VENTANA AL NORTE 19. BUSCANDO ENTRE EL SILENCIO



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   Subieron por el sendero como si una jauría de lobos les persiguiera, rápidos, sin hablar. Solo se detuvieron cuando la oscuridad se hizo demasiado profunda para permitirles continuar, y fue Banron el primero en dejarse caer al suelo. Anbina se sentó poco después, cerca de él, pero el hombre no sabía si ella querría volver a hablarle después de lo que había hecho; aunque una parte de él sabía que su esposa también se sentía culpable. A pesar de ello, no se atrevió a decir nada y bebió un poco de agua, aunque su cabeza estaba siendo asediada por una tormenta de pensamientos. No podía dejar de mirar atrás, en la dirección por la que creía que estaba Pinaste. De pronto dijo:
   —¿Y si regresamos? —Anbina lo miró enseguida.
   —¿De verdad quieres volver? —le dijo ella, atrapándolo en lugar de liberándolo, como esperaba.
   —No lo sé —respondió, sintiéndose incómodo—. ¿Tú… qué dirías?
   —Que ya que hemos salido… Aunque me sienta mal lo de la pobre mujer —dijo Anbina—. Ay, no tendría que haberte hecho caso.
   —Lo siento —dijo Banron, bajando la cabeza.
   —Estoy cansada —dijo Anbina—. A estas horas ya no podemos hacer más que dormir, y creo que mañana será tarde para regresar. Iremos a buscar a Eredhri, aunque me inquieta no conocer este camino.
   —A mí también me inquieta, pero se supone que es seguro —dijo Banron, recordando la conversación de los guardias.
   Anbina asintió, pero no dijo nada más. Poco después se tumbó; estaban allí, en mitad de aquella senda rasgada en la tierra y en la roca, rodeados de peñascos y arbustos y envueltos por un cielo estrellado. Quizá por hallarse tan al descubierto, Banron no pudo dormirse, y no fue capaz de utilizar las horas nocturnas para poner en orden sus rebeldes pensamientos.

   Por la mañana, Anbina lo encontró sentado y con los ojos cerrados, la barbilla descansado sobre el pecho. Pero Banron reaccionó de inmediato al ruido que hizo Anbina al levantarse, y la recibió con ojos turbados.
   —Buenos días —dijo él.
   —Buenos días —dijo Anbina, y apartó la mirada.
   Comieron poca cosa antes de volver a ponerse en marcha. El sendero transcurrió hacia el oeste durante la mayor parte de la jornada, ascendiendo casi siempre, atravesando terreno llano alguna vez. De cuando en cuando el camino les permitía ver lo que había más lejos, descubriéndoles montañas y picos altos en el norte, el Paso del Odio y la lejana sombra de Nísterhill en el sur. Aunque ninguna sombra era tan pesada como la que les oprimía los corazones, y por ello apenas hablaron, dejando que las palabras se pudrieran en sus pensamientos en lugar de airearlas.
   Cuando Banron quiso darse cuenta, volvía a ser de noche y ya se detenía detrás de unos arbustos. Solo habló para sugerirle a Anbina que aquel lugar podría ser mejor que descansar en mitad del camino. Ella lo siguió, pero no dijo más, y así pusieron fin a otra jornada de camino. En la siguiente fueron recibidos por un cielo cubierto de nubes, y el gris que ahora se revolvía sobre sus cabezas amargó aún más aquellos ánimos tan pesados. Y esto se prolongó durante unos días.

   Tras cuatro de caminata apenas eran capaces de sentir el dolor de sus debilitadas piernas. Banron trataba siempre de ir por delante de Anbina, pero como el sendero seguía siendo claro, ella se adelantaba si el hombre se detenía en algún momento a descansar. En una de aquellas ocasiones se miró el cinturón y pensó: «Estoy muy flaco. Con tanto andar y tan poco comer… mi amiga la barriga ha desaparecido. Tanto mejor». Miró a Anbina. «Ella también está flaca como una ternera recién nacida. También habrá pasado hambre desde que se la llevaron». Suspiró por la nariz, y una súbita calidez en su corazón lo llevó a acercarse a Anbina, aunque no llegó a decirle nada pues unos ruidos a su espalda lo pusieron en alerta.
   —Se oye algo —dijo. Anbina se dio la vuelta.
   Podían oír unos golpecitos insistentes que venían por los tramos del sendero que ellos habían recorrido, y Banron pensó en un caballo, lo que no podía ser bueno en aquellas tierras. Salió del camino, mirando a uno y otro lado, y Anbina lo siguió. Tenían delante unos peñascos que podían escalar, aunque detrás de las piedras había poco más que un precipicio muy alto y un Paso del Odio al que no llegarían con vida si cayesen.
   Aun así, allí se refugiaron para dejar al carruaje pasar. Unas doce yardas los separaban del camino, y disponían de la protección de aquel y de otros peñascos además de un espacio cómodo para permanecer sentados o erguirse a mirar. Pero Anbina solo miraba el sur y al oeste, tratando de distinguir Grínlevar más allá, mientras Banron no dejaba de asomarse al sendero, esperando que pasara el jinete.
   Este se demoró en presentarse allí, y lo hizo porque arrastraba un pequeño carro. Banron recordó enseguida la conversación de los guardias de Pinaste, y supo que el hombre que estaba sentado en el pequeño vehículo debía ser uno de los que había hablado, el que no conocía el camino. Dejó que pasara, y entonces se levantó, agarrando la empuñadura de su espada. Acabaría con él y así obtendría provisiones y quién sabía qué otras cosas.
   —¿Qué vas a hacer? —le dijo Anbina, agarrándolo del brazo izquierdo.
   —Pues… iba a…
   —¿A matarlo? No creo que haga falta hacerlo, es uno solo. Dejemos que siga adelante, Banron. Ya estoy cansada de muertes, aunque presiento que no podré evitar ver unas cuantas más —le dijo, mirándolo.
   Banron le sostuvo la mirada durante unos segundos, luego miró otra vez al carro que se alejaba, y guardó la espada, suspirando.
   —Pero nos retrasará en el camino —dijo.
   —No tanto si ha conseguido alcanzarnos —replicó Anbina.
   Sin darle la razón, Banron se ajustó el cinturón y pasó por encima de los peñascos de regreso al sendero, y Anbina lo siguió poco después.

   Ahora con el carruaje por delante a varias yardas de distancia, continuaron. Banron seguía pensando que habría sido bueno asaltar al guardia que lo conducía, pero una parte de él lo reprendía por pensar aquello; en ocasiones como aquella no se reconocía a sí mismo. El viaje lo había cambiado, porque el Banron de pueblo no habría pensado nunca en atacar a un congénere, aunque se tratase del cómplice de unos malvados. Fuera como fuera, la espada permaneció enfundada, y las palabras retenidas de igual manera.
   Llegaron así al final del sendero, y vieron que el carro pisaba ya terrenos llanos, por lo que sintieron premura y aceleraron un poco el paso. Pero dos días más de marcha los separaban de Grínlevar, y en la segunda jornada tuvieron que caminar entre muchas colinas, algunas de ellas casi verticales. Sobre una de ellas estaba la ciudad amurallada, aunque la habían alcanzado desde el norte y tuvieron que dar un rodeo. El carro ya se había perdido por una de las curvas de la gran loma, como si hubiera entrado en la ciudad, y Banron y Anbina se apresuraron, corriendo como podían. Al fin comenzaron a entender en sus corazones que su querida hija estaba allí, a menos de una milla de distancia.
   Se miraron, sonriendo y dejando atrás muchas más cosas que el agotamiento, hasta que llegaron al portón de la ciudad. Estaba abierto, y el carruaje se encontraba detenido a un lado. Su conductor había bajado y tenía la espada en alto, parecía inquieto. En cuanto la pareja llegó, los miró y frunció el ceño.
   —¿Quiénes sois? —dijo.
   —Eh… Somos mercaderes —dijo Banron—. Veníamos aquí a… hacer negocios.
   —¿Mercaderes? Vestís como mendigos, y solo veo que tenéis dos bolsas.
   —Porque hemos recorrido un largo camino… Pero traemos cosas valiosas —dijo Banron, inquietándose. No dejaba de mirar al interior de la ciudad, deseando entrar.
   —Oh, vamos. ¿Qué ha pasado en la ciudad? —dijo Anbina.
   —No es de vuestra incumbencia. No sois mercaderes de verdad. ¡Marchaos de aquí! —dijo el guardia, haciendo un ademán con la espada.
   —¡No! Tenemos unos asuntos urgentes en este sitio, vamos a entrar —dijo Banron.
   —Os digo que os marchéis. Soy un guardia, ¡obedeced!
   Banron frunció el ceño y arrugó los labios antes de echarse a caminar con paso airado hacia el guardia. A este le sorprendió la desobediencia de aquel mendigo, pero enseguida se puso en alerta cuando vio la espada. Anbina se cubrió el rostro con las manos, aunque pronto apartó algunos dedos porque estaba preocupada. Su marido luchó contra el soldado, y los aceros se encontraron de manera tosca, pues Banron estaba desesperado y cansado, y el otro había permanecido mucho tiempo viajando sentado y bien alimentado.
   Por eso Banron no tardó en retroceder, y fue herido. Retrocedió una vez más, quedando casi de rodillas, y Anbina no pudo soportarlo más. Cogió el fardo que Banron había dejado en el suelo y se lo arrojó al soldado, y luego tomó el suyo y empezó a arrojarle también todo lo que encontraba en él, incluyendo algunas joyas que en aquel momento no valían nada. El hombre de Pinaste fue estorbado por el repentino ataque, y Banron se lanzó sobre él de manera un tanto temeraria. Pero logró alcanzarle una y otra vez sujetando la espada con ambas manos, a pesar de que estuvo a punto de recibir un buen tajo.

   Cuando el soldado estuvo muerto, Banron arrojó su espada y se dejó caer al suelo, respirando con pesadez. Pero Anbina llegó pronto a su lado y se arrodilló para verle la herida; no era grave, y pudo vendarle el corte en el antebrazo con un trozo de una lujosa camisa que yacía en el fondo de su fardo. Banron no tardó en levantarse.
   —Vamos, está muy cerca ya —dijo. Anbina había deseado unas palabras como aquellas, y lo acompañó enseguida tras darle la espada.
   Cruzaron el umbral de Grínlevar, y pronto vieron lo que había alertado al guardia del carruaje: había varias personas muertas. Muchos soldados yacían alrededor, pero también había cadáveres que no vestían un uniforme, y eran muchos. Los dos anduvieron por la silenciosa ciudad durante largo rato, recorriendo las calles sin atreverse a llamar a Eredhri, aunque su nombre resonaba constantemente en sus cabezas. Muchas casas tenían las puertas abiertas, y en algunos umbrales yacían personas desarmadas que vestían hermosos ropajes, mas no había rastro alguno de esclavos.

   De algún modo, acabaron ante el alto y brillante castillo de Grínlevar, y contemplaron la fachada blanca con asombro, aunque un movimiento atrajo la atención de los dos. Alguien se movía entre los cuerpos que había ante la puerta, y un hombre se irguió, lentamente. Sostenía una espada, aunque estaba herido de gravedad.
   —¡Saqueadores! ¡Que pronto llegáis a comer la carroña de nuestra ruina! Pero… no os lo permitiré —dijo, dando solo un paso hacia ellos.
   —Señor, no… —dijo Banron, levantando las manos a la altura del pecho.
   —Oiga, ¿dónde están los esclavos de la ciudad? —dijo Anbina.
   —¿Queréis esclavos, malditos? ¡Pues se los llevaron!
   —¿A dónde? ¿Quiénes se los llevaron? —inquirió la mujer.
   —No sé quienes eran… aunque os matarán si los seguís. Ese monstruo… huyó hacia el noroeste con los que quedaron —dijo el soldado malherido.
   —Muy bien, pues nos vamos —dijo Banron, decidido. Le dio la espalda al otro hombre, pero enseguida se detuvo, como si sus pies se hubieran congelado.
   De pronto recordó el mapa de la zona: Grínlevar se hallaba al suroeste de las Montañas Veladas, y hacia el noroeste se llegaba a aquella zona tan temida del reino, aquella que era incluso peor que el bosque de Nísterhill. Y por allí habían huido unos extraños, llevándose a los esclavos de la ciudad. Anbina también se percató de esto.
   —Banron, ¿qué haremos? —le preguntó.
   —Seguirlos —dijo él, con la mirada perdida.
   Era lo que Anbina anhelaba oír, y se pusieron en marcha de nuevo. 

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