Nuestros mundos enfrentados, 14 - Sacrificio desperdiciado
Carentes de temor, corrieron hacia monarcas y
compañeros, blandiendo distintas hojas de acero. Alguien había tomado ya el
cuchillo del agresor del Señor gris, pero Báldor pudo hacerse con el arma de la
mujer a quien había inmovilizado. Inquieto, se irguió aun bajo el peso de la
incertidumbre, pues no tenía escudo alguno en su brazo izquierdo.
—¡Ayúdame, pues no podré enfrentarlos a todos a la vez! —dijo
rápidamente Syrinjari, saltando hacia los enemigos.
Báldor
la contempló luchar por menos de un segundo antes de adelantarse también.
Blandir un cuchillo era algo muy distinto a disponer de una espada para la
lucha, si bien lo que sabía de artes marciales le fue de ayuda. Eso, y la
intervención de los reyes y reinas, quienes no estaban dispuestos a quedarse
mirando mientras pudieran superar en número a uno u otro atacante por vez.
No
obstante, la buena voluntad y el valor de estos guerreros no fue suficiente
para evitar que brillara la sangre. Esta destelló con fulgor rojo en la pálida
piel de Syrinjari, a pesar de que había conseguido derribar a varios enemigos
con solo usar los puños. Báldor, sumido en el calor de la batalla y con los
sentidos aguzados ante los filos amenazantes, apenas se percató de los cortes
que había en sus brazos. Los monarcas sufrían sus heridas más que nadie, y no
fueron pocos los que se retiraron tras recibir algún gran daño, debilitando la
resistencia.
Y,
aunque nadie se percató de esto en mitad de la refriega, el Señor gris trató de
adentrarse en la mente de aquellas personas para destruirlas por dentro, como
había hecho antes; mas un pensamiento superior le impedía hacer cualquier daño,
y enseguida supo de quién se trataba. Pues era la misma sensación que había
tenido al tratar de perforar la mente de aquel bardo.
Desistió y permaneció boca abajo donde se encontraba, dolorido pero
consciente, observando la desesperada batalla. Fue por su posición por lo que
distinguió antes que nadie una sombra oscura bajo el umbral del castillo, y a
punto estuvo de alertar a los demás cuando aquellas tinieblas derribaron a dos
enemigos al mismo tiempo. La negra forma se movió de un lado a otro con
presteza, tomando a los agresores por la espalda para arrojarlos con violencia
contra las paredes o el suelo. Los que se volvieron contra ella, no lograron
hacerlo a tiempo.
Jadeando y sintiendo las heridas, Báldor y los demás contemplaron
aquella forma oscura, rodeada de cuerpos inertes. Se sorprendieron cuando la
oyeron hablar.
—La
ciudad está siendo atacada por más de estos individuos. Debéis daros prisa.
Báldor
reconoció aquella voz, pero antes de que se atreviera a hablarle, las tinieblas
cobraron la forma de una yegua que salió de allí a toda prisa.
—Debo
ir en busca de mi espada y mi escudo —musitó Báldor, viendo cómo la yegua se
alejaba.
—No sé
quién era esta aliada, pero tenemos mucho que hacer —dijo Syrinjari—. Debo
intentar sanar al Señor gris.
—Déjalo en nuestras manos —dijo uno de los reyes—. Me parece que serás
de mayor utilidad en la lucha.
—Tiene
razón —dijo la reina Sunara—. Si Gal-adártir está bajo ataque, los más diestros
deben defenderla. Mas, ¿por qué ha debido ocurrir ahora?
—Sus
mentes estaban controladas por Tulkhar —dijo entonces el Señor gris, llamando
la atención de todos.
—¿Otra
vez? —dijo Báldor, recordando al bardo.
—Sí.
—Puede
que hayan estado esperando nuestra llegada —dijo Syrinjari—. Que siempre hayan
estado bajo el control de Tulkhar.
—Eso pensaba —dijo el otro.
—¡Maldición! Esto es culpa nuestra, entonces —dijo Báldor, afligido. Y
salió corriendo de allí.
—¡Espera! —le dijo Syrinjari, dando un paso hacia él. Pero permaneció
allí y miró a los monarcas—. Debéis organizar la defensa de la ciudad, pues no
creo que todos sus habitantes estén bajo el control de Tulkhar. Cuidad del
Señor gris, os lo ruego.
—Así
haremos, descuida —dijo el rey Álmodar.
Pero no
hubo rey ni reina a quien le resultara sencillo tornar la repentina batalla a
su favor, como comprobaron cuando salieron. Los habitantes de Gal-adártir no
sabían por qué estaban siendo atacados por sus propios vecinos o seres
queridos, y la mayoría había muerto sin poder o querer defenderse, presas del
desconcierto y la desesperación. Muchos murieron con lágrimas en los ojos. No
obstante, no eran pocas las batallas, y con el transcurso de los minutos algún
que otro monarca logró reunir a varios defensores. Mas no lo hacían para tratar
de poner fin a la lucha por la espada, sino para tratar de organizar una
retirada hacia el lugar propuesto por Álmodar y Sunara: la torre del dragón.
Báldor
recogió con prisa la espada y el escudo, y se sobresaltó al percatarse de que
había alguien detrás de él. Levantó el acero con inquietud, pero no le sirvió
de nada porque allí estaba Syrinjari, y no tenía intenciones de herirla.
—No
sabía que me habías seguido —le dijo Báldor.
—Creo
que será mejor que luchemos juntos —dijo ella—. Esto es terrible.
—Maldito Tulkhar. ¿Cómo pudo mantener bajo su control a tantas personas
durante tanto tiempo? ¿A cuántos habrá embaucado?
—Ahora
no es tiempo de debatir esas cuestiones —dijo Syrinjari, apenada por la
frustración en el rostro de Báldor—. No deseo acabar con la vida de estas
personas, pero pienso que no tendremos otra opción.
—No,
no la hay —dijo Báldor, bajando la mirada un instante—. Pero sus vidas acabaron
hace mucho.
Salió
de la habitación con paso decidido y Syrinjari lo siguió, apenada aún. Tomó una
lanza que había dejado allí con anterioridad antes de abandonar el edificio.
Afuera
hallaron pronto la batalla, mas Báldor no temió en aquella ocasión. El miedo a
morir fue arrojado a un lado incluso ante el brillo del acero enemigo, pues la
rabia inundaba su pecho y no dejaba de pensar en el causante de todo aquello. «Te
encontraré, Tulkhar. Hallaré la manera de librar este mundo de ti», pensaba
mientras blandía la espada e interponía el escudo cuando era necesario. No muy
lejos de él, Syrinjari peleaba con agilidad y mayor efectividad ahora que tenía
un arma, y no había olvidado que lo más eficaz era golpear a los enemigos en la
cabeza.
Sin embargo, ambos guerreros se percataron
pronto de que no tenían muchos aliados, y si veían a alguien que luchaba de su
lado distinguían enseguida que huía hacia la torre. Pronto, una mujer los llamó
a retirarse a la torre del dragón, y temiendo que los enemigos los abrumaran si
continuaban luchando en soledad, se dirigieron hacia aquel lugar. Corrieron
pues hacia el torreón, deteniéndose solo ante alguna batalla bajo el umbral de
una casa, o para socorrer a algún herido. Y fue mientras ayudaban a un hombre a
levantarse cuando más se sorprendieron, pues los ojos de este se abrieron
asombrados por un súbito horror, y gritó:
—¡La oscuridad! ¡La oscuridad!
Miraba hacia el oeste, y hacia allí se giró
Báldor creyendo que solo vería aproximarse a la yegua negra. Sin embargo, no
era así, pues la oscuridad de Tulkhar avanzaba hacia ellos como un apresurado
anochecer. «No puede ser. No puede ser cierto», pensó Báldor, inquieto. Aunque
a él no le afectaría.
—¡No! —gritó el hombre, deshaciéndose de
ellos para echarse a correr.
Muchos corrían ya, huyendo y gritando de
espanto, pero cayeron uno a uno en cuanto las sombras los abrazaron, aunque de
estas bajas muchas fueron enemigas. Báldor y Syrinjari se irguieron ante las
tinieblas, que pasaron sobre ellos con el único efecto de oscurecer sus formas;
luego oyeron el último y agonizante grito del hombre al que no habían podido
ayudar, y las sombras continuaron su raudo avance hacia la torre. Mas no
llegaron a alcanzarla.
Así murió la batalla, y todo fue silencio
entonces a excepción de la mente de Báldor. «¿Era cierto entonces que Garadon
daría la espalda a Gal-adártir ahora que Thundarvin ya no está?», pensó,
apretando los puños.
—No había otra solución —dijo entonces
Syrinjari, sobresaltándolo—. Garadon ha debido sacrificar la mayor parte de
Gal-adártir para deshacerse de los enemigos.
—Siempre piensas en el lado bueno de las
cosas, ¿no? —le dijo el otro.
—Es lo que intento hacer. Lo malo es parte
de la oscuridad, ¿no es así?
—Sí —respondió. «De nuevo, dudas», pensó,
negando con la cabeza y recordando a Markarath.
En ese momento, una sombra más oscura que
las tinieblas de alrededor se acercó a ellos cabalgando. Se trataba de la yegua
negra, que corriendo entre los cuerpos de los caídos llegó hasta ellos. No
obstante, mantuvo su forma animal, aunque Báldor esperaba lo contrario.
—Y bien, ¿me dirás ahora qué eres? —le
preguntó él—. Porque está claro que no eres una simple yegua.
—Provengo de otro mundo, si es eso lo que
quieres saber —dijo—. Esta es solo una forma física. Sin embargo, creo que
tendrás más interés en saber que hay supervivientes. Aguardan alrededor de esa
torre, donde todavía hay luz.
—Hablaremos allí, pues.
—No. Yo aguardaré en las cercanías. Sabré
cuándo partiréis, pues habréis de hacerlo.
Báldor le dio la espalda, cansado de
acertijos, y echó a correr hacia la torre en busca de algo cierto, de una
esperanza que atravesara tanta oscuridad.
Y en verdad halló más de lo que esperaba,
pues aún había algunas casas bañadas de luz, no solo la gran torre. Sin
embargo, alrededor de la construcción había cientos de personas, tumbadas o
erguidas, pero todas abatidas. Báldor y Syrinjari descubrieron pronto que había
muchos heridos, y tardaron en encontrar al Señor gris. Habían tratado su
herida, por lo que podía mantenerse en pie.
—Todos los monarcas han muerto. No tenemos
guía —les dijo a sus compañeros.
No fue el mejor de los saludos, pues solo con
aquellas palabras sintieron que ya no habría guía alguna para el camino más oscuro.
Fuente imagen: http://www.ekklesiaproject.org/blog
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