VENTANA AL NORTE 18. LA ESPALDA COMO COMPENSACIÓN





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   No durmieron aquella noche, pues Máguila, que así se llamaba la mujer superviviente, les exigió una vez más que ayudaran en el entierro de los cuerpos. Aunque solo Banron y Anbina se encargaron del de Frénehal, y no se atrevieron a intentar desvelar los secretos que por siempre ocultaría ahora bajo los ropajes.
   Apenas descansaron unas horas después del mediodía, y se pusieron en marcha llevando el carruaje mientras Máguila montaba en uno de los caballos del campamento; los otros fueron liberados. Avanzaron tan rápido como pudieron bajo un cielo velado por nubes espesas que parecían a punto de llorar; esto no ayudaba a que los corazones de Banron y Anbina se sintieran reconfortados. Y tampoco ayudaron las palabras que Máguila les dedicó con su ruda voz.
   —La venganza es lo que nos lleva a Pinaste —dijo, cabalgando cerca de Anbina—. El capitán que ahora dirige al pueblo, un hombre despreciable llamado Saider, debe ser eliminado cuanto antes.
   —Pero ¿solucionará eso el problema? —dijo Banron, recordando lo sucedido en Tilarce. Máguila lo miró con severidad.
   —No, no solucionará el problema —le dijo—. Pero hará que sea más leve, pues este hombre es demasiado cruel, y su crueldad goza de libertad gracias a las nuevas leyes. Sabemos que tortura a los aldeanos, que, por placer, les inflige cortes cada día, hostigándolos con cuchillos y espadas. No hay edad, género u oficio que los proteja de estas heridas, y si llegan a infectarse, a nadie le importa. Otros tantos mueren por la profundidad de los daños, desangrándose en las calles, en sus casas o donde quiera que desfallezcan; algunos son llevados a la sala privada de Saider. Nunca vuelve a saberse de estos.
   —Pues sí que se trata de una persona muy cruel —dijo Anbina. Banron tenía el rostro pálido a su lado, aunque logró recobrar cierto color cuando recordó que iba a involucrarse de manera directa en aquello.
   —¿Y qué vamos a hacer nosotros con ese hombre? —preguntó, muy inquieto.
   —Ayudar en su asesinato —respondió Máguila—. Tranquilos, tenemos un espía entre los guardias de Pinaste, quienes se libran de la locura del capitán… la mayoría de veces. Él abrirá la puerta del edificio de la guardia durante la noche, y uno de vosotros dejará veneno en el vino de Saider. Siempre tiene una botella o dos en su habitación.
   —¿Y cómo vamos a abrir una botella de vino sin hacer ruido? —dijo Banron—. Si ese hombre despierta…
   —Podrías matarlo si actúas con premura —dijo Máguila—. Aunque luego el resto de la guardia se te echaría encima. Te matarían, pero habrías cumplido tu cometido. —Banron bajó la cabeza, asustado—. Es lo menos que podrías hacer tras los asesinatos de tu amigo. Aunque también puede intentarlo tu mujer.
   —¡No! —dijo Banron con decisión, aunque el temor había aferrado a aquella palabra, tratando de retenerla—. Lo haré yo.
   —A mi no me importa arriesgarme, Banron —le dijo Anbina.
   —No, es mejor que lo intente yo —dijo él—. Vine a liberarte, y no voy a permitir que pases por ese peligro. Bastante has tenido ya. —Anbina lo miró, fijándose en las heridas que su rostro mostraría por siempre después de aquella noche en Nísterhill. No se atrevió a contradecirlo, aunque temía.  
   —Bien. Aunque no importa si cambiáis vuestra decisión —dijo Máguila—. Solo importa que lo hagáis. Nos haremos pasar por mercaderes, aprovechando vuestro carruaje.
   —¿Y ese tal Saider no querrá cortar también a unos mercaderes? —dijo Anbina.
   —Quizá ponga su atención en uno de nosotros, pero no hará nada si nos vamos pronto de Pinaste. Y esta tarea deberá hacerse en menos de un día. Pero no os preocupéis, aún quedan seis de travesía; disponéis de tiempo para pensarlo.

   Sin embargo, aquel tiempo fue más una inquietud que un alivio para Banron y Anbina, pues deseaban llevar a cabo su cometido cuanto antes. Pero no pudieron hacer que los días se alejaran deprisa, y tuvieron que soportar una lenta marcha hacia el noroeste a través de prados rocosos y colinas, guiados por Máguila. La mujer no les hablaba muy a menudo, y cuando conversaban entre ellos lo hacían en voz baja, como si no quisiesen perturbar a un padre malhumorado que trataba de descansar.
   Máguila llevaba un arco y flechas además de su espada, por lo que era capaz de cazar. Además, habían cargado la mayoría de provisiones del campamento antes de partir, por lo que el hambre no los molestó más que las lluvias cristalinas de aquel junio de Rósevart. Sin embargo, la guerrera parecía siempre meditabunda o malhumorada, y ni siquiera les contó demasiadas cosas acerca de los rebeldes; parecía que jamás iba a perdonarlos por lo que Frénehal había hecho. Pero Banron y Anbina no podían disculparse más.
   Así pasaron los días de aquella larga travesía.  

   Cuando llegaron a Pinaste y vieron su muralla de altos troncos de madera, la inquietud invadió los corazones de Banron y Anbina. No les fue difícil obtener acceso a la amplia aldea, y enseguida se dirigieron a una posada llamada El pino caído. Allí escogieron una sola habitación, y el dueño de la posada pensó que Banron era un tipo inteligente por dormir con dos mujeres; pero una de ellas, Máguila, abandonó a los otros dos para buscar nuevas de su compañero. La pareja estuvo al fin sola después de mucho tiempo, mas ninguno se atrevió a más que sentarse sobre la cama y apoyarse el uno contra el otro.
   Así los encontró Máguila tiempo después, envueltos en la tenue oscuridad del atardecer. Se habían dormido, pero ninguna piedad asomó en el rostro de la severa mujer; otro sentimiento lo tenía bajo su dominio, y por eso habló en voz alta después de cerrar la puerta.
   —¡Despertad! —dijo—. ¡Oídme! Carlon, nuestro espía, no está. Temo que ese malnacido de Saider lo haya asesinado. Los guardias no quisieron darme detalles, y yo no hice muchas preguntas. No es bueno inmiscuirse en esos asuntos.
   —¿Cómo entrará Banron ahora? —dijo Anbina, preocupada. Su marido estaba siendo atormentado por cientos de pensamientos negros.
   —Tendrá que abrir la puerta desde fuera. No hay otra solución —dijo Máguila—. Es posible que no echen la llave, quién sabe. Aunque lo dudo, pues los guardias, si bien abusan del pueblo, en el fondo le temen y por ello se protegerán mientras duermen.  
   —¡Ay! Ojalá no fuera tan arriesgado… —dijo Banron, llevándose las manos a la cabeza.
   —Ayudaré a encontrar una llave —dijo Máguila con un suspiro.
   —Yo también. Tal cosa no será demasiado arriesgada —dijo Anbina, poniendo una mano sobre el hombro de Banron.
   Este alzó la mirada, y aunque aún no se sentía del todo aliviado, asintió y se puso en pie.  

   Los tres abandonaron El pino caído y se separaron, llevando cada uno un fardo en el que guardaron objetos de valor para demostrar que eran mercaderes. De hecho, Banron se dirigió al área del mercado (donde hombres que ganaban una miseria vendían los frutos de la tierra a los mismos que trabajaban en ella), aunque no encontró a muchas personas allí. Los escasos puestos estaban siendo recogidos en aquellas horas, y los guardias que vigilaban a los obreros, quienes mostraban muchas líneas enrojecidas en la piel, conversaban entre ellos. Banron paseó, mirando a un lado y a otro con preocupación y temor, hasta que unas palabras llamaron su atención.
   —… camino a través de las montañas —decía uno de los guardias—. Por ahí se llega sin riesgos a Grínlevar, y no hay que dejarle nada a los bobalicones de la Torre Cercada.
   —Pero ¿cabe un carruaje por ese sendero? —le preguntó aquel con quien hablaba.
   —Uno pequeño sí. Suficiente para llevar unas cuantas alhajas, e incluso una joven esclava —añadió, riendo.
   —Está bien, tomaré esa senda mañana.
   —No sé si Saider te lo había dicho, pues solo le «interesa» la gente. Y nosotros tenemos que encargarnos siempre de estos asuntos.
   —Bueno, qué…
   Banron dejó de escuchar. Ahora había llevado su mirada al suelo terroso, pues los pensamientos pesaban mucho en su cabeza. «¿Hay un camino que atraviesa las montañas y que no va por el Paso del Odio? Debe ser seguro si los guardias están hablando de enviar un carro por ahí. Debo decírselo a Anbina», pensó, y se dio la vuelta para ir a buscarla. «Maldición, pero antes debo hacer esto… ¿Y si fracaso y muero? Es muy probable que ocurra… Máguila lo piensa, pero no le importa, cree que el sacrificio sería justo. Ay, lo lamento por ella… pero yo no quería esto, no quería que aquello sucediera». Apretó los puños y sacudió la cabeza antes de echarse a caminar sin una decisión clara.

   Llegó pronto a la puerta de la posada, y desde allí tomó la dirección por la que Anbina había partido. No le llevó mucho tiempo encontrarla cerca del portón de la aldea, y la llamó para que lo acompañara lejos de las miradas de los guardias que vigilaban la entrada a Pinaste. Le dijo lo que había escuchado mientras caminaban entre unas sucias casas.  
   —Esa es una gran noticia —dijo Anbina, sonriendo—. Pero entiendo tu preocupación. Debes esforzarte, Banron.
   —No… sé si hacer eso —dijo él, evitando mirarla—. Había pensado… en que nos marcháramos ahora. Podemos hacerlo, y encontraremos pronto a Eredhri.
   —¿Y vamos a abandonar a Máguila en esta aldea? —dijo Anbina, mirándolo con incredulidad. Aunque cierta prisa había arraigado en su corazón.
   —Bueno… Eso no sería bueno, pero no somos culpables por lo que Frénehal hizo. ¿Y si me descubren y me encierran, o muero? ¿Irás tú sola a buscar a nuestra hija? Quizá esa mujer no te acompañe, y si lo hace, no sé qué clase de compañía será…
   Anbina bajó la mirada, pensativa. Máguila no era de su agrado, se sentía incómoda en la situación actual. Pero abandonarla de esa manera le parecía demasiado… o no.
   —Si nos vamos, ella se dará cuenta enseguida, y saldrá de aquí, supongo —dijo, aún sin mirar a Banron.
   —Claro. Le dejaremos la mayoría de cosas para que no tenga problemas —le dijo Banron, alentado por lo que había dicho Anbina—. Se enfadará, pero también debemos pensar en nosotros y en nuestra hija.
   El nombre de Eredhri resonó en el pensamiento de Anbina, y la recordó feliz, como tantas veces la había contemplado. Los ojos se le humedecieron.
   —Está bien, Banron, vamos. Y espero que no seamos castigados por esto —dijo.
   —Bastante castigo hemos tenido ya —dijo él. Echaron a caminar hacia la posada.  

   Poco más de una hora después, Máguila llegó al Pino caído. Tenía una llave en su bolsillo y había tenido que humillarse para obtenerla, pero la necesitaba con desesperación para cumplir aquella venganza; Saider había asesinado a muchos que ella conocía y amaba en Pinaste. Ahora deseaba más que nada darse un baño antes de continuar con el plan. Subió a la habitación y se limpió el cuerpo, seria y rodeada de silencio; un silencio que nunca se rompió con la llegada de Banron y Anbina. Los esperó, ya vestida, y salió del edificio para buscarlos o encontrar noticias. Todo lo que halló fueron nuevas de dos mercaderes abandonando la aldea.
   Apretó los dientes y los puños, y se dio la vuelta para ocultar su iracunda expresión de los guardias. Maldijo a la pareja en el pensamiento, dedicándoles horrendas palabras, aunque más pesaba en ella el odio que le tenía a Saider. Por eso regresó al interior de Pinaste, dispuesta a completar aquella venganza antes de tomar la siguiente.


   No muy lejos de allí, Banron y Anbina habían hallado el sendero, y daban los primeros pasos que los llevarían a través de las montañas, acercándolos poco a poco a lo que más anhelaban, alejándolos del honor. 

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