Contra-verso Eterna-mente


El miedo a la muerte, al dolor, a lo desconocido o incluso al propio miedo es normal y corriente, pero el miedo no tiene nada de natural. No todos tememos a lo mismo, sino a lo que nos han enseñado que temamos, sin que esto quite que exista un sano respeto a la muerte. Pero el respeto difiere del terror.

Y por ahí van los tiros, querido lector. ¿Conoce a José Javier Montemayor? Seguramente no: ya nadie lo conoce, y no solo porque hace mucho tiempo que dejó de caminar entre los vivos, sino porque sobre su figura recae un implacable damnatio memoriae. Nació en Jaén, en 1456, y ya desde muy joven mostró visos de querer seguir el camino marcado por su padre, el de la guerra. Nadie se le impuso, siempre tomó las decisiones que creyó necesarias, y aún con todo se sentía vacío, una vacuidad que se había montado sobre su propia debilidad.
¿Qué debilidad podría tener un joven vigoroso y aguerrido como él? Se preguntará, estimado lector, con todo acierto, y la respuesta es: ninguna. Eso mismo le conmovía, porque no encontraba en este mundo -y tampoco en el otro, aunque le costara admitir su escepticismo- nada que le causara miedo, temor, o incluso preocupación; arrasaba con el mundo cada mañana y pareciera que la reina de Castilla suspiraba aliviada cuando él dormía por la noche. Sin embargo sabía que las debilidades existen, y se suponía que debía temerlas por lo que tenía entendido. El razonamiento era bien simple, si podía concebir el miedo era porque existía, aunque él no lo hubiera sentido nunca ¿no? Una aplicación un tanto extraña de la escolástica medieval.
Cuando tuvo cierta edad pudo conocer en persona al Duque de Medina Sidonia, y sin saber muy bien cómo o por qué acabó enrolado en la conquista de ciertas Islas de Canaria. La idea le gustaba, pero le decepcionó bastante comprobar que el grueso del trabajo ya estaba hecho, que solo faltaba la Isla del Infierno, aunque en todo caso tenía un buen nombre. Al capitán, según comentaban en voz baja los marineros, se la habían dado con tomate unos brutos paganos cuando este se tomó demasiadas confianzas adentrándose en el territorio, pero esa ya es otra historia, el caso es que Montemayor llegó con toda la fuerza y bravura de su persona a las playas de arena negra de aquella isla.
No será el primero ni el último que cayó en la cuenta de que eso de “Islas Afortunadas” es un decir, pues en una de tantas batallas que libró un banot tuvo a bien impactar contra su espinilla y dejarla hecha un cisco. Era demasiado robusto y vital como para dejar que eso le atormentara, y ciertamente recibió la herida sin mayor drama, como si le hubieran mandado a sacar una muela.
El caso es que, a los sesenta años, sin descendencia, y viviendo de sus cuatro fanegadas de tierra de Anaga, sintió por primera vez un leve temor. Ocurrió cuando fue a visitar a uno de sus cabreros, un guanche converso -o eso se suponía- que se había tomado la mala costumbre de entregar siempre tarde el tributo que debía a su señor. Cuando llegó a la cueva que aún habitaba encontró su cadáver rodeado de moscas, un patético espectáculo que le removió las tripas y le hizo reflexionar por vez primera sobre la muerte. Había escuchado la historia de algunos reyezuelos guanches que se habían derriscado por no servir a los nuevos amos, pero nunca había pensado en qué sintieron en el momento de saltar al vacío.
Los primeros días apenas le distrajo este pensamiento: lo usaba a modo de divertimento, simulando ponerse en la piel de aquel salvaje que saltaba desde un promontorio para hacerse pedazos en el fondo de la barranquera. Sin embargo, pasadas unas semanas algo empezó a pesarle en el alma. Fue a la iglesia, a la que no acudía desde que había marchado de su Jaén natal, solo para tener una idea más precisa de qué hacer frente a la muerte. Nada de lo que le dijeron le convenció. Siguió buscando, con desesperación ahora, una respuesta para lo que en su alma se arremolinaba.
Por las noches permanecía inmóvil en la cama, con los ojos bien abiertos y las manos congeladas, como un muerto, salvo por el hecho de que sudaba. Cada mínimo ruido le provocaba una desazón terrible, cada segundo de vida resultaba una gran decepción, era como si al no encontrar el miedo su alma hubiese encontrado otros tantos sentires peores.
Un día, bien de mañana, se levantó y se dijo a sí mismo -se supone que debo temerte, cuerpo mortal, porque tú te acabas pero el ente espiritual que portas no. Bien, si eso es lo que quieres temeré a la Parca, la temeré de mil maneras, y para que veas que mi compromiso es firme aquí y ahora invoco al Señor de las Tinieblas, ya que dispuesto estoy a dar mi vida inmortal con tal de que la muerte no viva en mí. Le temo a la muerte, y quiero vivir eternamente.
Dicho y hecho, apareció un señor bajito, lleno de granos, con una gran nariz, y se asomó por la puerta. José tomó la espada, pero dándose cuenta de quién era le invitó a pasar, a lo que el señor respondió con una enorme y silenciosa sonrisa y una huida a toda velocidad ¿qué más daba si el temor era real? El diablo nunca pierde un buen negocio.
Montemayor vivió dos semanas más. Luego, en un viaje que realizaba a Aguere, se vio asaltado por una panda de ladrones que le costó la vida. Bajó de su caballo para plantar batalla, pero obvió su pierna dañada y esta cedió, por lo que acabó rodando por el desnivel hacia una barranquera y fue a parar a su fondo: hecho trizas como los guanches. Sin embargo no murió, no señor. Al parecer el Señor de las Tinieblas había visto con buenos ojos su deseo de inmortalidad, aunque fuese fingido, y le había otorgado ese don. Pero...

Sus tripas estaban fuera del estómago.
Su cerebro había quedado desparramado por todo el callado.
Sus huesos, hechos astillas, habían perforado la piel de su cuerpo.

...Y aún con todo no moría. Pasaron días de dolor inacabable durante los cuáles fue sintiendo todo lo que pasaba a su alrededor. El frío de la playa, los mordiscos de las moscas, y el suave deslizar de la carne abriéndose en las aristas de hueso partido. Su cerebro, a pesar de haber quedado algo deshilachado, aún podía pensar, por lo que comenzó a especular sobre qué había pasado.
Sus ojos -fuera de las órbitas, eso sí- quedaron abiertos como platos: Satán solo se había asomado a la habitación, solo había escuchado su última frase, quiero vivir eternamente, pero no la había entendido bien. Debió ser miedo, querido lector, porque otra cosa no se me ocurre que haya podido sentir, y lo mismo pensaron los vecinos que vieron su cadáver hecho pedazos pero que no dejaba de llorar: el demonio le había concedido el deseo de vivir eterna-mente, es decir, como una mente sufriente y eterna cuyo dolor -y miedo- jamás se podría apagar.
(Fuente de la imagen: http://www.gevic.net)

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