Nuestros mundos enfrentados, 15 - Un camino en las tinieblas
Llantos, suspiros y gritos, algún pie que se
arrastraba o alguien que arrojaba un objeto al suelo; esos fueron los sonidos
de la triste escena en la que Báldor y sus compañeros hicieron el papel de
estatuas durante largos minutos. No sabían qué hacer (o no estaban muy
interesados en intervenir, en el caso del Señor gris) y aún les pesaba
demasiado el horror de lo acontecido. No obstante, Syrinjari no tardó mucho más
en alejarse de los otros dos para intentar ayudar a los habitantes de
Gal-adártir, y Báldor la siguió poco después, creyendo que debía hacer cuanto
fuera posible antes de su partida.
Esta se demoró por lo que podría equivaler a
unos cuatro días de la Tierra. En aquel tiempo, los viajeros contemplaron cómo
las gentes de la ciudad trataban de reponerse en el escaso espacio de luz que
aún poseían, e intervinieron en todo cuanto pudieron. Los muertos fueron
puestos en una de las casas, tal como era tradición en Tárgrea, y Báldor y
Syrinjari llevaron hasta aquel lugar a muchos de los que habían perecido en la
oscuridad; mas nadie les exigió que los sacaran a todos de las sombras, y la
mayoría no tuvo una despedida por parte de sus vecinos.
Hubo alegría en el día del funeral, pero
después de los festejos la gente calló y regresó a paso lento a los hogares que
se habían repartido de la manera más justa posible, y la mayoría tuvo que
compartir techo con personas que no conocían muy bien. Como Báldor y los demás
eran forasteros, tuvieron que permanecer en el nivel inferior de la torre,
aunque allí al menos el Señor gris pudo recuperarse de su herida y no tardó en
sugerir la partida.
—Aquí no nos queda nada —dijo.
—Es triste, pero también es cierto —dijo
Syrinjari—. No podemos hacer más por estas gentes.
—Me recuerda al día en el que dejamos
Sha’rin —dijo Báldor, cabizbajo—. Aunque este es un día más amargo. Me preguntó
cómo estarán ellos.
—Lo sabremos cuando todo esto acabe, ¿no es
así? —le dijo la muchacha, mirándolo con media sonrisa—. Nos encontraremos con
ese caballo negro si salimos de aquí. Seguro que nos da alguna pista acerca del
rumbo a tomar.
—Los reyes dijeron que Tulkhar se hallaba al
noroeste —dijo el Señor gris.
—Sí, o al menos que allí se había asentado
tras su llegada —dijo Báldor—. Quién sabe dónde se encontrará ahora.
—No lo sabremos si permanecemos aquí —dijo
Syrinjari.
Ante aquella verdad, y sintiéndose
repuestos, decidieron levantarse y salir de la torre. Tomaron provisiones del
nuevo almacén, y como habían rescatado mucha comida de la oscuridad para los
vecinos, nadie se opuso a que tomaran cuanto quisieran. Aun así, no se llevaron
muchas viandas pues los huertos habían quedado bajo la sombra, y ya nadie
podría trabajar en ellos, ni acercarse al riachuelo ni visitar sus casas;
muchas cosas se habían perdido, y solo las lluvias ofrecían calma a la sed,
aunque escaso era el consuelo.
Partieron sin decirle hola a demasiada gente, y lo hicieron andando, pues no podían
llevarse a ningún kasabo a la oscuridad (aunque no había muchos con vida). Los
animales también habían sido víctimas de las tinieblas, y encontraron muchos
pequeños cuerpos sin vida en su camino entre las casas ensombrecidas. Muchas
eran las personas también, y la mayoría había sido muerta mientras luchaba por
salvar la vida ante el ataque de los enemigos o mientras trabajaba, ajena a la
invasión. Báldor, Syrinjari y el Señor gris dejaron atrás muchos cuerpos
silenciosos, y les llevó largo rato cruzar las murallas y salir de Gal-adártir.
Allí fuera, la oscuridad era más silenciosa
e inquietante, aunque no les provocaba la misma sensación de agobio. Anduvieron
durante varios minutos hacia la dirección que el Señor gris aseguraba que era
la que buscaban, y no escucharon nada hasta que el sonido de unos cascos empezó
a oírse detrás de ellos. Poco después, distinguieron a la yegua negra.
—A partir de ahora, recorreré el camino que
recorráis vosotros —dijo cuando estuvo frente a ellos.
—¿Y lo harás en esa forma, o tomarás otra?
—le preguntó Báldor.
—Lo haré tal como me veis ahora, y delante
en el camino. Si deseáis llegar a Tulkhar, seguís la dirección acertada —dijo,
y se alejó de ellos.
El Señor gris dejó escapar un hm, y parecía sonreír levemente.
—¿Qué sucede? ¿Aún te duele la herida? —le
preguntó Syrinjari. Él negó con la cabeza.
—Me hace gracia —dijo.
—¿Qué te hace gracia? —le preguntó Báldor.
—Ella era alguien importante en su mundo.
Ahora es un animal —respondió el otro.
—Claro, leíste su mente. Ya nos hablará de
ello si lo desea —dijo Báldor, mirando a la yegua negra. Syrinjari pareció
inquieta—. Bueno, al menos ya sabemos hacia dónde ir, aunque no cuántos días
nos separan del destino.
El viaje a través de la oscuridad no fue más
apacible para Báldor, a pesar de que ahora eran cuatro los caminantes.
Avanzaban cuanto podían en la oscuridad, y trataban de detenerse siempre a los
pies de algún árbol muerto o entre escombros de casas solitarias o carros
abandonados. En uno de aquellos descansos, Syrinjari le dijo a Báldor:
—Deberías enseñarme a pelear alguna vez. —Él
la miró con sorpresa.
—¿Enseñarte a pelear? Pero si eres más
fuerte que yo —dijo.
—Pero no sé dar buenos golpes —dijo ella con
una risita—. Los tuyos son más elegantes… más bonitos. —Báldor rio.
—Claro, las artes marciales enseñan a dar
golpes bonitos —dijo, aún sonriendo—. Te puedo enseñar. Así me aburriré menos
durante este camino.
Y enseñar a Syrinjari agradó a Báldor, pues
una de las escasas metas que había tenido en la Tierra era llegar a enseñar.
Así halló algo de luz entre las tinieblas, aunque aún no vislumbrara todo su
fulgor.
Continuaron caminando sin grandes paradas
hasta que se toparon con unas montañas. Hacía más de una semana que habían
abandonado Gal-adártir, pero ahora solo podían pensar en el nuevo obstáculo,
pues les impedía continuar hacia el noroeste. Aun así, decidieron aproximarse a
aquellas estribaciones escarpadas para refugiarse entre las rocas durante el
próximo descanso.
De esta manera, dormirían «a la sombra» de
aquellas montañas cuyo nombre desconocían, hasta que el Señor gris sacó el mapa
que les habían entregado en Sha’rin. Lo miró y lo volvió a guardar sin decirles
ni una palabra a los demás.
—Y bien, ¿nos vas a decir dónde estamos? —le
preguntó Báldor poco después, molesto.
—Junto a una cadena de montañas —dijo el
otro.
—¿Y… qué más?
—Al
norte hay un río. Será difícil cruzarlo.
—Bien, gracias
—dijo Báldor, resignado. Parecía que no conocería el nombre de aquel lugar.
Dejó sus cosas entre un peñasco y el tronco
debilitado de un árbol sin hojas, y se sentó. Le preocupaba que no pudieran
cruzar aquel río, aunque al mismo tiempo pensaba en si las aguas se podrían
beber. Desechó enseguida la idea de que pudiera haber peces en ese cauce.
Algunas horas más tarde, Syrinjari lo
despertó para el cambio de guardia. Soñoliento, Báldor la miró en la oscuridad,
pero no olvidó esa imagen ni cuando la muchacha se hubo acostado y él vigilaba
las sombras. Creía que había algo extraño, y movió los ojos para observarla sin
moverse, aunque no hizo nada más.
Hasta que, un rato después, Syrinjari se
levantó y se acercó a él, sentándose a su lado. Lo miró y sonrió por un
instante, y se arrimó a Báldor de manera casi imperceptible.
—Gracias por enseñarme a luchar durante
estos días —le dijo en voz baja.
—De nada, aunque aún te queda mucho por
aprender —dijo él.
—Y espero que sigas enseñándome —dijo
Syrinjari—. Es divertido.
—Me alegra que pienses eso —dijo Báldor.
Luego hubo silencio, y así él pudo sentir
con claridad que le agradaba la compañía de Syrinjari. Estaba cómodo junto a
ella. De pronto, interrumpiendo todo pensamiento, la muchacha se lanzó sobre él
y le tapó la boca con una mano mientras lo echaba hacia atrás; la otra mano
apresó pronto el cuello de Báldor. El aire comenzó a faltarle de inmediato, y
no pudo librarse de aquella fuerza con sus brazos. Pataleó e intentó gritar y
maldijo en el pensamiento, incapaz de librarse del temor y el desconcierto.
Cuando ya apenas podía respirar, Syrinjari
le soltó el cuello y cayó hacia un lado, llevándose las manos a la cabeza
después. Apenas hizo ruido alguno, pero se dobló sobre sí misma y tembló.
Báldor logró apartarse y sentarse mientras respiraba con dificultad, y vio
entonces que el Señor gris se había levantado. Miraba a Syrinjari sin ningún
sentimiento en el rostro.
—¿Qué está pasando? —logró decir Báldor, con
voz ronca.
—Esta no es Syrinjari —dijo el Señor gris, y
frunció el ceño hacia la impostora.
Fuera quien fuera, se retorció de cara al
suelo cada vez con más violencia. Báldor no sabía si aquello era cierto, mas
algo le decía que no debía intervenir. Entonces, la yegua negra, que hasta el
momento se había mantenido distante durante todo el viaje, se aproximó a ellos.
—¿Acabaréis pronto? He visto a unos seres
llevándose a la joven pálida hacia el sur —dijo.
Báldor la miró, y luego llevó los ojos hacia
la falsa Syrinjari, que con un único y grotesco quejido se estiró por completo
antes de cesar todo movimiento. No fue agradable presenciar aquella muerte,
pero menos lo era pensar que su compañera corría peligro.
Fuente imagen: https://wild-life.ambient-mixer.com/fields-at-night
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