VENTANA AL NORTE 12. EL HOMBRE PRODIGIOSO
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La
sombra del disgusto no desapareció del corazón de Banron, pero sí que fue alejada
un instante por los vientos de la prisa. Debía salir cuanto antes de Rhodea, no
sin hallar primero ropajes para Anbina.
—Estoy afectado por una pócima que hace que
todos me crean y me tengan por amigo, pero no durará mucho tiempo —le dijo a
Anbina. Ella lo miró, sorprendida.
—Sea cierto o no, desearía abandonar esta
condenada ciudad, aunque no sean horas buenas para echarse al camino —le dijo
ella—. Grínlevar está muy lejos en el oeste, y si vamos a caminar tanto, será
mejor comenzar lo más pronto posible.
Banron asintió, y echó a correr, llevándola
a ella de la mano, y buscó el primer edificio que tuviese las puertas abiertas
en aquellas horas de la noche, y para su desagrado dio con un burdel. Le fue
difícil convencer a Anbina para que cruzara el umbral con él, y temió que el
efecto del brebaje hubiera desaparecido ya. Mas vio que no era así cuando
compró con facilidad unas prendas que habían pertenecido a otra desafortunada
mujer, y su esposa se las puso con pesar.
Abandonaron el burdel con gran premura y
fueron en busca de las puertas de Rhodea, y aunque Banron habría deseado
comprar dos caballos, no le quedaban suficientes monedas de aquellas que le
había dado el rey Ponfacius. Por tanto, él y Anbina salieron de la capital a
pie, y corrieron a través del Jardín de las Rosas y atravesaron uno de los
pasajes entre las Montañas de la Corona, alejándose de la capital del reino con
fatiga e inquietud, pues los guardias se dejaban convencer con más dificultad
cada vez, y al percatarse de esto, Banron se hacía más torpe con las palabras.
Fue así como los últimos soldados, aquellos
que merodeaban por los alrededores de las torres exteriores del pasaje, apenas
les permitieron el paso, y cuando Banron y Anbina se hubieron alejado, se
arrepintieron y los llamaron, y fueron en su busca con ira y mandatos en la
voz. La pareja huyó, tratando de ocultarse tras varios peñascos y árboles, pero
fueron perseguidos y desesperaron, por lo que terminaron subiéndose a un gran
árbol. Treparon como ninguno lo había hecho ni siquiera en la infancia, y
lograron alcanzar las ramas más altas, las que los ocultaron de la vista de los
guardias en la oscuridad. Allí pasaron largo rato, inquietos, y se tomaron de
la mano sin hacer ningún ruido, mirándose con los cuerpos tendidos sobre brazos
de madera.
Así los sorprendió el amanecer, pues se
habían quedado dormidos a pesar de la incomodidad, y Banron estuvo a punto de
caer cuando despertó. Sintió el dulzor de abrir los ojos con Anbina delante,
pero también estaba preocupado por todo lo que había ante su camino, y detrás.
Se desperezó y logró sentarse mientras Anbina hacía lo mismo.
—Me pregunto que habrá sido de Frénehal, si
pudo recuperar la daga del rey —dijo Banron.
—¿Ese es el amigo tuyo que te dio el
brebaje? —preguntó Anbina.
—Bueno, no éramos muy amigos. Es un sujeto
extraño, a pesar de que lo conocí gracias a Rómak. Él sí era de fiar, pero
murió, el pobre —dijo, apenado.
—Ay, Banron, parece que has visto muchas
cosas y has conocido a mucha gente. ¿Por qué no me hablas de todas esas hazañas
mientras nos vamos?
—Sí, será lo mejor. Si conseguimos bajar de
este árbol —dijo, mirando hacia abajo con temor.
Pero así como habían subido, tuvieron que
bajar, y les alivió no ver señales de guardias alrededor, por lo que pudieron
ponerse en marcha mientras Banron seguía hablando.
Dispuso de mucho tiempo para narrarle sus
aventuras y desventuras a Anbina, pues Grínlevar se hallaba lejos y ellos no
dejaban de avanzar hacia el oeste, andando tan rápido como podían. Ella sintió
asombro cuando conoció todo lo que había recorrido y luchado su esposo, y
sonreía, admirada por su valor a pesar de las cobardías; esto le hacía sentir
esperanza, y pensaba que podrían rescatar a su hija y encontrar un lugar seguro
para vivir.
Sin embargo, apenas hallaron cobijo durante
aquella etapa del viaje, y si no hubiera sido por las cosas que Banron había
aprendido cuando iba con Rómak y Frénehal, habrían pasado mucha hambre bajo el
Sol, la lluvia y las estrellas. No obstante, tras cinco días en los que
abandonaron la región de Cristaris y se adentraron en el territorio de Aire
Verde, hallaron una barrera que les impidió continuar, y se detuvieron ante
ella desconcertados, sin saber por qué había un bosque tan grande delante de
ellos, por qué parecía no tener final, mirasen en la dirección que mirasen.
—¿Por dónde está Grínlevar? ¿Dónde nos hemos
metido? —dijo Banron, rascándose la cabeza bajo el sombrero.
—Todo lo que sé es que la ciudad está al
oeste de Rhodea —dijo Anbina—. Pero quizá nos hayamos desviado, o puede que no
esté recto hacia el oeste.
—Ay, madre. ¡Estamos perdidos! No sé ni cómo
se llama este bosque, siempre dejé que me guiaran y no recuerdo mapas —dijo
Banron, llevándose ambas manos a la cabeza. Anbina también estaba preocupada.
—Solo nos queda elegir, querido: hacia un
lado o hacia el otro. No diré que entremos en el bosque, porque a saber dónde
tiene el final.
—No, el bosque no, que me da una mala
sensación —dijo Banron, y luego miró al cielo—. Diría que podemos ir hacia el
sur o hacia el norte.
—Hacia el norte, ¿no? Hacia el sur regresaríamos
a casa —dijo Anbina—. Vayamos por ahí, y veremos que encontramos.
—Está bien, hacia el norte entonces —dijo
Banron, no muy tranquilo con la decisión.
Pero no dijo nada más, así que giraron hacia
la derecha y continuaron avanzando junto a la línea del bosque, cuyo nombre era
por cierto Nísterhill, un lugar bastante infame para cualquier habitante de
Rósevart que lo conociera.
Caminaron muchas horas, sintiéndose cada vez
más inquietos, echando miradas furtivas hacia la floresta con más frecuencia. Pero
nada los perturbó más que ver una figura oscura a lo lejos, encorvada ante el
tronco de un árbol como si husmeara las raíces y escarbara entre ellas. Se
detuvieron, temiendo continuar, aunque, fuera quien fuera aquella persona, los
avistó y les hizo señas para que se acercaran. Sin embargo, ellos no movieron ni
un pie, y el otro individuo no tardó en aproximarse a ellos. Pues era un hombre
de avanzada edad, y vestía andrajos grises del mismo color que los escasos
cabellos que rodeaban una calva reluciente; igual de canosa era la larga barba.
Cargaba un bolso muy abultado, mas tal cosa no le impedía caminar con rapidez.
Pronto estuvo ante Banron y Anbina, y los saludó agitando una mano.
—Hola, hola, ¿qué hace una pareja tan
sencilla lejos de las aldeas? ¿Os habéis perdido? ¿Os puedo ayudar? —dijo.
—Oh… hola —dijo Banron—. La verdffv ad es
que sí que estamos un poco perdidos. Estábamos buscando Grínlevar, pero no
sabemos por qué hay un bosque aquí.
—¡Ya veo! —dijo el otro, riendo—. Eso es
porque Grínlevar está más allá de este bosque tan peligroso. ¿No sabéis su
nombre? Nísterhill se llama, y dentro habitan muchos demonios y seres
terribles.
—¿Y no hay un camino que atraviese el
bosque? Ya no me gusta nada —dijo Anbina.
—Lo hay, pero tardaríais mucho en llegar a
Grínlevar, pero yo voy a atravesar el bosque. ¡Porque soy Olfárum, el
prodigioso! Nadie puede atraparme, y sin embargo yo quiero atrapar a alguien.
—¿A quién quiere atrapar usted? —dijo
Banron, sintiéndose desconcertado.
—A una de esas hermosas doncellas, esas a las
que llaman brujas de Wikengur. No dejan que los humanos les hablen, pero yo
quisiera desposar a una de ellas. ¿Me acompañaríais? —dijo Olfárum, mirándolos
con unos ojos oscuros pero que centelleaban.
—Pero… si le acompañamos ¿nos ayudará a
atravesar el bosque? —dijo Banron.
—¿Y cómo nos ayudará a defendernos de esos
seres terribles que dice usted que hay ahí dentro? —dijo Anbina, pensando en
que lo mejor sería dejar a aquel viejo con sus asuntos.
—¡No os habéis dado cuenta aún! Ah, estas
gentes de pueblo… Soy prodigioso, nadie puede atraparme… ¡Eso es porque soy un
mago! ¡El más poderoso que haya habido en Rósevart! —dijo, y levantó las dos
manos arrojando llamas al aire, donde estallaron como fuegos de artificio,
sorprendiendo a Banron y a Anbina.
—¡Es usted un mago! Nunca había visto uno
—dijo Banron, con los ojos como platos—. Entonces seguro que le puede prender
fuego a cualquier monstruo. ¿Es muy grande el bosque este de Nísterhill?
—No, no mucho por el camino que tomaríamos,
todo recto hacia el oeste —dijo Olfárum, sintiéndose satisfecho por el asombro
causado—. Y como os he dicho, no correréis peligro a mi lado. Aunque no
deberéis hacer frente a ningún monstruo, porque os podrían destruir la mente.
Dejádselo al prodigioso Olfárum.
Banron miró a Anbina en busca de aprobación,
pero en su rostro había duda, aunque terminó cediendo. De esta manera, los tres
se adentraron en las sombras de Nísterhill.
Siguieron a Olfárum mientras este les
hablaba de los bosques y sobre todo, de las brujas de Wikengur, aunque todo lo
que decía de ellas no hacía más que aumentar la inquietud de Banron y Anbina,
pues contaba que tenían tratos con los demonios y que los invocaban para que
les sirvieran, y que secuestraban elfos (pues vivían en las profundidades del
bosque) para sacrificarlos y ofrecer su carne y sangre a los monstruos. No
comprendían por qué Olfárum deseaba desposar a una de aquellas crueles
personas, si es que eran personas.
Ellos no hablaron mucho sobre sus orígenes
humildes, y de todas maneras, no dispusieron de mucho tiempo pues la noche se
les echó pronto encima, y todo se oscureció más que bajo un cielo encapotado y
sin Luna. Pero Olfárum iluminó el camino durante un rato gracias a una llama
que flotaba sobre su mano, y así avanzaron hasta que tuvieron que descansar.
Se sentaron bajo unos árboles cuya especie
desconocían, y Banron se sentía muy inquieto, como observado por ojos
siniestros, como si escuchara la respiración de cientos de criaturas en la
sombra. Anbina tampoco estaba muy tranquila, pues no se separaba de él, aunque
Olfárum aparentaba hallarse en una expedición cualquiera.
—Descansad cuando lo deseéis —dijo—. Yo
duermo poco, y tardo en tomar el sueño. Tengo muchas cosas en las que pensar.
Pero Anbina y Banron se sentían muy inquietos,
y mantuvieron los ojos abiertos durante mucho tiempo, tanto, que llegaron a
confundir la oscuridad con los instantes en los que cerraban los ojos por un
segundo.
Hasta que, en alguna pesadilla, una luz
azulada comenzó a iluminarlo todo, y presencias inquietantes agitaron el
corazón de Banron. Pero él no se podía mover, ni siquiera para ver si Anbina seguía
cerca, y solo pudo distinguir un cuerpo que se inclinaba sobre él. Pero la
cabeza que lo coronaba era negra, y solo tenía un ojo que parpadeaba con
pesadez; estaba agrietado, y de aquellas heridas caía algún fluido que no se
podía distinguir. Banron no era capaz ni de pensar, mas el frío pavoroso
comenzó a apoderarse de él mientras aquel ser se aproximaba. Era el momento de
despertar… sin embargo, aquello no era una pesadilla, era la realidad.
Un grito sonó a su lado, era Anbina, y había
más criaturas como aquella o más terribles allí, pues pudo atisbar sus formas.
Pero no podía hacer otra cosa, y el terror le apretó la garganta, impidiéndole
chillar, y solo pudo gimotear de espanto mientras aquel ser se le echaba encima.
¿A qué horror había sido arrastrado por aquel viejo llamado Olfárum?
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