VENTANA AL NORTE 10 Y 11. UNA AUDIENCIA CON EL REY - JUNTOS

UNA AUDIENCIA CON EL REY

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   Las armas en manos de Banron no eran firmes, no amenazaban a nadie, no liberarían a su esposa. Y no podía dejar de mirarla, furioso por verla sometida de tal manera, pero no tan airado ya como para continuar con las agresiones. No contra tantos enemigos, y menos aún cuando unos cuantos guardias se le acercaron.
   —¡E-era una broma! —dijo Banron, fingiendo una risa. Luego se le ocurrió mostrar la empuñadura de su daga—. ¡Mirad! Venía a traerle esto al rey… —«Ay, maldita sea. ¡No recuerdo su nombre!», pensó. Un largo segundo pasó hasta que el nombre del rey emergió desde sus recuerdos—. ¡El rey Ponfacius, sí! Le saqué esta daga a un bandido, y cuando supe a quién pertenecía, quise venir a entregársela al buen rey. Sí, seguro que me tratará bien y seremos… amigos.
   La mirada del noble que estaba sentado sobre Anbina se clavó en él durante un instante, y los guardias se miraron los unos a los otros, inquietos. Finalmente, el noble dijo:
   —¡Oh, qué sentido del humor tan rústico! Hacía mucho que no oía algo así —rio—. ¿A qué esperas, pues? Entrega cuanto antes ese objeto a Ponfacius, y serás bien recompensado, oh viajero intrépido.
   —Sin duda, mald… noble señor —dijo, ocultando otro vituperio. Los guardias envainaron las espadas, pero Banron aún se sentía inquieto—. Permitidme esta pregunta, si no es muy osada. ¿Cuánto… cuál es el precio de las esclavas? ¿Cuánto me pediríais por la que os acompaña?
   —¿Por esta mujerzuela? Hm… Di solo doscientas mil monedas de oro por ella, y os la vendería gustoso por cien mil setenta y cinco, pues ya ha sido muy usada. ¿Os interesa? —Banron tembló, pues la ira y la frustración se agitaron en su interior, y cuando miró a Anbina, que le rogaba ayuda con la mirada, sintió que las lágrimas se asomaban a sus ojos. Pero no podía hacer nada, no podía hacer nada desde aquella posición.
   —No, señor —dijo, obligando como nunca a una sonrisa mientras una lágrima escapaba sin importarle —. No estoy interesado… Por el momento.
   —Bueno, es una lástima, en parte —dijo el noble, azotando a Anbina con una mano. Su quejido hizo que Banron cerrara los puños—. Si cambia usted de parecer, hágamelo saber. Quizá el buen Ponfacius le recompense, y entonces podrá usted comprar esclavas mejores, más jóvenes y hermosas que esta.
   —Ah, sí… —dijo Banron, recordando de pronto a su hija. Aunque la idea de cambiar aquella daga por una gran cantidad de oro le pareció muy apropiada y a su alcance—. Le agradezco la atención, señor. Parto en busca del rey.
   El noble le despidió sacudiendo una mano con vagancia, y Banron echó a correr mientras escuchaba a Anbina gritar de nuevo y los guardias regresaban a su vigilancia. Ignoraba que, a pesar de todo, había sembrado esperanza en el corazón de su esposa.  

   Lo que también ignoraba era la distribución de Rhodea, y no tardó en perderse. Todo a su alrededor eran casas blancas y calles repletas de gente, pero no sabía qué camino tomar ni veía indicaciones o el tejado de un alto castillo. Merodeó un rato por aquí y por allá hasta que recordó los efectos del brebaje de Frénehal, y temió que estos terminaran al mismo tiempo que lo recordaba a él; sin embargo, lo más importante era seguir aprovechando aquel efecto tan ventajoso. Y gracias al valor que ese pensamiento le confirió, le preguntó a un guardia por el palacio, y este le dio direcciones sin ningún reparo.
   Banron echó a correr entonces, pero se limitó a caminar con premura cuando se percató de que llamaba demasiado la atención. Así, tardó más de lo que habría deseado en atravesar los distritos de Rhodea, divisiones de la ciudad que se atribuían a los distintos puntos cardinales. Eran nueve, pues se contaban también aquellas direcciones como las que señalaban al noreste y al suroeste, y estas eran las áreas interiores, cercadas por las que eran nombradas como Distrito Norte, Distrito Oeste, Distrito Sur y Distrito Este. Banron atravesó el del sur, luego el del sureste y el del suroeste, y de esta manera llegó al gran espacio llano que albergaba el castillo: la Plaza de las Raíces. El edificio del castillo era el más grande y resplandeciente que jamás había visto y vería, y ante él se quedó petrificado unos segundos, pensando en cómo alguien de su calaña podría entrar en tan magnífico lugar. Aunque, por otra parte, lamentó que tanta belleza fuera el centro de la crueldad que había asolado al reino, y quiso también tomar la espada y entrar allí con intenciones de guerra.
   Sacudió la cabeza para alejar una y otra idea. «No, hoy las cosas se harán por las malas. Bueno, en el sentido de la mentira, nada más. Es una fortuna estar bajo los efectos de ese brebaje, pero no sé cuánto durará. Debo aprovechar el tiempo, y buscar algo que me guarde las espaldas por si acaso. ¿Dónde se habrá metido Frénehal? Por una vez me gustaría tenerlo cerca», pensó mientras miraba a un lado y a otro. Pero entonces se percató de que si entregaba la daga a cambio de oro o de su esposa, estaría faltando a la palabra que le había dado a Frénehal, y aunque este fuera un sujeto extraño y que aún no le agradaba del todo, Banron no se sintió bien consigo mismo. «¿Qué voy a hacer entonces, si no?», pensó. «Lo lamento por Frénehal, pero si le entrego a él la daga, no tendré ninguna posibilidad de rescatar a Anbina. Y todavía tengo que hallar a Eredhri… Seguro que él se las puede arreglar para robar este cuchillo más tarde».
   Justificándose así, echó a caminar hacia la puerta del palacio.

   Allí fue admitido de buen grado en cuanto mostró la daga, y se le permitió el paso al ostentoso recibidor del castillo del rey. Mas no era tan ostentoso como la sala del trono, muy bien iluminada y colmada de joyas y estandartes hermosos, aunque el más hermoso de todos era el gran blasón con forma de rosa que colgaba encima y detrás del asiento real. En cada uno de sus pétalos había dibujada una hazaña pasada distinta, pero Balron no tuvo tiempo de admirar cada una de ellas pues se encontraba en presencia de Ponfacius, el vigente rey. Y cuando se acercó a él, forzó sus piernas para hincar una rodilla en una reverencia, y luego sacó la daga y le tendió la empuñadura.  
   —Esto es vuestro… señor —dijo—. He venido desde muy lejos para traéroslo.
   —Y quisiera escuchar tus andanzas, para que sean recordadas y cantadas, quizá plasmadas en el blasón real. ¿Qué menos para honrar tal hazaña? —dijo el rey, mientras le indicaba a un guardia que se acercara a tomar la daga. Pero Banron se irguió y dijo:
   —Más que cualquier reconocimiento, quisiera…
   —¡Espera! —gritó de pronto Frénehal, apareciendo desde una habitación que se abría a la derecha del trono. Por lo visto había estado fisgoneando en el palacio (y en otras casas) aprovechándose de la capacidad del brebaje—. ¡No puedes darle ese cuchillo al rey, es mío!
   —¿Cómo…? —murmuró el rey Ponfacius, levantándose. Esto casi sobrepasaba los límites del brebaje.
   —Ay, Frénehal… —dijo Banron en voz baja, sintiéndose un tanto avergonzado. Frénehal avanzó con grandes zancadas hasta ponerse delante de él, y extendió una mano.
   —Es mi pago por el trabajo que he hecho. ¡Ya está terminado! ¿No? ¿No es así? Entonces, ¡paga! —dijo, sacudiendo aquella mano.
   —Bu-bueno… Y… ¿Dónde te habías metido? —preguntó Banron, más para ganar tiempo que para satisfacer su curiosidad.
   —¡Eso no importa ahora! Miraba la ciudad, con el permiso de sus buenos habitantes, sí. Ellos me dejaron pasar, y te dejaron pasar a ti al palacio. ¿Por qué será? —dijo, mirando a Banron con suspicacia.  
   —Bueno, bueno. Veo que sois conocidos —dijo entonces el rey—. Mas no es la sala del trono lugar para querellas entre viajeros. Tenéis mi favor, así que podéis hospedaros en una de las numerosas posadas de la ciudad, y dormir, buscar compañía en las casas de esclavas, o conversar cuanto deseéis. Pero no es este lugar para tales ocios. Por tanto, que la daga me sea entregada, y la recompensa será dada.  
   —¡No! No puedes dársela, ¡es mía! ¡Para mí! Yo la pedí antes —le dijo Frénehal a Banron, y se situó muy cerca de él.  
   —Lo… lo siento, ¡pero no! —dijo Banron, mirando la furia en el rostro de Frénehal. Se alejó de él y miró al rey—. Este es el hombre al que se la arrebaté, ya veis que quiere recuperarla a toda costa. —Sintió arrepentimiento al decir aquellas palabras, pero la esperanza por recuperar a su esposa brilló también, y se abalanzó sobre aquel sentimiento.  
   —¿Es eso posible? —exclamó el rey, y los guardias que había alrededor de él se adelantaron, echando mano a las espadas—. ¿Y qué hace aquí? ¿Y cómo es que te conoce?  
   —¡Maldito! —chilló Frénehal, muy furioso. Se abalanzó sobre Banron y cayeron al suelo, forcejeando. Pero he aquí que el fardo de Frénehal se abrió en mitad de la violencia, y un candelabro de plata cayó al suelo junto a unas cuantas monedas de oro y otras joyas y objetos que no aparentaban ningún valor.
   —¡Mirad, señor! —dijo uno de los guardias.
   —¡Ese candelabro me pertenece! —dijo el rey Ponfacius—. Bueno, era de la familia de mi primo, pero ahora yo soy el rey, así que es mío, ¡no tuyo! ¡Sucio ladrón! ¿Cómo osas robarle a quien te ha invitado a su mansión? 
   Frénehal hizo oídos sordos a aquellas palabras, y habría asesinado a Banron allí mismo si dos guardias no se hubieran echado sobre él en aquel instante. Lo levantaron y lo despojaron del punzón que sostenía en una mano, y también de sus cosas.
   —¡Traidor! ¡Sucio traidor! ¡Embustero! ¡Tanto tiempo trabajando con honestidad, tanta ayuda, para esto! —gritó, sacudiéndose en vano—. ¡Eres mala persona, Banron! ¡Muy malo! ¡Los malos nunca llegarán lejos!
   Banron no se atrevió a mirarlo mientras se lo llevaban a los calabozos, y solo alzó el rostro cuando el rey Ponfacius le habló.  
   —Toma esta minucia por tu labor, aventurero —dijo, dejando caer ante él un saquito de monedas—, mas no pongas una mano en este presente sin antes entregarme la daga.  
   El abatido Banron se la ofreció, pero fue un soldado quien la tomó y se la llevó (a limpiarla bien antes de que Ponfacius la tocara con sus propias manos); luego recogió su recompensa y se puso en pie.  
   —Os lo agradezco, señor —dijo, con una reverencia que quizás era real—. Con vuestro permiso, me retiro a descansar en vuestra hermosa ciudad.
   —Ve —le dijo el rey, regresando a su trono—. Pero no emplees todo ese oro en una sola esclava, ¡hay muchas! Invierte bien, y disfrutarás.  

   El desdichado Banron le dio la espalda y se alejó del trono, lamentándose por sentirse así. Tendría que estar radiante de felicidad, pues estaba a punto de recuperar a su esposa. Sin embargo, aún tenía temores de gran peso: ¿cómo rescataría también a su hija? ¿Qué sería de Frénehal; merecía aquel destino? Banron lo ignoraba, pero al entregarle la daga a Ponfacius había torcido el hado entero del reino, y así, ni siquiera inmerso en la felicidad de su familia, podría haber una paz duradera para Rósevart.  


JUNTOS

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   A paso rápido, Banron salió del castillo y se dirigió al Distrito Sur de Rhodea, donde había visto a Anbina. Pero cuando alcanzó aquel lugar, se detuvo y perdió toda palabra que pudiera pensar. Ella no estaba allí, lo cual, pensó al rato, era normal. Por desgracia. «No se iba a quedar aquí esperándome», pensó. «Tengo que encontrar al tipo que la tenía. ¡Ese malnacido!». La furia lo mordió una vez más al recordar el trato que le había dado a su esposa, y deseando liberarla cuanto antes, se apresuró a buscar la casa de aquel noble.
   Mas no sería una tarea sencilla. Porque no conocía el nombre de ese tipo, y nombrar a Anbina no aclaraba la memoria de los guardias. Por tal razón la búsqueda se prolongó, y lo hizo más allá de un horizonte que Banron temía: el fin de los efectos del brebaje de Frénehal. Esto lo supo cuando un soldado lo detuvo con cara de pocos amigos, y ni las suaves palabras que Banron dijo pudieron suavizar su expresión.
   —El rey me recompensó con este oro —dijo, levantando el saco de monedas— porque le devolví una daga muy preciada. Me permitió dormir en una posada, y pensaba comprar una… una esclava.
   —No mientas, pordiosero —le dijo el soldado—. Al capitán de la guardia rendirás cuentas, pues una alimaña como tú carece del derecho a encontrarse con el rey. ¡Trae aquí ese oro! —le arrebató la bolsa—. Por este robo pagarás, y serás encerrado hasta que se decida tu utilidad.  
   —¡No, mi oro! —gritó, estirando los brazos para recuperarlo. Forcejeó con el guardia, pero otros dos acudieron en cuanto vieron la lucha de su compañero, y tenían las espadas listas para apuñalar.
   —¡A prisión, escoria! Dos ratas han caído en este día —dijo otro guardia.

   Banron trató de resistirse, incluso intentó tomar la espada, pero todo esfuerzo fue vano y cayó en pensamientos de desespero y de frustración. Antes de que su hubiera percatado de ello, lo estaban arrastrando a través del umbral de un sombrío edificio, y el trueno de la puerta cerrándose detrás lo sobresaltó. Estaba en la prisión, una torre en el Distrito Nordeste, aunque había esclavos trabajando para desplazarla a los sótanos del palacio. Pero en el interior de aquella torre, Banron fue llevado a un piso intermedio, y lo empujaron a una celda entre cuyos barrotes distinguió un rostro familiar. Era Frénehal, ¡qué pronto se habían cumplido las palabras que este le dedicara!
   —¡No, no quiero a ese malandrín conmigo! ¡Es muy malo, muy traicionero! ¡Me estrangulará mientras duermo! —gritó Frénehal, aferrado a los barrotes.
   —Calla, cerdo fisgón —le dijo uno de los soldados, amenazándolo con la espada—. Espero que tu suerte sea para entretenimiento nuestro, y que así pueda hacerte gritar de dolor.
   —¡Lo que sea, menos la compañía de este traidor! —dijo Frénehal, para disgusto del soldado. Aunque Banron se sintió peor.
   Aun así, lo arrojaron a la celda que ocupaba Frénehal, y allí lo dejaron encerrado y sin nada más que los ropajes. Hasta el sombrero le habían quitado.

   El silencio no tardó en hacerse pesado tras aquellos barrotes, pues fuera no dejaban de oírse los quejidos de otros prisioneros o los gritos de los guardias. Aunque de cuando en cuando, Frénehal dejaba escapar un bufido o hacía ruido al cambiar de posición sobre la manta roñosa que tenía como colchón.
   —Lamento lo ocurrido, Frénehal —dijo Banron al cabo de un rato, cabizbajo.
   —¿Lo lamentas? ¡Lo lamentas ahora que no puedes solucionar nada! No lo habrías lamentado si ahora estuvieras con tu mujer, por ahí, intimando sin el pobre Frénehal —dijo él. Banron no quiso hacer mucho caso a las palabras.
   —Lo habría lamentado de todas maneras, pero estaba desesperado por rescatarla —dijo Banron, y luego tuvo un pensamiento audaz—. ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? ¿Qué habrías hecho por alguien de tanto valor? Alguien como tu padre. —Frénehal lo pensó unos instantes, pero no quiso contestar. En cambio, dijo en voz baja:
   —No me estorbes cuando escape esta noche. Aunque si quieres, me puedes acompañar. Pero si te descubren, te dejaré con los guardias.
   —¿Qué? ¿Vas a escapar? ¿Cómo? —dijo Banron, acercándose a él.
   —Tengo una llave, una llave muy bonita y muy buena, sí. Ellos no la encontraron, supe esconderla muy bien —dijo.
   —¿Dónde la tienes?
   —Aquí —dijo Frénehal, palmoteándose la entrepierna—. Entre las carnes está guardada, y la sacaré cuando sea de noche y haya menos vigilancia.  
   Banron puso cara de desagrado, pero no podía ignorar que aquella seguía siendo una esperanza.

   Y cuando oscureció, deseó que pudiera cumplirse, y en verdad pensó que podría ser así cuando la vigilancia disminuyó y el resto de los presos durmieron. Frénehal sacó aquella ganzúa tan fina y de aspecto frágil, y se acercó a la cerradura.
   —¿Quieres probar a hacerlo tú? —le dijo a Banron, ofreciéndola la llave.
   —No, no gracias. No sé hacer eso y es probable que rompa tu llave —dijo Banron, asqueado por el lugar del que la había sacado. Frénehal se sonrió, advirtiendo esto, y apenas le dio tiempo a Banron para que pensara en otras cosas cuando consiguió abrir—. Vamos, sin hacer ruido ahora. Si llegamos a mi fardo y bebemos de la pócima, todo estará solucionado. Y nos iremos tan tranquilos, sí, muy tranquilos.
   Frénehal comenzó a caminar sin hacer ni un solo ruido, pero Banron dudó que pudiera seguirlo de la misma manera. Aun así, se apresuró en cuanto le fue difícil distinguirlo en la oscuridad, y agazapado trató de no rasgar el suelo con sus pasos. Miraba a un lado y a otro, deseando no encontrarse con un guardia, escudriñando las otras celdas, que parecían no encerrar más que sombras en aquella noche.
   A pesar de la inquietud que pesaba tanto sobre Banron, fue capaz de llegar a una escalera, y Frénehal ya subía los peldaños. Se apresuró a seguirlo, escalando con manos y pies como si se tratase de un animal, y el ascenso se le hizo angustioso y muy largo, pero tuvo su final. Llegaron así a una sala redonda, el último piso de la torre, y había allí cajas y muchos sacos, y múltiples objetos sobre varias mesas y estanterías; y un guardia… que dormía. Frénehal se volvió hacia Banron y le indicó que esperase allí, y él no se opuso y se sentó en el suelo con sumo cuidado. Dejó que Frénehal se adentrara en la estancia, aunque apartó la mirada cuando lo vio tomar un puñal y asesinar al guardia.
   —Levanta ahora, y cierra la puerta —dijo Frénehal—. Aquí tendremos cierta libertad, y hay muchas cosas. ¡Míralas!
   Frénehal no tardó en comenzar a abrir fardos y cajas, y pareció que se había olvidado de sus propias cosas, lo que inquietó a Banron, quien solo deseaba salir de allí. Pero tras varios minutos, Frénehal encontró sus posesiones, y después de llenar su saco le ofreció a Banron un tarro de brebaje.
   —Es lo último que me queda, y no debería hacerte este regalo. Pero puedes beberte la mitad. El resto es para mí —dijo.
   —¿Solo la mitad? ¿Y cuánto durará esto? —preguntó Banron, inquieto.
   —Pocas horas, supongo. Aprovecha el tiempo, y escoge bien tus palabras. Yo iré a recuperar mi daga, mi recompensa que regalaste a otro —dijo, con el ceño fruncido—. Pero entonces no nos veremos más, y ya no le deberé nada a nadie, ¡mi padre estará contento!
   —Bueno, qué remedio —dijo Banron, y bebió la mitad del brebaje. Frénehal se tomó el resto, pero antes de salir de allí, le dijo a Banron:
   —No seas necio y toma un poco de oro, ¿no ves todas esas monedas? Cógelas, cógelas, son para quienes las han encontrado.
   Por supuesto, Frénehal ya se había guardado muchas monedas, y Banron tomó también una buena cantidad, olvidando la humildad por la necesidad o quizá por el efecto del brebaje y las palabras provenientes de Frénehal. Sin embargo, no dudó en buscar su sombrero y sus otras pertenencias, incluyendo la espada que le regalara Rómak, y el cinturón.  

   Salieron de aquella estancia y bajaron las escaleras hasta el nivel principal, y allí solo se encontraron a un guardia al que convencieron de que habían sido liberados porque habían pagado por su libertad. De esta manera, salieron a las calles de Rhodea, y Frénehal se alejó de Banron sin despedirse, dejándolo allí, solo y sin saber a dónde ir.
   Pensó durante varios minutos, hasta que, apremiado por la corta duración del brebaje, decidió utilizar todo lo que tenía, comenzando por el oro. Corrió en busca de una posada, pero no halló ninguna en aquel distrito, y tuvo que adentrarse en el Distrito Este. Allí le ofreció dinero al dueño de uno posada, diciendo:
   —Necesito encontrar a dos esclavas que deseo… comprar. Sus nombres son Anbina y Eredhri, ¿cómo puedo encontrarlas?
   —Oh, bueno, puedo averiguar los nombres de todas las que han llegado a Rhodea, pero me llevará un rato —dijo el posadero.
   —Apresúrese, por favor —dijo Banron, sopesando la cantidad de oro que podía ofrecer y la que necesitaría para comprarlas a ambas—. Tengo una… gran necesidad, y le puedo ofrecer unas cuantas monedas más.
   Las dejó encima del mostrador, y el hombre fue en busca de un empleado al que envió raudo en busca de noticias. Y mientras esperaba su regreso, Banron tomó asiento y le ofrecieron cenar, lo que aceptó. Allí comió las mejores viandas que hubiera probado en su vida, pero habría cambiado aquel sabor por un almuerzo simple y austero en su casa, pues la inquietud le roía por dentro y solo deseaba salir de Rhodea con su hija y su esposa.

   Largo rato después, o eso le pareció a Banron, pues aún era de noche, el mensajero regresó, y trajo las nuevas que él deseaba oír.
   —La esclava llamada Anbina vive con el señor Lórcur, en el Distrito Sur —dijo.
   —¿Y qué hay de Eredhri? ¿Acaso olvidó usted preguntar por ella? —dijo Banron, olvidando un poco los modales.
   —No, señor, pero debéis saber que muchas esclavas han pasado por Rhodea, y que algunas fueorn enviadas a otras ciudades como regalo para los condes. —Banron tragó saliva, muy afligido.
   —¿No sabe a qué ciudad fue enviada?
   —No, aunque podría averiguarlo. Sin embargo, me llevaría más tiempo y trabajo.
   —Está bien, lo dejaremos así —dijo Banron, inquieto por el poco tiempo del que disponía—. Adiós.
   Salió de la posada con mucha prisa y se dirigió al Distrito Sur atravesando calles iluminadas con lámparas tenues, vigiladas por guardias que en muchas ocasiones evitaban su trabajo y se dormían, o se afanaban en asuntos secretos guarecidos por las sombras de los callejones.  

   Sin embargo, nada de esto importaba a Banron, y cuando llegó al Distrito Sur preguntó por la casa de Lórcur, y no dudó en aporrear la puerta y llamar hasta que alguien salió. Convenció al guardia para que le permitiera ver al señor, y este salió poco después, con ropajes de cama.
   —¿Qué deseas a estas horas tardías? Dormía, y espero que no me des motivo para hacer que te arresten —dijo, bostezando.
   —Le pido disculpas, señor, pero le traigo mucho oro para que duerma usted mejor, aunque me gustaría dárselo a cambio de la mujer que le acompañaba durante el día —dijo Banron, poniéndole el saco de oro ante las narices.    
   —Oh, ¿de eso se trata? —dijo Lórcur, abriendo bien los ojos para mirar el abultado saco—. Bueno, puedo perdonar esta interrupción, me ofreces una buena cantidad por una mujer no tan buena. —Se volvió y llamó a uno de sus guardias, indicándole que trajera a Anbina.

   Y cuando ella salió, aunque solo vestía cadenas y heridas, Banron sintió alegría, y a punto estuvo de arrojarle el saco de monedas al noble para abrazar como nunca a su esposa. Mas pudo contenerse, y cerró «la compra» con tranquilidad fingida, y aguardó a que Lórcur regresara a su casa antes de dar ese abrazo anhelado y permitir que las lágrimas destellaran alegría.
   —Mi querida Anbina, cuánto he deseado encontrarte de nuevo. Todo saldrá bien a partir de ahora, nos iremos de aquí y volveremos a ser felices —dijo, enjugándose las lágrimas.
   —Ay, Banron, ¿cómo has llegado tan lejos? Tú, como un aventurero de esas historias, recorriendo el país por mí —dijo ella, olvidando por unos instantes los sufrimientos que la habían atormentado, aferrándose a la esperanza. Una esperanza manchada de inquietud—. Pero Eredhri no está en Rhodea, se la llevaron muy lejos… A Grínlevar. ¡Mi pobre niña!
   —¿Grínlevar? ¿Dónde está eso? —dijo Banron, perplejo y disgustado.
   Ignoraba la distancia que le separaba de aquella ciudad, y eran muchas leguas, cientos de millas hacia el oeste. Con tan largo camino, su duro viaje acababa de comenzar.  

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