Nuestros mundos enfrentados, 17 - Por encima de todas las sombras
Agotados como estaban no fueron capaces de
avanzar a un ritmo raudo, a excepción de la yegua negra. Sin embargo, nadie
quiso detenerse hasta que se hubieron alejado más de una milla del lugar en el
que se habían reunido. Solo entonces, el Señor gris ofreció una escueta
explicación de lo acontecido, de cómo había fingido la derrota ante el otro
extraterrestre para intentar averiguar más de sus planes.
—Es de una raza inferior —añadió como final.
—De ser así, Tulkhar eligió mal —dijo Báldor
con media sonrisa—. En cualquier caso, si ha pedido ayuda, espero que sea
respondido por seres de igual fuerza.
—De ser así, el viaje a través de la
oscuridad sería demasiado sencillo. Pero no podemos saberlo —dijo entonces la yegua
negra. Hubo unos segundos de silencio.
—¿Se ha movido Syrinjari? —le preguntó
Báldor. La otra negó con la cabeza.
—Si vamos a descansar más tiempo, deberías
bajarla —dijo.
Báldor tomó entonces a la muchacha y la puso
en el suelo de tierra junto a una gran roca, y la miró. «Ojalá tuviera esos
pétalos blancos que ella usa, pero ni siquiera sé dónde los guarda», pensó. De
pronto, se percató de algo extraño en la cara de Syrinjari, y llamó a sus
compañeros.
—Le ocurre algo en la piel —dijo—. Tiene
grandes arrugas, y parece que su cabello es más blanco ahora. —El Señor gris
miró un instante, pero no dijo nada.
—Deben ser consecuencias de lo que sea que
han utilizado en ella —dijo la yegua negra—. Despertará, y entonces comenzará a
recuperarse.
—Espero que así sea —dijo Báldor,
preocupado.
—En cuanto estés recuperado, continuaremos.
A Báldor le resultó difícil decir tal cosa,
pues pesaba sobre él un gran cansancio y sentía la necesidad de dormir. No
obstante, por todos los peligros y preocupaciones, decidió reanudar la marcha
poco después.
Así pues, los tres avanzaron hacia el norte
sin alejarse de las estribaciones montañosas y durante todas las horas
posibles. Pero tras tanto correr, a Báldor y al Señor gris les fue imposible
continuar, y tuvieron que detenerse a dormir después de que los abandonara el
calor de la oscuridad. Sin embargo, el descanso estuvo interrumpido por sueños
inquietos y múltiples despertares, y las guardias se hicieron eternas para
quien mantuvo los ojos abiertos.
Horas después de reanudar la marcha,
avistaron un grupo de figuras oscuras que los seguía y otro que avanzaba cerca
de ellos en el este. El Señor gris y la yegua negra dijeron que eran huestes
tan numerosas que Báldor comenzó a sentir temor.
—No podremos vencerlos —dijo, sin detener su
carrera.
—Puedes pensar tal cosa, mas ellos no creen
lo mismo —dijo la yegua—. Si no, habrían atacado horas atrás.
—Nos conducen al río —dijo el Señor gris—.
Intentan ocultarlo, pero son demasiado estúpidos.
—¿Así que en el río hallaremos algo que sí
cree poder vencernos? —dijo Báldor.
—Ese parece ser su plan —dijo la otra.
—Y no parece que tengamos otra salida —dijo
él, mirando las escarpadas laderas de las montañas.
Estas permanecieron muy cerca de ellos y a
su izquierda en las muchas horas de carrera que siguieron. Fueron atosigados
por los enemigos durante todo el trayecto hasta el río, aunque ninguna criatura
se atrevió a atacarlos en momento alguno. Pero gruñían o gritaban, y sus ojos
podían verse como destellos rojos o amarillentos en medio de la oscuridad;
Syrinjari no despertó en ningún momento, y su rostro parecía deformarse cada
vez más.
Cuando llegaron al río, Báldor sintió cierto
alivio junto al temor. Creía que, si allí debía acontecer algo, al menos
significaría el final de tan amargo tramo. Miró las aguas con sed, mas también
con preocupación porque eran tan extensas que no podía distinguirse la otra
orilla del caudal. Cruzarlo con presteza sería imposible. Aun así, se acercaron
a la corriente, que avanzaba hacia el oeste, con los sentidos puestos
alrededor. Las bestias que los rodeaban se aproximaron a ellos, aunque no
trataron de alcanzarlos.
—Ríen en sus mentes limitadas —dijo el Señor
gris.
—Entonces, ¿qué ocurrirá ahora? —dijo
Báldor, con una mano sobre la empuñadura de la espada.
La respuesta no se hizo esperar cuando el
agua cerca de ellos se elevó hacia los cielos oscurecidos y un rugido precedió
a la aparición de una criatura descomunal y fétida. No podía distinguirse bien
la figura del gigante, pero Báldor sintió enseguida que sus habilidades no
serían suficientes para vencer. En ese momento, los enemigos menores,
envalentonados, se acercaron por fin a ellos. Los compañeros juntaron las
espaldas, y dejaron a la inconsciente Syrinjari en el suelo.
—Puedo encargarme de ellos uno a uno, pero
no del grande —dijo el Señor gris.
—Yo tampoco pienso que pueda hacerle frente
—dijo Báldor.
—Lo haré yo —dijo entonces la yegua negra—.
Tú defiende al gris si alguien se acerca demasiado.
No hubo tiempo para respuestas. El titán de
las tinieblas avanzó hacia ellos con un paso ruidoso, y la yegua negra se
adelantó, deformando su figura. Las sombras que eran su cuerpo se agitaron como
una llama y tomaron la forma de un ser delgado y alto, más que el Señor gris,
pero no tanto como el enemigo, aunque desprendía una innegable majestad. Tenía
manos de finos dedos y en la cabeza sin cabellos parecía haber una corona de
cuchillas espigadas. Con un sonoro chasquido, una lanza informe apareció en su
mano derecha, agitando la capa y cintas que adornaban su figura.
—Su verdadera forma —dijo el Señor gris,
detrás de Báldor. Este lo miró solo por un segundo, pues estaba asombrado—. No
hay tiempo para sorprenderse, cierra la boca.
—Está bien —dijo Báldor, apretando la
empuñadura de la espada. De algún modo, ver aquella magnífica e inquietante
figura le infundió valor.
La yegua negra, si acaso se la podía seguir
llamando así, desapareció en las sombras sin ninguna señal y poco después
retumbó el grito de dolor del gigante. Este movió los robustos brazos hacia un
lado y chapoteó pesadamente en el río mientras Báldor asestaba un tajo contra
el enemigo más cercano. Detrás de esta criatura, otra se retorcía en el suelo.
El Señor gris se esforzó en acabar con las
mentes de uno y otro enemigo con toda la presteza de que era capaz. Báldor no
permitía que nadie se le acercara, aunque tuvo que esforzarse como en ninguna
batalla anterior, y su escudo detuvo incontables golpes, casi tantos como los
que asestó su hoja. Más allá, la sombra que había sido la yegua se movía con
libertad en las tinieblas, siendo intocable para un gigante al que ahora Báldor
no temía tanto, a pesar de que dispuso de muy poco tiempo para observar.
Finalmente, con un estruendo que retumbó en
la oscuridad, el titán, derribado, cayó de bruces y sus pies quedaron
sumergidos en el río. Báldor no dejó de luchar, a pesar de que estaba agotado y
herido, hasta que los enemigos restantes huyeron ante la caída del monstruo. No
muy lejos del guerrero, el Señor gris se había arrodillado y tenía los ojos
cerrados.
—¿Te encuentras bien? —le dijo Báldor en
cuanto se acercó.
—Cansado —dijo él. La yegua negra,
conservando su forma humanoide, también se aproximó a ellos.
—De nada sirve ocultarme ahora —dijo, aunque
no miraba a sus compañeros—. Y, sin ninguna duda, este ser capaz de leer las
mentes sabrá de mi identidad. Garadon hizo bien en traerme —cambió la voz a una
más altiva—, pues era en las sombras donde se alzaban los reinos de mi mundo, y
por encima de todos sus tronos había una sola emperatriz.
—¿Eras tú? —preguntó Báldor.
—Pues claro —dijo el Señor gris.
—Emperatriz Niríalhan Ce’rash.
—Supongo que así habré de llamarte a partir
de ahora —dijo el guerrero.
—Como desees —dijo Niríalhan—. Ahora es
menester que repongamos fuerzas y continuemos. Ansío regresar a mi mundo.
—Creo que todos tenemos el mismo deseo —dijo
Báldor.
—Aún maldigo la hora en la que fui traído
aquí —dijo el Señor gris.
Pero no abandonarían Tárgrea aún; ni
siquiera se alejarían del campo de batalla durante algunas horas. Necesitaron
reposo, y en cuanto estuvieron dispuestos a continuar, lo hicieron hacia el
este. Comenzaron así a pasar algunos días, y en ellos Syrinjari no despertó, y
Báldor tuvo la sensación de que ella había crecido, aunque todos estuvieron
seguros de que tenía más arrugas y el rostro un tanto cambiado. Sin embargo,
vivía, por lo que mantuvieron la esperanza, si bien sentían que pendía de un
frágil hilo.
Y este fue puesto a prueba cuando al fin
hallaron un puente de piedra por el que poder cruzar. Era ancho y lúgubre, y en
su superficie había varias figuras oscuras que rodeaban una tienda de campaña.
Alguien salió de allí después de que una voz gritara, y una luz tenue espantó
la penumbra en un corto eje. Los viajeros se prepararon para una nueva batalla,
aunque en esta ocasión Niríalhan no dudó en abandonar su forma de yegua.
—¿A cuántos más habréis de matar? —dijo una
voz desde la oscuridad. Báldor la reconoció, pues se trataba de Markarath.
—Se te podría preguntar lo mismo —dijo,
adelantándose a los demás.
—Cierto es, pues libramos una guerra en la
que es inevitable que haya muertes, por desgracia —dijo Markarath,
adelantándose también; llevaba una armadura y un yelmo negros. Un extraño ser,
ancho y bajo, lo acompañaba—. Espero que hoy seamos testigos de las últimas
muertes.
Báldor desenvainó la espada, una lanza
apareció en la mano de Niríalhan. No obstante, la emperatriz de los reinos
sombríos decidió ponerle un fin temprano a la lucha, y se lanzó sobre los
enemigos como un ave negra volando a ras de suelo. Para su sorpresa, Markarath
detuvo del golpe con una de sus espadas y la hizo retroceder. La criatura que
estaba a su lado lanzó una especie de dardo sin hacer movimiento alguno,
hiriéndola.
—¡Criatura de las sombras! ¿Acaso ignoras
que no soy de este mundo? No tienes poder contra mí —dijo Markarath, y Báldor
supo que tendría que ser él quien resolviera aquella batalla, si acaso había solución
alguna que pudiera favorecerlos.
Fuente imagen: http://castleage.wikia.com/wiki/Glacius,_the_Frost_Giant
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