VENTANA AL NORTE. 3. Las calles de Merena




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   ¿Qué podía hacer Banron ante una pelea tan inminente? Deseaba salir de Merena más que nada, para así reunirse con su esposa y con Eredhri. Pero tenía serios impedimentos a sus espaldas, y ante sus narices. El hombre de la guadaña corría hacia él mientras sonreía, porque solo veía a un tipejo asustado que apenas tenía fuerzas para sostener una pequeña daga. Y en aquellos momentos, Banron no era mucho más que eso.
   Por tal razón echó a correr, y porque él no era un diestro guerrero con habilidades innatas o un espíritu fiero cuyo valor se encendía en momentos de apuro para salvarle el pellejo. No, él solo era una persona corriente, y las personas corrientes hacen lo que es más sensato para sus pensamientos. Corrió pues hacia su derecha, y luego dobló a la izquierda por una calle ancha que descendía. El desespero que sentía era tan grande que se le escapó del corazón.
   —¡Ayuda, socorro! —gritó una y otra vez, como si estuviera en su aldea antes del cambio de leyes, y un asesino le persiguiera.
   En tal situación, los guardias le habrían socorrido sin dudar. Pero en Merena se limitaron a observar cómo huía, y se divertían al ver que otro hombre se unía a la persecución. Poco después fueron tres los que corrían detrás de Banron, hasta que una de aquellas personas decidió apuñalar a la que tenía al lado y cobrar una recompensa de inmediato. El cuerpo del incauto cayó y rodó por el suelo, y el hombre de la guadaña apenas hizo caso de lo acontecido pues estaba empeñado en obtener el dinero que se ofrecía por el recién llegado.  
   Banron miró hacia atrás, sintiéndose desgraciado, y vio al tipo de la guadaña y al que había decidido asesinar al tercero más allá, inclinado sobre el cadáver. Solo entonces se dio cuenta de lo grave que era la situación en Merena, y de que estaba a punto de morir. Una voluntad renovada agitó su corazón, y echó el cuerpo hacia delante como si pretendiera correr con más ligereza, y se adentró primero por una calle, y después por otra, intentando de cualquier manera dejar atrás a su perseguidor.

   Pero Merena no era su hogar. Dio tantas vueltas que terminó en la misma calle ancha, y ahora un guardia recompensaba al que había asesinado a uno de los perseguidores, aunque no se podía ver al de la guadaña. Porque estaba a pocos pasos por detrás de Banron, y lo sobresaltó con su presencia. Banron gritó y echó a correr de un salto, con la desesperación pintada en su rostro. Huyó por otro callejón, muy estrecho esta vez; tanto, que una puerta que alguien abrió se convirtió en un obstáculo para su camino. Para colmo, una cabeza asomó por detrás de la plancha de metal.
   —Ven aquí —le dijo a Banron, haciéndole un ademán con la mano.
   Banron se detuvo, indeciso y temeroso.
   —No seas necio, ¡rápido! Te oí pidiendo ayuda hace un rato —dijo el otro, un hombre alto y de barba negra y corta.

   El pobre Banron no se detuvo a medir la honestidad de aquellas palabras, y se precipitó hacia el umbral que, tras su paso, quedó bloqueado por la puerta. Se adentró en una habitación con lo que parecía ser un pozo lleno de tierra incandescente: una forja pequeña, y se dio cuenta de que alrededor había muchos objetos de metal y herramientas. De pronto se percató de que el tipo que lo había invitado a entrar estaba allí, cerca de él, y se echó a un lado de un salto.
   —Tranquilo, no pretendo matarte para cobrar una recompensa —le dijo, mostrando sus manos vacías—. Te oí pedir ayuda, así que supuse que no eras de Merena, o que por algún motivo no escuchaste la proclamación de las nuevas leyes. ¡Habla, si es así! —añadió, observando el cuchillo de Banron.
   —¡No, no! Yo no quiero matar a nadie, solo llegué a Merena porque estaba perdido. ¡Ojalá pudiera salir de aquí! —dijo Banron, apretándose contra la pared a su espalda.
   —Me he repetido esa última frase muchas veces —dijo el otro, meneando la cabeza con la mirada perdida en la puerta—. Soy Rómak, herrero de Merena —ofreció una mano a Banron como saludo—. Estoy buscando a alguien que piense como yo, pues uno solo es incapaz de atravesar esa condenada puerta.
   —Oh, bueno —murmuró Banron, aceptando el saludo de aquella mano fuerte pero benévola.
   —Hm… Habría deseado la llegada de una mano más firme, pero no puedo esperar más. No eras más que un campesino allá en tu pueblo, ¿no es así?
   —Sí, sí. Me dedicaba a trabajar la tierra, como la mayoría de mis vecinos —dijo, abatido por el recuerdo de aquellas buenas gentes que ahora sufrían o habían sido asesinadas.
   —Debió ocurrirles algo terrible, por lo que veo en tu rostro —dijo Rómak.
   —También nos pusieron nuevas leyes… Y se llevaron a todas las mujeres hermosas, matando a los que intentaron resistirse —dijo Banron, llevándose una mano al sombrero—. Ay… mi mujer, ¡y mi hija!
   —Bien —dijo Rómak, llamando la atención de Banron—. No digo bien porque así me lo parezca, sino porque veo que eso te afecta. No lo olvides nunca, en especial cuando enfrentes un riesgo o te encuentres acorralado. Ahora, ven conmigo.

   Rómak lo llevó a otra habitación menos iluminada, aunque en sus paredes podían distinguirse numerosos centelleos. No eran otra cosa que distintos reflejos de luz sobre el metal de numerosas armas. Rómak se agachó ante una mesa y rebuscó debajo de ella, luego le arrojó un cinturón de cuero a Banron.
   —Mantendrá tus pantalones en su sitio mejor que esa cuerda que llevas amarrada —le dijo—. Y te servirá para guardar esa extraña daga… y para llevar una espada si lo deseas.
   Encendió la luz de un candil, y entonces Banron pudo ver todas las espadas y hachas, las mazas y las flechas, alguna que otra rodela.
   —Escoge lo que quieras, salvo ese garrote de allí, y saldremos en cuanto estés preparado —dijo Rómak.
   —¿Cómo que salir? ¿Tan pronto? ¿Y qué arma elijo? —dijo Banron, sintiéndose abrumado.
   —¿Acaso piensas quedarte a vivir aquí conmigo? —dijo el otro con una voz un poco brusca—. Yo vivo solo, así que te echaría de mi casa si decides no ayudarme. De lo contrario, partiremos cuanto antes, pues cada minuto en esta ciudad es para mí como una hora con la mano de un demonio aferrando mi cuello. Esta no es la Merena que amaba.
   Guardó silencio, y Banron quedó pensativo un momento, mirando las armas.
   —En cuanto a eso, y si vas a usar también la daga, te aconsejo una espada larga —dijo Rómak, alejándose—. Empaquetaré unas cuantas provisiones y…
   —Hace días que no como bien —se atrevió a decir Banron, inspirado por un súbito soplo de arrojo—. ¿No tendrías algo de sobra? Te acompañaré, si así logramos salir de aquí.
   Rómak no le negó un almuerzo al hambriento Banron, y mientras este comía y bebía, le habló sobre las intenciones que tenía y el papel que él jugaría en todo aquello.
   —Ya conoces el «juego» que rige esta ciudad. Pues bien, como soy el único herrero de Merena, mi vida es imprescindible, por ahora. Siempre que me diferencie de los demás llevando una horrible bandera rosa que me entregaron, no se seré atacado —dijo, gruñendo por el descontento—. Hasta este momento piensan que acepto las leyes, y aprovecharemos esa idea para escapar. Te meterás en un pequeño carruaje, tendido sobre algunas armas y otros objetos, y nos dirigiremos a la puerta de la ciudad.
   —¿Nos dejarán salir así? —preguntó Banron.
   —No, pues mirarán dentro del carruaje, y no esperarán encontrarse un hombre allí. ¿Comprendes a dónde quiero llegar?
   —¿A que te obligarán a volver a casa? —dijo el otro, pensativo.
   —¡No! A que habrás de aprovechar esa sorpresa para atacar al guardia que te haya descubierto mientras yo me encargo del otro. Entonces abriremos la puerta sin que nadie nos estorbe —dijo Rómak.
   Banron se quedó pensativo por unos segundos, con la boca llena. Aunque al final tragó y aceptó aquel plan, y se apresuró a terminar el almuerzo para poner las cosas en marcha.
   Rómak no se demoró en culminar los preparativos, y en menos de media hora Banron ya estaba tumbado sobre un montón de armas y cubierto por un grueso manto marrón. Encima de aquella manta estaba la bandera rosada que mantendría alejado a cualquier atacante; luciéndola con vergüenza, Rómak salió tirando del pequeño carro.

   El viaje fue corto para Banron, pero no dejó de sentir cada segundo como si fuera el que precedía a una peligrosa batalla, y por eso la inquietud no abandonó su corazón durante todo el trayecto. Sentía el traqueteo provocado por las calles empedradas, oía voces lejanas y alguna que saludaba a Rómak, o que lo insultaba por gozar de inmunidad. Después hubo silencio por un momento, y el carro pasó por una superficie llana; todo estaba más oscuro alrededor, o eso le parecía a Banron. Oyó a alguien que hablaba con el herrero, y luego este destapó «la mercancía».
   Banron tomó la empuñadura de su nueva espada, aunque no estaba seguro de cómo usarla. Sin embargo, cuando la manta fue apartada, el desconcierto cayó sobre él y lo inmovilizó con todo su peso. No estaba ante la puerta de Merena, sino bajo techo en un amplio espacio. Aunque sí que había un guardia allí con ellos, mirándolo.
   —¿Qué significa esto? —le preguntó el guardia a Rómak, luego miró a Banron—. ¡Levántate ahora mismo!
   —¡Debe ser un espía! Yo mismo le pondré remedio —dijo Rómak.

   Y levantando el garrote, se arrojó con un grito sobre Banron. Él también gritó, con el rostro descompuesto por el miedo, levantando las manos hacia delante. No sabía a qué clase de trampa se había dejado arrastrar, mas ahora no veía ni un callejón por el que pudiera salir corriendo. 

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