VENTANA AL NORTE. 2. Perdido en la Rosa

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     Las fronteras de Rósevart, el reino más septentrional del continente de Árelros, dibujaban el contorno de una rosa en los mapas, pues tal había sido el capricho de la familia real que lo fundara en tiempos de antaño. Más allá, hacia el norte, solo había unas cuantas cadenas montañosas de afilados picos de hielo que hundían sus faldas en el gris y lejano mar. Muy lejano para Banron, por cierto, quien había salido de su aldea en la región de Lurado, una de las más meridionales del reino.
   Banron no tenía nada más que ropa encima, y un extraño sombrero de tela de saco que Eredhri le había tejido con sus inexpertas manos; al menos sus orejas podían conservar el calor. Porque temblaba en la oscuridad de la noche, ensombrecida por unas estrellas que se habían echado una densa manta de nubes encima y no tenían intenciones de destaparse. El arrojo que Banron había demostrado al escapar de Ólmoran estaba tan ausente como la Luna misma, y aquello pronto comenzó a hacer mella en su pensamiento. «Ya nunca podré alcanzar a esos bribones», pensaba. «¿Dónde estarán? Si los encontrara ahora mientras duermen… Pero ya habrán llegado muy lejos, así nunca los alcanzaré». Avanzaba lentamente con las manos hacia delante y el cuerpo encorvado, tocando a veces el tronco de un árbol, las ramas de un arbusto o el suelo cuando tropezaba. Hasta que en uno de aquellos tropiezos cayó de bruces, y el golpe fue como una luz reveladora. «Así no podré seguir», se dijo.
   Se arrastró como pudo hasta sentir el contacto de otro árbol y se quedó allí, sentado y con los sentidos alerta, pensando en las posibles criaturas que pudieran merodear por los alrededores de Ólmoran. «Lobos, osos… y quién sabe si habrá duendes y demonios. Dicen que sí, que otras criaturas siniestras se pasean por las sombras y se acercan a arañar las murallas de los pueblos, ¿pero será verdad? Espero que no». Miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, mas solo veía negrura, y ninguna claridad asomaba en ningún rincón, aunque temía que en cualquier momento unas garras duras como el metal se aferraran a su cuello, y escondía la cabeza entre las rodillas como si eso lo fuera a proteger de todo mal.  

   La inquietud apenas le permitió dormir, y si alguna vez el sueño lo arrastró a la inconsciencia, el temor lo sacó enseguida de ella. Recibió al amanecer como a una bendición y así pudo suspirar tranquilo por un segundo, pero no usaría las horas de luz para dormir, aunque habría deseado acurrucarse y descansar tranquilamente. Enseguida se levantó, mirando alrededor a los olmos y a los fresnos, tratando de encontrar un camino hacia la capital, que se hallaba en el norte. Se orientó gracias al Sol a pesar de que no era un experto, y por ello caminó casi todo el tiempo con la cabeza erguida hacia los cielos, como si anduviera de la mano de aquella luz.
   Fue así, por no prestar atención al suelo, que posó el pie sobre un elemento más duro que la roca, y se sobresaltó. Retiró la pierna como si aquello fuera a explotar, pero cuando se dio cuenta de lo que era quedó fascinado por su brillo, y luego lo tomó con cierta cautela. Se trataba de una daga de hoja ancha y brillante, con una empuñadura de plata en la que podían verse grabadas las ramas espinosas de un rosal. Banron contempló el arma con ojos centelleantes, «me será muy útil», pensó, aunque ignoraba que aquel objeto era el más valioso que sus manos hubieran tocado nunca. Lamentó, sin embargo, no tener una vaina donde guardarlo.
   Cuchillo en mano siguió caminando todo aquel día, hasta que tuvo que detenerse en una nueva noche de inquietud, en la que por fuerza fue capaz de descansar más tiempo. Y cuando volvió a levantarse le pareció que el mundo a su alrededor se nublaba por un instante. No había estado comiendo bien (solo algunos frutos y bayas de primavera), y nada más que el amor por su esposa e hija le mantenían en pie.

   Aquel día le traería algo más que tierras verdes y árboles, pues pronto en la mañana descubrió un carruaje parado a pocas yardas de distancia. Los caballos estaban quietos, mordisqueando las hierbas, y no se veía a ningún humano. «Si los sorprendo quizá pueda acabar con ellos», pensó, aunque jamás había asesinado a nadie. «Si no los mato me matarán ellos a mí… Debe ser como pinchar a un cerdo, espero». Le temblaron los pies y las manos, pero pudo arrastrarse hasta el carruaje, ocultándose tras los árboles, y así distinguió unas botas extendidas sobre el suelo más allá. Alguien descansaba sentado en el otro extremo del vehículo, y no podía estar solo.
   Banron se abalanzó sobre aquellas piernas, gritando, con el corazón temblándole para ocultar la visión de la sangre que estaba a punto de derramar. Pero se detuvo al distinguir a aquel «humano». Porque no era de su misma raza, sino de la de los enanos, quienes por cierto no se toman bien los asaltos en el camino, y responden atacando con la fuerza de sus pesadas armas.
   —¡Maldito bribón! ¡A mí, Ghok! ¡Un mendigo intenta robarnos!
   Otro enano saltó desde el interior del carro, hacha en mano, y se lanzó contra Banron, quien salió corriendo mientras se sostenía el sombrero.
   —¡No soy un ladrón, lo lamento! —dijo en vano, pues los enanos corrían ahora detrás de él mientras daban gritos.
   Sin embargo, apreciaban más cualquier mercancía que dar cacería a alguien que no hubiera llegado a robarles, por lo que pronto regresaron a su vehículo, aunque Banron siguió corriendo un buen rato. Entonces recordó que por aquellas tierras pasaban muchas veces los enanos que iban a comerciar al norte, pues las Montañas Ardientes, su hogar más grande, estaba muy cerca más allá de las fronteras meridionales.

   Pero el susto no abandonaba el cuerpo de Banron, y por eso las piernas le llevaron muy lejos por una dirección equivocada. Al final se detuvo, sudando y desorientado, deseando que aquel carruaje hubiera sido el de las mujeres de su pueblo. De haber sido así, al menos habría luchado; muriendo, probablemente.
   Caminó de nuevo, sin observar el Sol para orientarse, y he aquí que se topó con un hallazgo nuevo: los altos muros de una ciudad. El asentamiento no era como su pueblo, era una de las nueve grandes capitales. Aquella se trataba de Merena, y Banron la conocía tanto que incluso había recorrido sus calles en alguna que otra ocasión. Sin embargo ahora, con los supuestos cambios en las leyes, se preguntaba cuál sería la situación entre los muros.
   Aquella duda fue quizá fatal, pues evitó que tomara la precaución de alejarse de su puerta. Pasó por delante de ella, observándola y mirando a los guardias, con un cuchillo en la mano y un sombrero extraño sobre la cabeza. Los vigilantes desenvainaron las espadas y se dirigieron a él.
   —¿Cuáles son tus intenciones, mendigo? —le dijo uno de ellos.
   —N-no soy un mendigo —dijo Banron, alejándose unos pasos—. Solo soy un habitante de Ólmoran, me llamo Banron. Estoy perdido y…
   —¡Haber comenzado por ahí, vecino! —dijo el mismo, guardando el arma. Su compañero le imitó—. Entra en la ciudad, son tiempos difíciles y sin duda querrás descansar.
   —Sí, al menos un momento —dijo, reservando sus motivos.
   Abrieron la puerta para él y Banron entró en la ciudad, aunque sus pasos eran desconfiados. La mano de uno de los guardias se posó sobre su hombro, y lo palmeó con una sonrisa. Cerraron la puerta a sus espaldas.

   Ahora se encontraba ante una gran calle, limpia y empedrada, mas no tenía nada en los bolsillos que pudiera dar a cambio de comida. Aun así, confiaba en que la hospitalidad emergiera si se acercaba al mercado, y hacia allí anduvo sin prisas. Sin embargo, alguien se acercó a hablarle por el camino.
   —Buenos días, compañero. ¿Cuál es su precio? —le dijo, ocultando algo tras la espalda.
   —¿A qué se refiere? —preguntó Banron, desconcertado.
   —¡Vaya! Acaba de llegar a la ciudad, ¿no es así? —dijo.
   —Sí, ahora mismo. Iba a buscar algo de comer, para luego marcharme otra vez. —El otro hombre dejó escapar una risa.
   —Entonces todavía no sirve de nada —dijo en voz muy baja, para sí mismo—. Muy bien, quizá nos veamos más tarde. —Se dio la vuelta y empezó a alejarse, mostrando que había estado ocultando un machete. Banron comenzó a sentirse inquieto.
   —Mejor me voy de este lugar —se dijo, volviéndose hacia la puerta de la ciudad.

   Cuando la alcanzó, se dirigió a uno de los guardias para denunciar lo que acababa de suceder.
   —Un hombre me preguntó cuánto valía, y escondía un cuchillo largo tras la espalda. ¡Menudo bandido! Deberían hacer algo con él —le dijo.
   —No te preocupes, buen hombre —le dijo el guardia—. Tu precio acaba de ser elegido. Puedes revisarlo en ese cartel de allí —señaló hacia su derecha.
   Ahí, en el muro de piedra, había un gran trozo de papel con muchos nombres escritos, y al lado de cada uno, una cifra indicaba su valor.
   —¿Qué quiere decir esto? —preguntó Banron a los guardias.
   —Es el método para ganar monedas que el nuevo conde de Merena impuso hace unos días. ¿No es maravilloso? Acaba con la vida de cuantas personas puedas, y serás recompensado. Los guardias no podemos participar, desafortunadamente; pero las recompensas pueden aumentar según lo que hagas. ¡Adelante! ¿A qué esperas? Si no te das prisa te matarán antes de que puedas apuñalar a una vaca durmiente.
   —¡Eso es una locura! Quiero salir de aquí inmediatamente —dijo Banron, muy inquieto.
   —Imposible. Es nuestra labor impedir que nadie escape —dijo el otro soldado.

   Banron temblaba de arriba abajo, pero el mismo soldado le hizo un ademán con el rostro, y Banron se dio la vuelta. Un hombre más alto que él se aproximaba, guadaña en mano y dispuesto a obtener su recompensa. Sintiéndose atrapado, aferró la daga, la espalda apretada contra la pared. ¿En qué se había convertido aquella ciudad que otrora fue acogedora? ¿Cuántas cosas habían torcido y retorcido el rey y sus allegados, y por qué? 

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