VENTANA AL NORTE 8 y 9. EL CAMINO DE LA PENA - AMIGOS

EL CAMINO DE LA PENA


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   Banron se llevó las manos al sombrero mientras gritaba del disgusto, creyendo que Rómak había muerto allí mismo, delante de él. Pero Frénehal lo tranquilizó tras señalar que el herrero seguía respirando, a pesar de que lo hiciera con movimientos tenues.
   —Entonces podemos curarlo todavía —dijo Banron, con una esperanza que perdió con los siguientes pensamientos—. Pero aquí no hay curanderos ni medicinas… no hay nada. Ay, y si intentamos llevarlo a un pueblo, nos encerrarán a todos. ¿Qué hacemos?
   —Te equivocas en cuanto a que no hay nada —dijo Frénehal—. Hay muchas cosas, muchas hierbas e insectos, muchos ingredientes con los que preparar brebajes. Y yo ya tengo algún ungüento en mi fardo, y podría ayudar al viejo Rómak, aunque no sé cuánto. Le vendría mejor ser atendido por un curandero, sí. Necesitará sanación, sin duda —añadió, señalándolo.
   Y Banron descubrió al mirar que Rómak temblaba ahora, aunque solo se sacudían sus extremidades derechas; las del costado en el que había recibido la mordedura del fuego.
   —¡Qué cosa más extraña y desagradable! —dijo Banron, consternado—. A saber de dónde había salido ese monstruo que le atacó.
   —Nadie sabe el origen de los demonios —dijo Frénehal mientras iba en busca de sus cosas—. Bueno sí, pero no yo. Nunca he encontrado nada sobre ellos… ni me interesa, pues no puedo robarles cosas buenas. Ni siquiera habitan en casas, sino que se esconden en cuevas y hondonadas y otros agujeros oscuros. ¡Qué viles criaturas!
   —No sé dónde se esconderán, pero uno solo de esos monstruos ha bastado para quitarme el sueño. Deberíamos aprovechar esta Luna para avanzar, así sacaremos a Rómak de aquí cuanto antes —dijo Banron.
   —Aguarda unos minutos, pues estaba buscando esto —dijo Frénehal, levantando un tarro que en la tenue oscuridad apenas se podía distinguir—. Alivia dolores y provoca el sueño. En grandes cantidades puede dormir a las personas, pero para eso es mejor otro brebaje que… que conozco, sí. Por ahora solo importa este, podría ayudar a Rómak.
   Banron no dijo nada, a pesar de las sospechas que surgieron en su pensamiento. No se opuso a que Frénehal aplicara aquel ungüento sobre la herida de Rómak, pero lo cierto fue que no produjo ningún efecto inmediato.
   —Bueno… Creo que no podremos ir a Rhodea si Rómak sigue así de enfermo —dijo Banron, rascándose la cabeza—. Pero tampoco vamos a abandonarlo.
   —¿Y por qué no? —dijo Frénehal de pronto. Banron lo miró de inmediato.
   —¡Es nuestro amigo! ¿Cómo vamos a dejarlo aquí tirado, enfermo y doliéndose? Sería cruel por nuestra parte —dijo, molesto.
   —Pero si empeora y nos retrasa, y al final muere, ¿de qué nos habrá servido? ¡De nada! —dijo Frénehal—. Si no hay remedio, es mejor abandonarlo y quitarnos la carga que…
   —¡No! Lo llevaremos hasta el final, si es que tiene que haberlo. Espero que no suceda, pero aun así… lo llevaré e intentaré que sane. Pues parece que soy su único amigo —dijo, mirando a Frénehal con el ceño fruncido. Pero él se dio la vuelta y guardó su ungüento en el fardo.  

   Sin embargo, no puso más pegas y ayudó a Banron a subir al inconsciente Rómak a su caballo. Lo tendieron sobre el lomo del animal y lo aseguraron con algunas cuerdas pues aún temblaba. Luego se pusieron en marcha, pero no hacia el norte, sino hacia el oeste, persiguiendo a una Luna brillante que escapaba con prisa del amanecer inminente.
   —¿Por qué en esa dirección? Rhodea no está hacia el oeste —dijo Frénehal tras unos minutos de camino.
   —Lo sé —dijo Banron tras un suspiro—. Pero, por lo que nos había dicho Rómak, el Camino de la Pena está por ahí. No es un nombre alentador, pero me parece que encontraremos alguna aldea a los pies de ese camino, o al menos gente.
   —¿Y entonces qué? ¿Les pediremos que curen a nuestro gran amigo y que luego nos dejen partir tras darnos también almuerzo y cama sin nada a cambio? ¡Loco! Las cosas ya no son así —dijo Frénehal mientras se detenía para llevarse una mano al rostro.
   Pero Banron solo agachó la cabeza, tratando de ignorar esos pensamientos, intentando creer que hallarían algo de amabilidad, y que gracias a esta podrían continuar el camino hacia Rhodea los tres.

   Horas después, el Sol iluminó los alrededores por completo, y solo entonces Rómak abrió los ojos para observar la luz, y habló.
   —¿Queda algo de agua? Tengo mucha sed.
   —¡Estás despierto! —dijo Banron, volviéndose hacia él de inmediato—. Sí, claro que tenemos agua, espera un momento. ¿Cómo te sientes?
   —Solo tengo sed, y me duele un poco el costado —dijo el otro. Enseguida recibió una de las cantimploras, pero la vació sin cuidado, para disgusto de Frénehal y asombro de Banron. Luego se tumbó otra vez sobre el lomo del caballo y dejó caer el recipiente.
   —¿Qué te ocurre? —le preguntó Banron.
   —¡El agua! ¡Pero qué desconsiderado! —exclamó Frénehal, corriendo a recoger la cantimplora.
   —¿Qué me ocurre? —murmuró Rómak—. Me siento seco, quema… ¿No tenéis más agua?
   —¡No! —dijo Frénehal. Banron lo miró, pero como Rómak quedó inconsciente de nuevo, no objetó nada—. Si nos deja sin agua, yo me voy. No voy a soportar esto, no. ¡Y entonces te ayudará otro!
   —Sigamos, por ahora —dijo Banron.

   Así hicieron, y pocas horas después hallaron un riachuelo que en cierto punto entre varios peñascos daba forma a un charco. Allí se acercaron, y bebieron junto a los animales. Luego decidieron refrescar la herida de Rómak e intentar despertarlo.
   —Muy bien —dijo Frénehal—, tiene la herida en el costado derecho, habrá que desnudarlo y echarlo al agua. Adelante, hazlo, ya que sois muy amigos.
   —¿Qué? ¿Desnudarlo? —dijo Banron, incómodo—. No creo que… A lo mejor si solo le remojamos la herida… Yo creo que será suficiente.
   —Pues le quitamos la camisa y lo agarramos por las piernas para que se moje el torso —dijo el otro.
   —Así se ahogará —dijo Banron, descontento—. Mira, lo tumbamos cerca del charco, lo despertamos, y que se remoje él a su gusto.  
   —Nada nos salvará de cargarlo, después de todo —dijo Frénehal, caminando hacia el caballo que soportaba el cuerpo del herrero.
   Los dos hombres lo desataron y lo llevaron en volandas hasta una roca plana que hundía sus pies en el agua, pero he aquí que su superficie estaba mojada, y Banron resbaló y cayó de pie en el charco, arrastrando a Rómak y a Frénehal con él. Aunque Frénehal soltó pronto herrero y evitó la caída.
   —¡Qué torpeza! —gritó mientras se reía. Banron estuvo a punto de replicar, pero entonces Rómak se levantó de súbito.
   —¡Socorro! —gritó, antes de caer de nuevo, quedando sentado en el charco—. ¿Dónde estoy? Pensé que caía desde una gran altura —dijo, mirando alrededor.
   —No, solo te caías desde allí —dijo Banron, señalando la piedra—. ¿Cómo te encuentras? ¿Sigues teniendo sed?
   —Sí —dijo Rómak, y se puso a beber con prisa hasta que se tambaleó, y estuvo a punto de desfallecer—. No me encuentro bien… Me arde la herida, me arde el pecho también. Y la sed no deja de atormentarme, pero ya no puedo beber más.
   —Te llevaremos a algún curandero —dijo Banron, acercándose al herrero para ayudarlo a levantarse.  
   Logró ponerlo de pie y acompañarlo hasta el caballo, pero cuando Rómak estuvo montado una vez más, dijo:
   —Recuérdame si alguna vez encuentras un arma de dragón.
   —¡No digas cosas como esa! —exclamó Banron.
   —¿Un arma de dragón? ¿Eso qué es? —preguntó Frénehal, muy interesado.
   —Un arma con propiedades extraordinarias, forjadas en tiempos remotos con metales y el corazón de un dragón. Siempre quise forjar una —dijo Rómak.
   —¿Y cuántas hay? ¿Qué poderes tienen? ¿Dónde puedo encontrar una? —dijo Frénehal con los ojos muy abiertos mientras se frotaba las manos.
   Pero Rómak cerró sus ojos y Banron tuvo que sujetarlo para que no cayera del caballo. Miró a Frénehal mientras negaba con la cabeza y aseguró al herrero con cuerdas para que no se cayera. Seguía vivo, y por ello se echaron pronto a andar.

   La marcha que siguió fue bastante lastimera, y se prolongó por un día y unas cuantas horas más en las que Rómak hablaba cada vez menos y despertaba con menor frecuencia; en cambio, su enfermedad iba a peor. Los otros andaban cuanto podían, a pesar de las quejas de Frénehal, y así dieron en aquel mediodía con los bordes del Camino de la Pena. Entonces se desviaron hacia el sur, temerosos al mismo tiempo que deseosos (al menos Banron) de encontrar sanación para Rómak. Pero antes que eso, encontraron un carro.
   —Podremos llevar a Rómak en él —dijo Banron, sonriendo mientras lo señalaba.
   —Sí, porque no servirá para otra cosa. ¡Vacío! Incluso desde aquí veo que no tiene nada. ¿Por qué lo habrán abandonado? —dijo Frénehal.
   —Eso no importa ahora, subamos a Rómak. Podrá estar más cómodo ahí tumbado.
   —Oh, mucho más cómodo que nosotros, que tanto hemos caminado. Sin duda —dijo el otro.
   Llegaron pronto hasta el carro, un vehículo de madera sin techumbre, pero de sólidas ruedas que permanecían intactas. Subieron en él a Rómak, y tras preparar a uno de los animales para que tirara del vehículo, continuaron la marcha. Los otros dos trotaron con sus cabalgaduras, y Banron se sentía satisfecho con aquel golpe de fortuna, y creía que iría a más y que pronto vería a Rómak recuperado. Ya lo consideraba un amigo de verdad, y le estaba muy agradecido por toda la ayuda prestada. 
   No obstante, todos aquellos pensamientos esperanzadores se resquebrajaron cuando, tras doblar una curva del camino, se toparon con una patrulla de soldados montados a caballo. Ambos bandos detuvieron el paso con brusquedad y se miraron, y uno de los guardias los señaló.
   —¡Ahí está! —exclamó.
   —Oh, ¡no! ¡Maldita sea, son muchos! —dijo Banron, mirando a un lado y a otro, luego echando mano a la espada.
   —Todavía están lejos, ¡espera! —dijo Frénehal, sacando con presteza su pequeño arco. Algunos soldados sacaron las espadas, Frénehal arrojó una flecha, y Rómak se levantó de improviso, empuñando el garrote que los otros habían dejado a su lado.
   Gritó mientras alzaba el arma, pero su cuerpo se había interpuesto entre los soldados y la flecha, y esta se le clavó en un hombro. Enseguida desfalleció de nuevo.
   —¡Desgraciado! —gritó Banron, espantado.
   —¡Ese bruto! ¿Para qué se levantó? ¡Inútil, inútil! —dijo Frénehal, retrocediendo—. Vámonos, ya no hay remedio, la flecha estaba envenenada. ¡Está muerto, ahora sí que está muerto!
   —¡No! —dijo Banron, con los ojos llorosos. Y avanzó hacia Rómak, pero los soldados también, y había furia en sus rostros y acero en sus manos.

   Entonces Rómak, con un último esfuerzo, escapó de los dolores de su herida y de los efectos del veneno, y miró a Banron por un segundo y le hizo un ademán que no indicaba otra cosa sino que siguiera su camino, que sobreviviera. Y Banron, aunque no obedeció de inmediato, se dejó llevar por el temor y el deseo de reencontrarse con su familia, y dejó allí los apagados ojos de Banron, siguiendo al grito de Frénehal, que lo llamaba desde cierta distancia. Pero mayor fue entonces la distancia entre él y Rómak, una distancia que en vida no podría volver a sortear. 

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   Cabalgaron sin mirar atrás hasta que los caballos aminoraron la marcha y comenzaron a bajar las cabezas. Al final se detuvieron a pesar de que Banron y Frénehal seguían alterados, pero lo cierto era que nadie los perseguía. Miraron atrás, de todas maneras, y se percataron de que aún seguían en el Camino de la Pena, lo que les pareció imprudente. Banron no quería, sin embargo, alejarse de aquella senda, pues esperaba que Rómak los siguiera de algún modo. No obstante, Frénehal fue muy insistente.

   —Alejémonos de aquí antes de descansar. Incluso a mí me parece la mejor idea —dijo mientras tiraba de su caballo.  
   Banron echó una última mirada hacia el sur antes de seguir a Frénehal, y así se perdieron de la vista de cualquiera que pudiera pasar por aquella carretera, y se despidieron de Rómak y de toda esperanza de volver a verle.

   Ahora Banron se sentía muy solo a pesar de la compañía de Frénehal, pues no confiaba demasiado en él ni creía conocerlo lo suficiente. Por eso no habló ni cuando se detuvieron a descansar, y casi reanudaron la marcha sin que mediara ni una palabra.
   —¿A quién le devolveré ahora el favor que le debía a ese barbudo? —dijo Frénehal de pronto.
   —¿Por qué le debías un favor? Nunca dio más detalles —dijo Banron.
   —En realidad nunca hizo nada por mí, nada que me endeudara tanto. Fue mi padre, ¡oh, padre mío!, quien recibió su ayuda. Porque también es herrero, y Rómak aprendió mucho de él, aunque dicen que lo sobrepasó en destreza y que por tal razón fue invitado a vivir en Merena. ¡Paparruchas! —dijo Frénehal con aires de indignación—. Aun así, mi padre no le dio mucha importancia y siguió viviendo tranquilo en Tilarce, conmigo, su único hijo, aunque a mí nunca me interesaron los metales. Por eso veía a Rómak de cuando en cuando, o él iba a visitarle a nuestra casa, pero un día… Un día, cuando Rómak estaba allí, llegó un hombre extravagante, y nunca dijo su nombre, pero pidió que se le forjara la mejor espada posible, y ofreció una gran recompensa en oro y un don mágico que no quiso revelar. Entonces mi padre intentó forjar la mejor espada de su vida, de verdad que lo intentó, pero no podía por mucho que martillase, y le rogó a Rómak que hiciera una en su nombre. Él la forjó, y mi padre la entregó, aunque sin duda mi padre ayudó en la tarea; y mientras ellos forjaban, yo intentaba mirar en la habitación de aquel hombre, que dormía en la posada, pero siempre me descubría, o todo estaba negro, y yo solo quería que se marchase. Entonces, cuando la espada estuvo lista, mi padre me dijo: «Hijito mío, si alguna vez no puedo reparar este gran favor, hazlo tú». Iba todo sonriente al encuentro de aquel señor, pero no regresó, aunque alguien dejó un pequeño saco de monedas ante la puerta. Tuvo que haber sido mi padre, quien las dejó para mí mientras partía hacia alguna aventura, pues aquel extraño señor debía ser algún conde o el mismísimo rey, que lo quería en sus fraguas. Y así, ahora mi padre debe estar forjando espadas y armaduras lejos de aquí, y tenía que saldar su deuda con Rómak. Pero ni Rómak ni mi padre están aquí, y la deuda sí.
   —Bueno… —murmuró Banron después de aquella historia. «No creo que su padre esté forjando nada en ningún sitio», pensó. «Pobre hombre. Ahora incluso Frénehal me inspira un poco de lástima»—. Siempre me puedes devolver el favor a mí, ya que era su amigo. Sí, creo que si no lo haces así, no descansará en paz.
   —Hm… —Frénehal masculló algo ininteligible mientras agachaba la mirada—. Está bien, pero eso no sustituye el pago por ayudarte a entrar en Rhodea.
   —Me parece bien —dijo Banron—. No me robes ni me abandones por el camino, y consideraré que has devuelto el favor. Pero ¿cómo entraremos en esa ciudad tan grande? 
   —Ya lo veremos, vaya que lo veremos —dijo Frénehal—. Pero ¿cómo vamos a llegar a ella? ¿Directamente, o a través del Camino de la Pena?
   —Ya he tenido suficientes penas, pero no me quiero alejar de ese camino… Vayamos a su sombra, pero no a su vista, si se me entiende.
   Frénehal asintió, pues entendía, y así empezaron a avanzar hacia el noroeste sin alejarse mucho de las numerosas curvas de aquella senda que moría en la ciudad de Trénguel y nacía allá donde Banron deseaba tanto llegar: Rhodea.  

   Durante los días que siguieron dejaron el mes de abril atrás, junto a muchas millas que recorrieron a veces andando y a caballo cuando podían. Se alejaban mucho del Camino de la Pena cuando era de día, y durante las noches se atrevían incluso a cabalgar sobre el empedrado. Y Frénehal insistía una y otra vez en continuar hasta altas horas de la noche por si encontraban algún carruaje descansando cerca de la carretera, y así poder sustraer cualquier cosa que encontrara; según él, apenas podía resistir ya aquel impulso. Sin embargo, nada hallaron durante aquellas jornadas de viaje, para su disgusto.
   Y cuando, tras rodear una pequeña loma, vieron a lo lejos un gran círculo de montañas, Frénehal hizo que se detuvieron. Pero Banron parecía consternado.
   —¿Montañas? Yo pensaba que Rhodea estaba ahí, en medio de todos esos caminos —dijo, llevándose las manos al sombrero.
   —Tontito, esas son las Montañas de la Corona, que rodean a Rhodea —dijo, riendo su propia gracia—. Los Cinco Caminos pasan entre esas montañas, y hay sendas que pasan por encima de ellas, y caminos secretos que solo conocen los reyes, oh, sí, seguro. ¿Qué habrá en esos lugares?
   —No lo sé, pero a mí me interesa cualquier camino que me lleve hasta el interior de la ciudad —dijo Banron, mirando ahora las montañas.
   —Cualquier camino servirá entonces —dijo Frénehal—. Continuemos, sin más, y entonces sabrás cómo entraremos en la ciudad.
  
   Pronto llegaron a las cercanías de las Montañas de la Corona, que, como había dicho Frénehal, circundaban a la ciudad de Rhodea, aunque entre los muros blancos y las faldas montañosas había también un ancho anillo de tierra llana. Pero eso no lo vieron aún los compañeros, quienes se detuvieron en cuanto avistaron las torres de guardia que custodiaban uno de los pasos entre las montañas; pudieron incluso ver movimiento de soldados.
   —¿Qué vamos a hacer? ¡Dilo ya, o vendrán a por nosotros! —dijo Banron, muy inquieto.
   —Sí, qué remedio, habrá que hacerlo ahora —dijo el otro, rebuscando en su fardo—. Pero así la deuda quedará olvidada, y podré dedicarme a mis cosas al fin… cuando termine este trabajo. He aquí un brebaje muy especial, tómalo, y las cosas serán muy diferentes. Oh, ¡y tanto! —Le tendió a Banron una pequeña botella de cristal con un líquido blanco.
   —¿Esto qué es? —preguntó Banron, mirándolo con recelo. Destapó la botella y olió el contenido con desagrado.
   —Una pócima que nos permitirá agradar a todo el mundo. ¡Qué buena es! Sí, tras beber eso, serás como el amigo de todos, y todos accederán a concederte cualquier favor… Bueno, no cualquiera —dijo, con cierta decepción—. Pero yo la he probado y me ha servido para muchas cosas. Y cuanto menos, ahora nos servirá para que los guardias nos permitan entrar, como buenos amigos suyos. Sí, es bueno ser amigo de los soldados, y de la gente poderosa.
   —¿Seguro que esto funcionará? —dijo Banron, mirando a Frénehal con incredulidad. Pero él sacó una botella muy parecida y bebió sin dudarlo.
   —Amigo mío, ¿no me permitirás conocer a tu hijita cuando sea libre? Quisiera hablar con ella, mucho, y ver cómo es —dijo Frénehal, frotándose las manos.
   —Sí… claro, por qué no —respondió el otro, sintiendo que no había nada de malo en ella.
   —Oh, sí, y preguntarle qué ha visto en Rhodea, qué le han hecho, y pedirle que me lo muestre y hacerle cosas también. ¿Sí? ¿Verdad, querido amigo?
   —¿Qué…? Bueno… ¡No! Eso no, aunque… ¡Maldita sea! —exclamó Banron. Frénehal rio.
   —¡A eso me refiero! Dudas incluso cuando te pregunto sobre tu hija, sobre hacerle cosas sucias. ¿Lo ves? ¡Bebe de una vez, y pidamos permiso a nuestros amigos para entrar!
   Banron bebió, y cabalgaron hacia las torres. Pero mientras avanzaban al trote, se le ocurrió usar los efectos de aquella pócima a su favor.
   —Y dime, querido amigo, ¿cómo lograste fabricar este brebaje? —preguntó. Frénehal dejó escapar una exclamación aguda y prolongada, y apretó los puños como si tratara de resistirse antes de decir entre dientes:
   —Sé mucho sobre ingredientes y pócimas, y recolecto muchas de estas cosas. Robé un libro una vez, se lo robé al hombre extraño que le pagó a mi padre por aquella espada… Recuerdas esa historia, ¿sí?
   —La recuerdo, y espero que ese libro esté bien escrito —dijo Banron.
   —Lo está, y lo aprendí de memoria. ¡Y no me hagas más preguntas secretas! —exclamó, adelantándose.
   Banron rio por lo bajo, pero siguió a Frénehal sin molestarlo más, y fueron hasta donde vigilaban los guardias.

   Allí comprobó la magnitud de los efectos de aquel brebaje, pues los soldados cedieron a la petición de Frénehal y les permitieron pasar. Solo entonces Banron se sintió más seguro, porque no lo estaría del todo hasta que abandonara Rhodea. Pero ahora tenía que entrar en ella, y tras recorrer el pasaje sombrío entre las paredes montañosas, entraron en el anillo de tierra que los separaba de la ciudad. Sin embargo, este espacio estaba repleto de rosas, rosas blancas y rojas, rosadas y amarillas, naranjas, multicolores, y de tantas tonalidades que Banron era incapaz de reconocer algunas. Había caminos empedrados que pasaban entre los matorrales, y pudieron ver que había muchas personas cuidando las flores, regándolas o arrancando alguna mala hierba, o solo admirándolas. Pasaron a través de aquel mar de colores, y llegaron a las puertas de la capital.
   Esta era de plata, pero no era la auténtica puerta de la ciudad. Y solo contemplaron la verdadera después de cruzar la primera, pues Rhodea estaba protegida por dos líneas de murallas; entonces la vieron: una puerta blanca como las facciones más puras de la Luna en todo su esplendor, y unos soldados de alta gallardía la guardaban, mas no bastó ese honor para negar la petición de aquellos dos «amigos», a quienes se les permitió pasar.
   Pusieron pie de esta manera en Rhodea, por fin, tras tan largo viaje y tantas desventuras. Pero en aquel momento, Banron no fue capaz de dar un paso inmediato. Se había bajado del caballo antes de entrar, y ahora sus piernas no podían avanzar bajo el peso del asombro que las magníficas casas le provocaban. Eran todas blancas, engalanadas con hermosos tapices y guardadas por jardines florales, verdes y colmados de rosas. Y no solo los edificios eran hermosos, también lo eran las gentes que por allí andaban, ataviadas con ropas que destellaban plata y oro o que refulgían con vivos colores. Todo era muy diferente de lo que aquel hombre tan sencillo tenía por costumbre. Frénehal se frotaba las manos con mucha ansiedad, y los ojos le brillaban.  
   —Mira cuántas cosas bonitas, mira cuanta gente hermosa. ¡Oh, oh! ¡Casi no me puedo contener! —le dijo a Banron en voz baja.
   —Pues hazlo, recuerda tu trabajo. No estará cumplido hasta que rescate a mi esposa y a mi hija. Después ya serás libre de volver aquí y robar, si quieres —dijo Banron.
   —Deja de estar ahí de pie, entonces, y encontremos a esas mujeres. ¡Ya no lo soporto más! —dijo Frénehal, echándose a andar.
   Banron estuvo muy de acuerdo con aquellas palabras, aunque no supo si era por el efecto del brebaje. Fuera lo que fuera, sacudió la cabeza para quitarse de encima la impresión que le provocaba la ciudad, y comenzó a caminar tras Frénehal, aunque en realidad no sabía hacia dónde dirigirse.

   Cavilando mientras andaba, permitiendo que Frénehal hablara con todo soldado o persona que se acercase a ellos para decirles algo, dejó pasar el tiempo, hasta que sintió que alguien se había acercado demasiado a él.
   —¿Tú no eres un mendigo? ¿Qué haces, libre por nuestras calles, y con un caballo por añadidura? —dijo alguien. Banron miró a su alrededor en busca de Frénehal, pero ya no estaba, y esto lo inquietó. Solo había un hombre rico y entrado en años.
   —Yo… No… no soy un mendigo. Me dejaron pasar porque… soy amigo de… todos estos. De los soldados y de la gente noble. Sí, eso —logró decir. El otro hombre lo miró con suspicacia, pero la expresión desapareció pronto.
   —Muy bien. Pues procura comportarte —dijo antes de seguir su camino.
   Banron suspiró con alivio, pero no tardó en ser consciente de la situación, pues estaba solo, y temió que los efectos del brebaje pasaran. Para colmo, ahora ya no había tanta belleza a su alrededor, pues veía con claridad el abuso de la gente noble sobre los pobres, y muchas de estas inocentes personas estaban encadenadas, o tiradas por el suelo sin apenas ropas; o eran perseguidas y apaleadas, y recibían la burla de niños bien alimentados que sostenían la correa de mascotas con mejor salud que aquellos desafortunados.

   Y entonces, entre todas aquellas gentes, distinguió a una: una mujer que avanzaba a gatas, como si fuera la cabalgadura del hombre que descansaba sentado sobre su espalda. El dolor podía distinguirse en el rostro de aquella mujer, la cadena de hierro que la forzaba a tal humillación se veía alrededor de su cuello, y no había nada más, pues estaba desnuda. Bueno, sí había algo más, la imagen de una persona amada y anhelada, pues era Anbina, la esposa de Banron.
   —¡Anbina! —exclamó él, corriendo hacia ella para asombro del hombre que la montaba, quien lo miró—. ¡Déjala, es mi mujer!
   —¿Cómo te atreves? Bueno… yo…
   —¡Malparido! ¡Te voy a dar una buena como no la sueltes! —gritó mientras sacaba las armas, llevado por la furia.
   Y quizá, si no hubiera actuado de esta manera, habría conseguido que aquel hombre liberara a Anbina. Pero ahora Banron recordó lo que Frénehal le había dicho sobre los límites de las peticiones, y miró las hojas resplandecientes de sus armas, y a las de los soldados que ya rodeaban al noble al que había amenazado. ¿Bastarían los efectos del brebaje para convencerlos a todos, o había ido demasiado lejos? 

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