Nuestros mundos enfrentados, 13 - Tiempos desesperados



   Báldor fue incapaz de alejarse de la cama durante un día y unas pocas horas. Durmió y pensó en muchas cosas, y Syrinjari pasó bastante de aquel tiempo junto a él, tratando de sanarlo con aquellos extraños pétalos blancos; no así el Señor gris, quien probablemente leía la mente del guerrero desde otra habitación. Esto pasó a ser algo más que una sospecha cuando entró a paso raudo justo cuando Báldor se disponía a salir por primera vez del edificio en el que se encontraba, después de muchos mareos y ardores en el interior de su cuerpo.
   —De poco servirá el poder de ese dragón —dijo, deteniéndose ante Báldor. Este lo miró, sentado en la cama. Syrinjari estaba de pie junto a una ventana abierta.
   —¿Qué sabrás tú? —dijo él, de mal humor.
   —Leí su mente desde que llegué aquí, humano —dijo el Señor gris, frunciendo el ceño—. No lo habías pensado, ¿verdad? Normal. Tu especie no piensa.
   —Bueno, ¿y qué leíste en su mente? —preguntó Báldor, cruzándose de brazos. De pronto empezó a sentir inquietud.
   —Quejas y temor. Se decía a sí mismo que no podía vencer a Tulkhar. No sabía bien para qué esperaba.
   —Y entonces, ¿cuál es el propósito de todo esto? —preguntó Báldor.
   —Si lo pensamos, es normal que un dragón no pueda hacer frente a Tulkhar —dijo entonces Syrinjari—. Si todos los demás murieron bajo la oscuridad, ¿cómo podría uno solo vencer?
   —Y este no tenía nada de especial —añadió el Señor gris.
   —Fantástico —dijo Báldor, pasándose una mano por el pelo negro—. Parece que todo esto no servirá de nada, pues.
   —De nuevo, te olvidas de pensar —le dijo el otro—. Solo contemplas la posibilidad de pelear. Las cosas pueden tener múltiples utilidades.
   —Ya, ya. Lo sé —dijo Báldor, molesto. Se levantó—. Pues habrá que averiguar de qué se trata. Y no lo sabremos si nos quedamos aquí.
   Trató de salir con presteza de la habitación, pero el Señor gris se tomó su tiempo para apartarse del umbral sin puerta.

   Báldor salió solo de aquel edificio de piedra que no era más que un almacén y, airado, se adentró en la luz de Gal-adártir. Por fin pudo contemplarla con calma y en toda su amplitud y no desde una ventana; la luz allí no era tan clara como en el sur de Tárgrea. Parecía un atardecer temprano, y a pesar de que fuera un símbolo de peligro y de la debilidad de Garadon, era una visión hermosa. Báldor suspiró y comenzó a caminar, pensando. «Ojalá no sea cierto eso de que el poder de Thundarvin es inútil para derrotar a Tulkhar. Debe tener una utilidad muy importante, si no, el dragón no habría resistido tanto tiempo. Espero no decepcionarlo». Bajó la mirada, luego observó las casas grises que lo rodeaban. «Tengo que hacer lo que pueda, no importa qué sea más justo. Quizá la Tierra merezca que Tárgrea le caiga encima, pero a mí se me ha encomendado detener a Tulkhar. Es la primera vez que me siento tan útil», sonrió ante este pensamiento. «En la Tierra solo era un parásito para mi familia, un vago sin valor para buscarse la vida; pasaba demasiado tiempo en mis fantasías. Pero ahora tengo una meta importante, algo que de verdad me motiva. Aunque también me causa temor». Detuvo sus pasos, pues había andado hasta unos huertos donde unas pocas personas trabajaban. Báldor creyó distinguir patatas, alejadas del suelo terroso por lo que parecían ser unas manos de raíces, sostenidas por tallos con hojas verdes a modo de pies. «Quizá en este mundo sí me gusten las papas», pensó, y se alejó de allí.
   Deambuló por Gal-adártir durante largo rato, contemplando las casas de puertas abiertas y las gentes que había dentro o fuera de ellas, y los animales que les hacían compañía (normalmente reptiles como la serpiente o aves de aspecto antiguo). Todo en aquel lugar parecía estar teñido de melancolía, y para ser una isla de luz en mitad de tanta oscuridad, no transmitía demasiadas esperanzas. Mas no podía esperarse otra cosa, pues quienes habitaban Gal-adártir habían permanecido encerrados tras sus muros durante diez años, y eran una mezcla de supervivientes que provenían de otros asentamientos. Además, debían guardar cuidado con los alimentos que consumían, pues los cultivos eran limitados, y rara vez había embarazos porque aumentar la población los llevaría a disminuir los recursos. Todo esto lo conocería pronto Báldor, pues cuando Syrinjari lo encontró, le dijo:
   —He hablado con los reyes de Gal-adártir para reunirnos con ellos y sus invitados. Estos invitados son reyes y reinas de otras ciudades, que llegaron aquí junto a los restos de sus pueblos, en algunos casos. Quizá alguien sepa algo importante para nosotros.
   —Sí, es bastante posible —dijo Báldor, saliendo de sus pensamientos—. Nos vendría bien. ¿A dónde hay que ir?
   —Por aquí —dijo ella, comenzando a caminar hacia el este—. El Señor gris ya debe encontrarse allí.

   Los dos caminaron a paso raudo y entre varias casas durante unos cuantos minutos, hasta llegar a un edificio muy similar al que habitaba la reina de Triaghara o el rey de Sha’rin. Antes de entrar en él, Báldor pudo ver a las personas que había allí reunidas a través del amplio umbral. Había una pareja sentada en un banco, unos pocos hombres y mujeres en taburetes de madera y otros en el suelo; si todos aquellos eran reyes y reinas, no lo parecía, pues además sus ropajes eran simples. Como Syrinjari había dicho, el Señor gris estaba allí, con su figura alargada y flaca, y sus compañeros se situaron de pie junto a él.
   —Tú debes ser Báldor, bienvenido —dijo la mujer que estaba sentada en el banco.
   —Os saludo —dijo Báldor, a punto de hacer una reverencia. Enseguida se corrigió y mostró el dedo central de una mano a todos los presentes. Ellos le correspondieron.
   —Ya ha llegado a nuestros oídos que eras tú con quien Thundarvin deseaba encontrarse —dijo el hombre junto a la mujer—. Me llamo Álmodar, rey de Gal-adártir, y ella es Sunara, la reina —añadió, señalando a su esposa. Luego presentó a los otros regentes, exiliados todos de ciudades que ahora yacían bajo la oscuridad. Quizá, aquella en la que Báldor se había enfrentado a Markarath perteneciera a uno de ellos.
   —Todo lo que sabíamos era que debíamos llegar aquí —dijo Syrinjari—. Pero ahora ignoramos hacia dónde debemos dirigirnos. ¿Podríais decirnos dónde se halla Tulkhar? ¿O quizá el paradero de algo importante para la lucha?
   «Es extraño que Garadon no haya vuelto a aparecer para guiarnos», pensó Báldor, y miró al Señor gris, encontrándose con sus ojos.
   —Quién sabe dónde tiene ahora su morada ese dios advenedizo —dijo Álmodar—. La sombra creció por primera vez en el noroeste de Tárgrea, quizá…
   Alguien entró al edificio con paso raudo, interrumpiendo al rey de Gal-adártir.
   —Estaba esperando esta reunión —dijo aquella persona, una mujer—. Ahora que hay tantos oídos importantes escuchando, quisiera hablaros a todos de algo que inquieta al pueblo.
   —¿De qué se trata? —dijo Álmodar, sin mostrarse molesto por su llegada.
   —Hemos empezado a temer que Garadon abandone Gal-adártir en las sombras ahora que el dragón ha muerto, pues mantenerlo vivo era el único propósito de esta ciudad —dijo la mujer—. La luz ha menguado, ¿no os habéis percatado? Si esta cede a las tinieblas, ¡todos moriremos!  
   Hubo cierta inquietud entre los reyes y reinas, y Báldor miró a sus compañeros; pero Syrinjari se había adelantado para hablar con la recién llegada, y al Señor gris no parecía importarle aquello. «¿Será cierto esto? Me recuerda a las dudas en las que Markarath me hizo pensar», se dijo Báldor en el pensamiento, y de pronto tuvo una mala sensación en el pecho. «No me gusta esto». Se movió en el sitio, incómodo, y volvió una vez más el rostro hacia el extraterrestre. Un sentimiento de alarma se apoderó de él al descubrir que uno de los reyes lo amenazaba por la espalda con un cuchillo.
   —¡Cuidado! —gritó, llamando la atención de todos.
   Pero el Señor gris había escuchado antes a su mente y se apartó, aunque el agresor dio un paso más, furioso, y logró apuñalarle en la espalda. Báldor no sabía qué hacer, pues estaba desarmado. Sin embargo, en aquel instante de duda pareció que una saeta de colores pasaba a su lado, y pronto se dio de cuenta de que se había tratado de Syrinjari. La muchacha se había lanzado con una presteza asombrosa sobre el enemigo y ya lo tenía apresado contra la pared.
   —¡La oscuridad ya está en Gal-adártir! —gritó entonces la mujer que había ido allí a interrumpir la reunión. Y para horror de todos los presentes, también sacó un cuchillo.
   «¿Qué locura es esta?», pensó Báldor, poniéndose en guardia a pesar de no tener armas.
   Sin embargo, los reyes y reinas no se amedrentaron e hicieron frente a aquella mujer, pues el otro atacante yacía ya inconsciente en el suelo. La enemiga trató de apuñalar a la persona más cercana, pero Syrinjari saltó por encima de las personas que se interponían y la detuvo a tiempo. Báldor se acercó para ayudarla a reducirla, aunque en realidad su intervención no era necesaria.
   —Ve a mirar al Señor gris —le dijo Báldor a Syrinjari cuando hubieron desarmado a la mujer—. Yo la sostendré. —Syrinjari se levantó y miró al compañero.
   —¡Está sangrando! —dijo, acercándose a él.
   —Sigo vivo —dijo él, de cara al suelo.
   —¿Qué ocurrió? Creí que escucharías su mente —le dijo Báldor.
   —No escuché nada extraño —dijo el otro mientras Syrinjari se arrodillaba a su lado.

   No obstante, Báldor aún no había hecho ninguna conjetura cuando la reina Sunara y otros monarcas gritaron, señalando la puerta. Allí había varias personas armadas, avanzando, y no parecía que tuvieran buenas intenciones. Era posible que fuese cierto que la oscuridad ya estaba en Gal-adártir, aunque hubiera permanecido aletargada por tantos años.


Fuente imagen: https://criterioncast.com

Comentarios

Entradas populares