VENTANA AL NORTE. 1. Primavera de malas hierbas
Imagén extraida de: http://ciencias2mcrespo.
Despertaba
antes que nadie, para ver la luz del amanecer. Allí sentado en su cama
observaba cómo segundo a segundo la oscuridad del reino cedía ante el brillar
de un nuevo Sol. Banron amaba las cosas sencillas, como mirar por aquella
ventana cuyo cristal apuntaba al norte. Por eso la luz que se desperezaba en el
este nunca la cegaba, ni la que se dormía en el oeste del mundo la estorbaba; a
cualquier hora entraba con una belleza armoniosa, y esta era una de las cosas
que Banron más apreciaba.
Algo que sin duda también apreciaba, era la
familia. Amaba a su esposa, tumbada en la cama o de pie ocupada en cualquier
tarea, callada o habladora, llevando mucha, poca o ninguna ropa. Banron nunca
se cansaba de sus largos cabellos negros, por mucho que en ellos creciera la
maraña del fatigoso trabajo diario. Un trabajo para el que Eredhri, su hija,
aún era joven. Doce primaveras habían pasado por ella, aunque Banron diría que
ninguna de esas primaveras la había abandonado del todo, pues en sus ojos del
color de los bosques más espléndidos despuntaba siempre una luz jovial, y esta
luz correspondía a su voz dulce y musical, que se deleitaba recitando algunos
poemas de tantos que se lanzaban al aire alrededor de Ólmoran, el pueblo en el
que vivían.
Las dos mujeres de la casa no tardaron mucho
más en despertar, y junto a Banron prepararon el desayuno y se sentaron a la
mesa.
—Hoy al fin deberían llegar nuevas sobre la
guerra. Ojalá que el rey Ulharion regrese victorioso —dijo Anbina, la esposa de
Banron.
—El pueblo confía en él y en sus soldados
—dijo Banron—. Si no lo consiguiera, sería la ruina para nosotros. ¿Quién
defendería Rósevart entonces? Temo por una invasión.
—¿Qué haríamos si nos invaden? —preguntó Eredhri,
temerosa—. Vivimos demasiado cerca de las fronteras del sur. ¡Es lo peor de
esta casa!
—Y lo único malo. Algo que además no es
seguro. No te preocupes, hija —dijo Anbina, mirando con reproche a su marido—.
Viviremos el día de hoy y lo que tenga que venir con las noticias, no lo
sabremos hasta que lleguen.
A mediodía, toda labor en el pueblo fue
interrumpida por la llegada de un jinete, que cabalgando de un lado a otro
gritaba:
—¡Nuestra es la victoria! ¡Rósevart ha
vencido! ¡Ulharion regresa a la capital!
Cabalgó con voz alegre durante largo rato,
hasta que todos hubieron oído sus palabras. Pero no les pudo ofrecer muchas
más, pues se había separado de las mismísimas huestes del rey y tenía prisa por
regresar. Se marchó como un viento dejándoles pocos detalles a los guardias de
la entrada.
—No fue una batalla fácil, vecinos —dijo uno
de los guardias cuando varios aldeanos acudieron a preguntarle—. Muchos hombres
y mujeres de Rósevart cayeron, pero gracias a la valentía de Ulharion nadie
hincó una rodilla en el suelo. Hasta que el enemigo fue destruido.
Esto bastó para que los vecinos
prorrumpieran en vítores, y muy pocos de ellos continuaron trabajando en aquel
día, pues en las horas que siguieron hubo celebración.
La nueva y su posterior fiesta despejaron
cualquier temor en la familia de Banron. Su hija ya dejó de pensar en una
posible invasión y se dedicó sin preocupaciones al aprendizaje y a otras
tareas, y de esta manera todo el pueblo se adentró en unos meses de paz acunada
por el otoño recién llegado.
No obstante, en un día de primavera llegó un
mensajero proveniente de Rhodea, la capital, y reunió a todos los guardias a su
alrededor. Lo que les dijo no llegó a oídos de los aldeanos en aquel momento,
quienes pasaban cerca del concilio y miraban de soslayo. Hasta que fueron
llamados, y esto escucharon al mismo tiempo:
—Desde hoy estos soldados harán cumplir las
nuevas leyes. Pues sabed… pueblerinos, que el rey se ha propuesto cambiar el
país para llevarlo hacia un esplendor que nunca hemos conocido —sus palabras
generaron mucha expectación—. Primero: debéis trabajar el doble de horas;
oficios como el de enseñante, sanador u obrero quedan suprimidos, y la práctica
de estos trabajos estará prohibida. Segundo: debéis renunciar a todo aquello de
valor y entregarlo a los guardias en la casa de guardia, allí será almacenado
hasta que sea recogido. Tercero: los alimentos que obtengáis de la tierra
tendrán que ser entregados; debéis comprarlos con la paga que se os dé por
vuestro trabajo, al igual que el agua.
—¡¿Está diciendo que tendremos que pagar por
lo que nosotros mismos cosechemos?! —dijo un hombre mayor, tan molesto como la
mayoría de vecinos.
—No tienes derecho a dirigirte a mí. Si osas
volver a hacerlo, serás arrestado —dijo el hombre de Rhodea.
—¿Cómo te atreves tú, sinvergüenza, a venir
a darnos órdenes? ¡Rufián! ¡Embustero! —gritaron los vecinos.
—¡Guardias, arrestad a estos pordioseros!
¡Ejecutad a los que se resistan! —les dijo a los soldados de Ólmoran.
Pero estos dudaron, pues eran honestos de
corazón y conocían a todas aquellas gentes. Y a pesar de que ese hombre les
había ofrecido grandes recompensas a cambio de obediencia, ni el peso de todo
un castillo de oro aliviaría la culpa en sus corazones.
—¡Me rehúso! —dijo el capitán de la guardia.
Sus compañeros le apoyaron, echando mano a las armas.
El hombre los miró con el ceño fruncido,
mordiéndose los labios. Pasó unos ojos iracundos por cada uno de los vecinos de
Ólmoran, escupió en el suelo y se marchó a toda prisa, pateando a su caballo.
La inquietud que dejó atrás tardó en
atenuarse, mas no fue olvidada. Varios días se arrastraron por Ólmoran sin que
nada sucediera, y los vecinos miraban a cada amanecer con suspicacia, a cada
noche con temor. Banron lamentaba que su hermosa hija ya no cantara, pues
empleaba la voz para hablar de nefastas suposiciones más que para recitar
poemas. Todo quedó rodeado por grises nubes de inquietud, hasta que fueron
despejadas por un soplo de viento.
Este provenía del norte, y no traía nada
bueno para el colorido abril. Unos hombres ataviados como aquel que había
alarmado a los vecinos irrumpieron en la aldea, pero no se detuvieron a conversar
con los guardias.
—Deponed las armas —dijo uno—. A partir de
ahora nosotros nos encargaremos de este maloliente lugar. Soy Tágarot, el nuevo
capitán. Y todo aquel que habite entre estos muros tendrá que obedecerme.
—¿Cómo
osas mostrar semejante arrogancia? —le dijo Kelres, el capitán de Ólmoran—. No
importa que seáis soldados o bandidos, no permitiré que sometáis al pueblo.
—¡Lo que faltaba! —exclamó Tágarot—. Además
de condenarme a vivir en este miserable lugar, tendré que limpiarlo primero…
Y sin mediar más palabras, empuñó el látigo
que le pendía de un costado y atrapó el brazo de Kelres. El bravo capitán
resistió y tomó el arma con su mano izquierda, pero entonces, con una facilidad
sobrenatural, Tágarot tiró del látigo y le cercenó el miembro. El soldado de Ólmoran
se sintió aterrorizado ante lo que acababa de suceder, y todo el que
contemplaba la escena quedó asombrado.
—¡Estúpidos! ¿Creéis que la Guardia Real está
formada por guerreros cualesquiera? ¡Rendíos, u os arrancaré los miembros y las
cabezas!
Kelres cayó al suelo, sangrando, y a su
cuerpo pesado le siguieron las espadas de sus compañeros.
Los hombres de la Guardia Real entraron
todos en el pueblo, algunos arrastrando caballos que tiraban de carruajes. Los
vecinos pronto descubrieron que uno de aquellos vehículos era para todo objeto
de valor que poseyeran, y otro para algo más doloroso aún: toda mujer que fuera
hermosa. Tágarot no dudó en ordenar que cualquier mujer de cuerpo bello fuera
maniatada y llevada al carruaje, sin importar los años que tuviera. Casa por
casa, los soldados de la capital fueron arrancando a las mujeres de sus
hogares, de sus maridos y de sus hijos, y hubo mucho llanto y heridas o muerte
para quienes se resistieron.
Uno de ellos fue Banron, que se había
encerrado en la casa con su esposa y su hija. Eredhri estaba escondida bajo la
cama, y sus padres empuñaban hachas de cortar que se habían resistido a
entregar. Pero el mismo Tágarot irrumpió en el hogar, arrancando el pomo de la
puerta para entrar.
—Veo una hermosa dama aquí. Bien, te vienes
con nosotros —se apartó para dejar pasar a otros dos hombres, y uno de ellos
portaba una cuerda.
—¡Marchaos! —gritó Banron, lanzándose hacha
en mano contra uno de ellos. Pero fue repelido con facilidad y cayó al suelo.
Antes de que pudiera levantar la cabeza, Anbina ya estaba siendo atada.
—¡No! —gritó entonces Eredhri, delatándose. Tágarot
caminó hasta la cama con dos zancadas y la arrastró fuera de su escondite.
—¡Una joven muy dulce y hermosa! Creo que
esta le gustará al rey. ¿Eres virgen, muchacha? —le dijo, acercándose a su
rostro.
—¡Suéltala! —dijo Banron, arrojándose sobre
él.
Pero en ese momento Anbina logró deshacerse
de los captores por un segundo, y se interpuso entre su marido y el capitán de
los guardias reales.
—¡No lo hagas, te matarán! —luego bajó el
tono de voz—. Vive, solo así podrás arreglar las cosas.
Banron se quedó paralizado ante la duda,
pero los soldados le empujaron sin cuidado y atraparon a Anbina de nuevo, y Tágarot
levantó a la joven Eredhri por los cabellos.
Sus voces se perdieron por la puerta entre
los gritos de las mujeres, mientras el desdichado hombre sentía que la vida
misma se le escapa del cuerpo. Lloró, temblando de rabia e impotencia, y buscó
el hacha con odio crispándole las manos, pero ya no estaba.
—Se la llevaron. Se lo llevaron todo…
—murmuró, antes de llorar con más fuerza.
En horas del crepúsculo, pocas mujeres
quedaban en Ólmoran, y los cadáveres de aquellos que intentaron resistirse
habían sido arrojados a la escuela, que ya no se usaría más. Mientras la
oscuridad se hacía cada vez más densa, los aldeanos fueron reunidos ante los
nuevos guardias de la aldea, enfrente de la puerta de Ólmoran, y recibieron
órdenes y amenazas que, con los cuellos apretados por la pena y el miedo, aceptaron.
Entonces todos partieron, los guardias se
alejaron hacia el edificio en el que se instalarían, y solo uno de ellos avanzó
para cerrar la puerta de Ólmoran. Pero el corazón de Banron vio allí una
oportunidad que no alcanzaba a comprender del todo, y arrancándose por un
segundo la capa de desdicha que le asfixiaba el alma, echó a correr con lo que
llevaba encima, y alcanzó el oscuro umbral antes que el soldado, y se lanzó
allí por donde le habían arrebatado lo que más amaba.
—¡Eh, tú! ¡Vuelve aquí! —dijo el soldado,
persiguiéndolo unas pocas yardas. Hasta que se dio cuenta de que nadie se había
percatado de la escena.
Entonces se conformó con el trabajo que
hasta el momento había hecho, se dio la vuelta y cerró, dándole la espalda a un
simple aldeano. No obstante, un simple soldado nunca podría comprender las
acciones que el más modesto de los hombres sería capaz de emprender, aunque en
un principio solo pensara en su familia.
Daniel A. D. Pérez
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