucho ánimo. Regresaron al castillo, encontrando muerto al soldado, y entraron en busca de buenos alimentos y de algún fardo para llevarlos. El interior de aquel edificio los asombró, aunque no era lo más ostentoso que Banron había visto, pues aún recordaba la sala del trono del rey en Rhodea. No obstante, tantos lujos y luces eran demasiado para Anbina, aunque en aquella visita encontraron también cuerpos sin vida, y muchos no eran de soldados. Había nobles vestidos con brillantes colores tirados de bruces sobre escalones que llevaban a otras salas, o guerreros desconocidos muertos de espalda a una esquina. La pareja tuvo que presenciar muchas escenas semejantes antes de llegar al comedor.  
   Allí no había nadie, si bien una larga mesa ocupaba gran parte de la sala. Estaba vacía, y tuvieron que adentrarse por un arco de piedra para llegar a una desordenada cocina y a la despensa. Del umbral de esta salía una hilera de manzanas y podía verse algún que otro saco roto, pero allí pudieron encontrar bastantes más alimentos de los que habían imaginado. Llenaron cuanto pudieron los sacos y se dieron la vuelta.
   —Será mejor que nos marchemos ya —dijo Banron, mordisqueando después una pera, fruta que hacía mucho que no degustaba.
   Anbina caminó delante de él, pero al salir del comedor vio unos cuerpos que antes había ignorado, y algo en la vestimenta de uno de ellos llamó su atención. Unos recuerdos dolorosos llegaron como malas nuevas a su memoria.  
   —Mira a aquella desgraciada de allí, Banron —dijo, señalando al cadáver de una mujer que solo vestía unas cadenas.
   —Una esclava muerta…
   —¿Y si hay más? —preguntó Anbina, mirándolo con inquietud en el rostro. Esta sensación se contagió enseguida a Banron, y perdió el apetito.
   —Ay, espero que no… Vamos a echar una mirada rápida —dijo.
   Arrojó los restos de la pera a un lado, cosa que jamás había ocurrido en un castillo como aquel, y se acercó al cuerpo de la mujer con Anbina.

    No supieron qué pensar cuando estuvieron ante ella, no pudieron decir qué bando la había asesinado. Quizá fue uno de los nobles, frustrado al verse perdido, o puede que los atacantes fueran asesinos despiadados, o que tuvieran otras razones para atacar a una gran ciudad… quizá robarles sus esclavos. Banron sacudió la cabeza y se dirigió hacia un corredor que se abría a su izquierda. Anbina lo siguió por allí a paso rápido, y poco después descubrieron otra esclava en una esquina del pasillo, y más allá vieron una gran habitación con la puerta rota. Avanzaron entre otros cuerpos de hombres que habían luchado, y llegaron a un amplio cuarto con una gran cama revuelta. Allí encontraron a dos esclavas más y a varios nobles con ropas lujosas, pero ninguna cara familiar.
   Salieron de allí y miraron hacia la derecha, por donde el pasillo continuaba, haciéndose cada vez más estrecho. A su término había una escalera de mano y a los pies de esta el cadáver de un hombre orondo. Del agujero que había a unos dos metros de altura asomaba una mano, y Banron se apresuró a subir. Las alturas no eran lo suyo, pero no lo recordó en aquel momento, así como toda consciencia estuvo a punto de esfumarse cuando vio a quién pertenecían aquellos dedos delgados: a Eredhri. Allí estaba, tirada con la mirada perdida para siempre, tal y como había llegado al mundo, aunque no como tendría que haberlo abandonado. Banron quedó boquiabierto, aferrado a la escalera para soportar la sacudida que azotaba a un cuerpo que se desmoronaba por dentro. Quería bajar para dejarse caer en el suelo, mas también deseaba subir e intentar encontrar vida en su hija; el resultado fue que se quedó allí como si fuera un peldaño más, un peldaño a ninguna parte que lloraba en silencio.
   Anbina no tardó en percatarse de que algo ocurría, y se acercó a su marido, moviéndose para intentar ver qué sucedía. Y aunque no logró distinguir qué había allá, con solo ver la cara de Banron sintió una profunda preocupación, y el corazón se le estremeció. Puso las manos sobre la escalera, pero no podía subir.
   —Banron, ¿qué pasa? ¿Qué has visto ahí?
   Banron tardó en reaccionar. Se secó las lágrimas con una mano, moqueó y miró a Anbina, llorando otra vez mientras hablaba.
   —Es ella. Está aquí… —dijo, y bajó cuando vio la expresión de Anbina.
   La mujer subió a toda prisa y de su voz escapó una expresión de dolor mientras Banron se dejaba caer al pie de la escalera y metía la cabeza entre las rodillas. Sus manos apretaron el sombrero que había llevado todos los días, y con el lamento de Anbina en sus oídos recordó tristemente a Eredhri, dándose cuenta de que aquellos recuerdos ya nunca se renovarían. En aquel momento sintió el verdadero peso de la crueldad del reino, olvidado en la costumbre de viajar de un lado para otro, y las llamas de la ira y la frustración comenzaron a agitarse en su interior, aunque no tardaban en apagarse una y otra vez con el diluvio de la penuria.
   Había apagado sus ojos, pero sintió que Anbina descendía y se sentaba a su lado, abrazándolo. Y sin mirarla, también la abrazó, y los dos lloraron por su joven hija perdida, y el dolor se acentuaba cuando pensaba en las crueldades que habría sufrido en sus últimos días. Allí permanecieron, olvidándose del tiempo, hasta que poco a poco dejó de llover desde sus ojos, y se sintieron muy solos y fríos, como perdidos en lo más alto de una montaña conquistada por el invierno.  

   Finalmente, Anbina dijo:
   —Tenemos que sacarla de ahí y ponerle unas ropas. Mi pobre niña…
   —Sí, será lo mejor —dijo Banron, levantándose y pensando en un entierro, aunque no quiso hablar de ello.  
   Bajaron de allí a Eredhri con dificultad, pero con tanto cuidado como si estuviera dormida. Lamentaron ver las heridas y los moratones que cubrían su cuerpo manchado de sangre, sobre todo en el cuello, donde tenía un amplio corte. Anbina la sostuvo entre sus brazos mientras Banron iba en busca de unos ropajes, y cuando regresó, la vistieron de rojo y blanco y la sacaron del castillo.
   Caminaron a través de la ciudad en silencio, y solo se detuvieron para que Banron encontrara algo con lo que cavar un agujero. Gracias a un hacha, hicieron un hoyo al oeste de la ciudad, al pie de una colina, y allí depositaron a su hija. Sin embargo, no fueron capaces de cubrirla de inmediato con la tierra que la despediría. Se quedaron mirándola, esperando que de pronto despertarse y les devolviera la esperanza, deseando que todo aquello no fuese más que una terrible pesadilla. Mas no era así, aquella era la realidad de Rósevart, la crueldad de un reino que arrebataba las vidas de quienes a sus regentes les placía. La gente humilde ya no importaba, los trabajadores eran prescindibles.
   Tras un tiempo que nunca habrían sabido medir, Banron comenzó a echar tierra, resistiéndose a mirar a Eredhri una vez más. Pronto Anbina lo ayudó, ambos con lágrimas en los ojos, y cuando la tarea estuvo terminada, un gran vacío en sus corazones casi fue capaz de derribarlos. Sin embargo, aún quedaba algo por hacer, y Banron estaba decidido a continuar.
   —Quiero alcanzar a esos asesinos y vengar a nuestra hija —dijo.
   —Te acompañaré —dijo Anbina.
   —Antes vi unos caballos en la ciudad —dijo él.
   Sin decir nada más, regresaron a Grínlevar. Poco después salieron montados sobre dos animales, y tras una última mirada hacia la tumba de Eredhri, comenzaron a cabalgar hacia el noroeste.

   Cuando empezaron a recorrer el camino que seguía a las estribaciones occidentales de las Montañas Veladas hacia el norte, sintieron temor, a pesar de que estaban preparados para enfrentarse a lo que se les interpusiera. Banron no era un hábil rastreador, pero incluso con sus escasos conocimientos había encontrado rastros de campamentos, y hasta Anbina los veía; esto les hacía pensar que iban por buen camino para alcanzar a los que habían atacado Grínlevar. Otra pista importante fue la que hallaron poco después de cabalgar a la sombra de las montañas: cadáveres de monstruos. Los cuerpos de varios demonios sin vida empezaron a aparecer en mitad del camino, y en alguna que otra ocasión la pareja también advirtió que había tierra removida aquí o allá, como si alguien hubiera enterrado a otra persona. Aquello siempre les hacía recordar un entierro demasiado reciente.
   Pero también les hacía pensar en la ferocidad de los guerreros a quienes perseguían. Porque si eran capaces de abatir a tan terribles criaturas, ¿cómo podrían vencerlos ellos? En realidad, la respuesta no era importante. Banron y Anbina estaban dispuestos a enfrentarlos hasta que perdurasen sus vidas, y si morían, sabían que así irían juntos al encuentro de su amada hija. Sin embargo, no tuvieron que luchar durante varios días, pues el camino había sido despejado por los que iban más adelante.
   Así, cabalgaron durante casi una semana, dejando atrás el horror de tantas criaturas muertas con expresiones y rostros macabros. Aunque la ira los cubría, suavizando cualquier temor y haciéndolos más resistentes al hambre o la sed. Cabalgaron hasta que las montañas se detuvieron a su derecha, y en esa dirección tuvieron que girar, siguiendo el rastro de los campamentos que había estado marcando los suelos del negro de las cenizas y de las pisadas de muchos caballos. Se adentraron en el Valle de las Mil Estrellas, aunque desconocían su nombre, y poco después distinguieron un gran lago, las aguas del Hylien. Pero lo que más llamó su atención y despertó sus corazones, fueron las casas de madera y tiendas de campaña que había en la orilla suroccidental.

   Banron sintió que había llegado al final, que allí terminaba todo el camino de su aventura. Espoleó al caballo, precipitándose hacia aquel campamento, y Anbina lo siguió. Las personas que había allí los vieron pronto, y comenzaron a dar voces. Algunos se adelantaron empuñando espadas, otros sacaron arcos y apuntaron hacia ellos con flechas.
   —No me daréis, no hasta que haya matado al menos a uno de vosotros —se dijo Banron.
   Pero entonces, de entre la multitud que se había formado, salió un hombre alto y cubierto con un manto, erguido de manera solemne. Alzó una mano y detuvo a cualquier flecha que hubiera estado dispuesta a volar, y al mismo tiempo le habló a la pareja.
   —¿A qué venís? ¡Hablad antes de cargar contra nosotros! No parecéis bandidos ni soldados del reino, ¿quiénes sois? —dijo.
   Pero ni Banron ni Anbina estaban dispuestos a hablar. Sacaron las espadas y siguieron cabalgando, y algunas de aquellas gentes comenzaron a tomarlos por los locos.
   —¡Alto! ¡No nos obliguéis a disparar a vuestras monturas para interrogaros!
   Fue ignorado. Sin embargo, mantuvo la compostura e impidió que ningún arco cantara, algunos incluso ya apuntaban al suelo. Pero la cólera de Banron y de Anbina se apagó, como si supieran que estaban a punto de cometer un crimen injustificado, y detuvieron los caballos de forma apresurada ante las gentes de aquel campamento. Banron miró al hombre que le había hablado, y pensó en que le había dado la oportunidad de luchar cara a cara. Bajó de un salto, y para ayudarse a vencer sacó aquella daga que por tanto tiempo le había acompañado. Con ambas hojas en alto, se dirigió a aquella persona.
   —¡Vosotros asesinasteis a los esclavos! ¡Pagaréis! —dijo, avanzando.
   —¡Señor! —dijo una de las guerreras, dirigiéndose al que los había detenido. Este miraba a la daga con sorpresa en el rostro, y luego apareció una sonrisa.
   —Esa daga… Escucha, amigo, nosotros no asesinamos a ningún esclavo. ¿Acaso estuviste en Grínlevar? ¿Qué viste allí? —le dijo a Banron.
   —¡Muertos! ¡Esclavos muertos! Alguien había atacado la ciudad, matándolos a todos —dijo. Recordar todo aquello entristeció su rostro.
   —Nosotros atacamos Grínlevar, pero fue para liberar a los esclavos. Aunque algunos fueron asesinados por esa escoria antes de que pudiéramos llegar a ellos —dijo el hombre—. No somos asesinos de gentes inocentes, ¡créenos! Hay entre nosotros hombres y mujeres que fueron liberados.
   Miró hacia atrás, y varios de sus guerreros salieron corriendo. Anbina llegó entonces junto a Banron, sosteniendo una espada que nunca había usado.
   —¿Cómo vamos a creeros? ¡Nuestra hija murió allí! —dijo.
   Entonces llegaron varias personas corriendo. Vestían ropajes nobles que sin duda habrían sacado de Grínlevar, pues en los rostros se veía que eran personas simples. Una de aquellas mujeres se sorprendió al ver a la pareja, y corrió hacia ellos.
   —¡Anbina, Banron! ¿Qué hacéis aquí? ¿No os acordáis de mí? —dijo.
   Sin duda se acordaban, pues era una de sus vecinas de Ólmoran, buena amiga de Anbina. Esta casi dejó caer la espada cuando la vio.
   —¿Merina? —fue lo único que dijo. Ella se detuvo ante Anbina.
   —Sí, hija. Nunca pensé que volvería a ver a alguien del pueblo después de que nos llevaran. Ay, qué calvario hemos tenido que sufrir —dijo—. Pero estas personas nos sacaron de esa horrible ciudad. Es verdad lo que dicen, aunque… siento lo de Eredhri.
   Banron y Anbina bajaron las armas y esta vez sí, las dejaron caer, abatidos. Ahora ni siquiera podían vengarse, no había nadie sobre quien descargar toda aquella frustración de manera justa. Alguien más se acercó a ellos, alertándolos.
   —Sois bienvenidos a Nórmena, si deseáis quedaros aquí —dijo el hombre alto—. Aún no es más que un campamento con algunas casas de madera, pero trabajamos arduamente para convertir este lugar en un verdadero refugio de libertad para aquellos que huyen del nuevo reino. Mi nombre es Ulharion.
   Banron levantó la cabeza al escuchar el nombre, aunque no tenía fuerzas para reverencias ni para asombros excesivos.
   —Ulharion, ¿el rey? —dijo.
   —Así es —dijo él, asintiendo con una sonrisa—. Aunque ya no soy rey de nadie. Sin embargo, me ha sorprendido ver esa hoja en tu mano, pues siempre ha pertenecido al legítimo soberano de Rósevart. La perdí mientras regresaba de la guerra, y lo consideré un mal presagio. Cuánta razón: ni bien hubimos llegado a Rhodea, fuimos expulsados por Ponfacius, el usurpador. Huimos con grandes pérdidas a nuestras espaldas, y muchos nos buscaron tiempo después; algunos aún no nos han encontrado. Atacamos Grínlevar con la intención de recuperar el reino, pero nuestra fuerza es aún escasa y apenas logramos vencer. No podríamos reconquistar Rósevart así, y regresamos a nuestro campamento con un gran pesar. Mas, ver llegar este objeto en tu mano, me trae esperanza, me hace pensar que el reinado de la tiranía no durará por siempre.
   —Yo… no sabía esto… —dijo Banron, sintiéndose mal por haber tratado de atacar a aquellas gentes. Recogió la daga con rapidez y le tendió la empuñadura a Ulharion—. Es vuestra, señor rey.
   —Puedes llamarme Ulharion, valeroso Banron —dijo, tomando el arma—. Debe haber toda una historia detrás de tu viaje junto a tu esposa y esta daga. Estoy deseando escucharla, ¿aceptáis quedaros con nosotros, al amparo del Valle de las Mil Estrellas? Aquí podríais vivir seguros al amparo de las montañas, velando por la semilla de la libertad hasta que le llegue la hora de florecer.

   Banron se volvió para mirar a Anbina, y ella lo miró a los ojos. Su hogar estaba muy lejos ya, y no era el mismo, nunca más lo sería. Anbina se acercó a él y lo tomó de una mano, y ambos comprendieron que de aquella manera nunca se perderían, que podrían seguir viviendo a pesar de tantas cosas que ahora eran distintas, a pesar de tantas cosas que estaban perdidas. Banron supo que Anbina quería lo mismo cuando dijo:

   —Sí, aquí nos quedaremos. 

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