VENTANA AL NORTE 19. BUSCANDO ENTRE EL SILENCIO
Imagen: https://www.pinterest.es/pin/288300813625173515/?autologin=true
Subieron
por el sendero como si una jauría de lobos les persiguiera, rápidos, sin
hablar. Solo se detuvieron cuando la oscuridad se hizo demasiado profunda para
permitirles continuar, y fue Banron el primero en dejarse caer al suelo. Anbina
se sentó poco después, cerca de él, pero el hombre no sabía si ella querría
volver a hablarle después de lo que había hecho; aunque una parte de él sabía
que su esposa también se sentía culpable. A pesar de ello, no se atrevió a
decir nada y bebió un poco de agua, aunque su cabeza estaba siendo asediada por
una tormenta de pensamientos. No podía dejar de mirar atrás, en la dirección
por la que creía que estaba Pinaste. De pronto dijo:
—¿Y si regresamos? —Anbina lo miró
enseguida.
—¿De verdad quieres volver? —le dijo ella,
atrapándolo en lugar de liberándolo, como esperaba.
—No lo sé —respondió, sintiéndose incómodo—.
¿Tú… qué dirías?
—Que ya que hemos salido… Aunque me sienta
mal lo de la pobre mujer —dijo Anbina—. Ay, no tendría que haberte hecho caso.
—Lo siento —dijo Banron, bajando la cabeza.
—Estoy cansada —dijo Anbina—. A estas horas
ya no podemos hacer más que dormir, y creo que mañana será tarde para regresar.
Iremos a buscar a Eredhri, aunque me inquieta no conocer este camino.
—A mí también me inquieta, pero se supone
que es seguro —dijo Banron, recordando la conversación de los guardias.
Anbina asintió, pero no dijo nada más. Poco
después se tumbó; estaban allí, en mitad de aquella senda rasgada en la tierra
y en la roca, rodeados de peñascos y arbustos y envueltos por un cielo
estrellado. Quizá por hallarse tan al descubierto, Banron no pudo dormirse, y
no fue capaz de utilizar las horas nocturnas para poner en orden sus rebeldes
pensamientos.
Por la mañana, Anbina lo encontró sentado y
con los ojos cerrados, la barbilla descansado sobre el pecho. Pero Banron
reaccionó de inmediato al ruido que hizo Anbina al levantarse, y la recibió con
ojos turbados.
—Buenos días —dijo él.
—Buenos días —dijo Anbina, y apartó la
mirada.
Comieron poca cosa antes de volver a ponerse
en marcha. El sendero transcurrió hacia el oeste durante la mayor parte de la
jornada, ascendiendo casi siempre, atravesando terreno llano alguna vez. De
cuando en cuando el camino les permitía ver lo que había más lejos,
descubriéndoles montañas y picos altos en el norte, el Paso del Odio y la
lejana sombra de Nísterhill en el sur. Aunque ninguna sombra era tan pesada
como la que les oprimía los corazones, y por ello apenas hablaron, dejando que
las palabras se pudrieran en sus pensamientos en lugar de airearlas.
Cuando Banron quiso darse cuenta, volvía a
ser de noche y ya se detenía detrás de unos arbustos. Solo habló para sugerirle
a Anbina que aquel lugar podría ser mejor que descansar en mitad del camino.
Ella lo siguió, pero no dijo más, y así pusieron fin a otra jornada de camino.
En la siguiente fueron recibidos por un cielo cubierto de nubes, y el gris que
ahora se revolvía sobre sus cabezas amargó aún más aquellos ánimos tan pesados.
Y esto se prolongó durante unos días.
Tras cuatro de caminata apenas eran capaces
de sentir el dolor de sus debilitadas piernas. Banron trataba siempre de ir por
delante de Anbina, pero como el sendero seguía siendo claro, ella se adelantaba
si el hombre se detenía en algún momento a descansar. En una de aquellas
ocasiones se miró el cinturón y pensó: «Estoy muy flaco. Con tanto andar y tan
poco comer… mi amiga la barriga ha desaparecido. Tanto mejor». Miró a Anbina. «Ella
también está flaca como una ternera recién nacida. También habrá pasado hambre
desde que se la llevaron». Suspiró por la nariz, y una súbita calidez en su
corazón lo llevó a acercarse a Anbina, aunque no llegó a decirle nada pues unos
ruidos a su espalda lo pusieron en alerta.
—Se oye algo —dijo. Anbina se dio la vuelta.
Podían oír unos golpecitos insistentes que
venían por los tramos del sendero que ellos habían recorrido, y Banron pensó en
un caballo, lo que no podía ser bueno en aquellas tierras. Salió del camino,
mirando a uno y otro lado, y Anbina lo siguió. Tenían delante unos peñascos que
podían escalar, aunque detrás de las piedras había poco más que un precipicio
muy alto y un Paso del Odio al que no llegarían con vida si cayesen.
Aun así, allí se refugiaron para dejar al
carruaje pasar. Unas doce yardas los separaban del camino, y disponían de la
protección de aquel y de otros peñascos además de un espacio cómodo para
permanecer sentados o erguirse a mirar. Pero Anbina solo miraba el sur y al oeste,
tratando de distinguir Grínlevar más allá, mientras Banron no dejaba de
asomarse al sendero, esperando que pasara el jinete.
Este se demoró en presentarse allí, y lo
hizo porque arrastraba un pequeño carro. Banron recordó enseguida la
conversación de los guardias de Pinaste, y supo que el hombre que estaba
sentado en el pequeño vehículo debía ser uno de los que había hablado, el que
no conocía el camino. Dejó que pasara, y entonces se levantó, agarrando la
empuñadura de su espada. Acabaría con él y así obtendría provisiones y quién
sabía qué otras cosas.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo Anbina,
agarrándolo del brazo izquierdo.
—Pues… iba a…
—¿A matarlo? No creo que haga falta hacerlo,
es uno solo. Dejemos que siga adelante, Banron. Ya estoy cansada de muertes,
aunque presiento que no podré evitar ver unas cuantas más —le dijo, mirándolo.
Banron le sostuvo la mirada durante unos
segundos, luego miró otra vez al carro que se alejaba, y guardó la espada,
suspirando.
—Pero nos retrasará en el camino —dijo.
—No tanto si ha conseguido alcanzarnos
—replicó Anbina.
Sin darle la razón, Banron se ajustó el
cinturón y pasó por encima de los peñascos de regreso al sendero, y Anbina lo
siguió poco después.
Ahora con el carruaje por delante a varias
yardas de distancia, continuaron. Banron seguía pensando que habría sido bueno
asaltar al guardia que lo conducía, pero una parte de él lo reprendía por
pensar aquello; en ocasiones como aquella no se reconocía a sí mismo. El viaje
lo había cambiado, porque el Banron de pueblo no habría pensado nunca en atacar
a un congénere, aunque se tratase del cómplice de unos malvados. Fuera como
fuera, la espada permaneció enfundada, y las palabras retenidas de igual
manera.
Llegaron así al final del sendero, y vieron
que el carro pisaba ya terrenos llanos, por lo que sintieron premura y
aceleraron un poco el paso. Pero dos días más de marcha los separaban de
Grínlevar, y en la segunda jornada tuvieron que caminar entre muchas colinas,
algunas de ellas casi verticales. Sobre una de ellas estaba la ciudad
amurallada, aunque la habían alcanzado desde el norte y tuvieron que dar un
rodeo. El carro ya se había perdido por una de las curvas de la gran loma, como
si hubiera entrado en la ciudad, y Banron y Anbina se apresuraron, corriendo
como podían. Al fin comenzaron a entender en sus corazones que su querida hija estaba
allí, a menos de una milla de distancia.
Se miraron, sonriendo y dejando atrás muchas
más cosas que el agotamiento, hasta que llegaron al portón de la ciudad. Estaba
abierto, y el carruaje se encontraba detenido a un lado. Su conductor había
bajado y tenía la espada en alto, parecía inquieto. En cuanto la pareja llegó,
los miró y frunció el ceño.
—¿Quiénes sois? —dijo.
—Eh… Somos mercaderes —dijo Banron—.
Veníamos aquí a… hacer negocios.
—¿Mercaderes? Vestís como mendigos, y solo
veo que tenéis dos bolsas.
—Porque hemos recorrido un largo camino…
Pero traemos cosas valiosas —dijo Banron, inquietándose. No dejaba de mirar al
interior de la ciudad, deseando entrar.
—Oh, vamos. ¿Qué ha pasado en la ciudad?
—dijo Anbina.
—No es de vuestra incumbencia. No sois
mercaderes de verdad. ¡Marchaos de aquí! —dijo el guardia, haciendo un ademán
con la espada.
—¡No! Tenemos unos asuntos urgentes en este
sitio, vamos a entrar —dijo Banron.
—Os digo que os marchéis. Soy un guardia,
¡obedeced!
Banron frunció el ceño y arrugó los labios
antes de echarse a caminar con paso airado hacia el guardia. A este le
sorprendió la desobediencia de aquel mendigo, pero enseguida se puso en alerta
cuando vio la espada. Anbina se cubrió el rostro con las manos, aunque pronto
apartó algunos dedos porque estaba preocupada. Su marido luchó contra el
soldado, y los aceros se encontraron de manera tosca, pues Banron estaba
desesperado y cansado, y el otro había permanecido mucho tiempo viajando
sentado y bien alimentado.
Por eso Banron no tardó en retroceder, y fue
herido. Retrocedió una vez más, quedando casi de rodillas, y Anbina no pudo
soportarlo más. Cogió el fardo que Banron había dejado en el suelo y se lo
arrojó al soldado, y luego tomó el suyo y empezó a arrojarle también todo lo
que encontraba en él, incluyendo algunas joyas que en aquel momento no valían
nada. El hombre de Pinaste fue estorbado por el repentino ataque, y Banron se
lanzó sobre él de manera un tanto temeraria. Pero logró alcanzarle una y otra
vez sujetando la espada con ambas manos, a pesar de que estuvo a punto de
recibir un buen tajo.
Cuando el soldado estuvo muerto, Banron
arrojó su espada y se dejó caer al suelo, respirando con pesadez. Pero Anbina
llegó pronto a su lado y se arrodilló para verle la herida; no era grave, y
pudo vendarle el corte en el antebrazo con un trozo de una lujosa camisa que
yacía en el fondo de su fardo. Banron no tardó en levantarse.
—Vamos, está muy cerca ya —dijo. Anbina
había deseado unas palabras como aquellas, y lo acompañó enseguida tras darle
la espada.
Cruzaron el umbral de Grínlevar, y pronto
vieron lo que había alertado al guardia del carruaje: había varias personas
muertas. Muchos soldados yacían alrededor, pero también había cadáveres que no vestían
un uniforme, y eran muchos. Los dos anduvieron por la silenciosa ciudad durante
largo rato, recorriendo las calles sin atreverse a llamar a Eredhri, aunque su
nombre resonaba constantemente en sus cabezas. Muchas casas tenían las puertas
abiertas, y en algunos umbrales yacían personas desarmadas que vestían hermosos
ropajes, mas no había rastro alguno de esclavos.
De algún modo, acabaron ante el alto y
brillante castillo de Grínlevar, y contemplaron la fachada blanca con asombro,
aunque un movimiento atrajo la atención de los dos. Alguien se movía entre los
cuerpos que había ante la puerta, y un hombre se irguió, lentamente. Sostenía
una espada, aunque estaba herido de gravedad.
—¡Saqueadores! ¡Que pronto llegáis a comer
la carroña de nuestra ruina! Pero… no os lo permitiré —dijo, dando solo un paso
hacia ellos.
—Señor, no… —dijo Banron, levantando las
manos a la altura del pecho.
—Oiga, ¿dónde están los esclavos de la
ciudad? —dijo Anbina.
—¿Queréis esclavos, malditos? ¡Pues se los
llevaron!
—¿A dónde? ¿Quiénes se los llevaron?
—inquirió la mujer.
—No sé quienes eran… aunque os matarán si
los seguís. Ese monstruo… huyó hacia el noroeste con los que quedaron —dijo el
soldado malherido.
—Muy bien, pues nos vamos —dijo Banron,
decidido. Le dio la espalda al otro hombre, pero enseguida se detuvo, como si
sus pies se hubieran congelado.
De pronto recordó el mapa de la zona:
Grínlevar se hallaba al suroeste de las Montañas Veladas, y hacia el noroeste
se llegaba a aquella zona tan temida del reino, aquella que era incluso peor
que el bosque de Nísterhill. Y por allí habían huido unos extraños, llevándose
a los esclavos de la ciudad. Anbina también se percató de esto.
—Banron, ¿qué haremos? —le preguntó.
—Seguirlos —dijo él, con la mirada perdida.
Era lo que Anbina anhelaba oír, y se
pusieron en marcha de nuevo.
Comentarios
Publicar un comentario