Puerta al sur, capítulo 4 - Rendidos




   No hubo mano en todo el pueblo que se atreviera a alzarse en contra del capitán Roulor. Este, sin embargo, mantuvo a sus tropas calmadas, y las espadas solo abandonaron sus vainas para teñirse con el blanco otorgado por la luz del Sol espectador. Aquel hombre no deseaba una matanza si sus palabras eran capaces de cumplir la tarea que se le había encomendado.
   —Deponed vuestras inútiles armas y regresad a vuestros trabajos —dijo, pasando la mirada por los aldeanos, hasta detenerse en Vandrine—. Todos seréis castigados, en especial tú, rebelde de poca monta. ¿Cómo osas alterar la paz de tantos poblados?
   —¿Alterar la paz? —dijo ella enseguida—. ¿Qué paz ve el reino en hacer sufrir a sus habitantes?
   —La que así alcanzan los que viven por encima de ellos, de igual modo que una calzada es pisoteada para que los carruajes avancen —dijo Roulor sin alterarse—. Así pues, retrocede con la calaña a la que has decidido unir tus fuerzas. Aunque intercambiaremos más que palabras muy pronto.
   —¡Jamás! —dijo Vandrine, ceñuda—. Tienes mi martillo. Verlo en tu mano hace que me revuelva de odio.
   —Mas nada puedes hacer por recuperarlo. Ni aunque inflamases de valor a todos estos pordioseros y atacasen juntos, ni aunque yo muriera. Porque no podéis vencer a todos nuestros soldados —dijo el capitán de la hueste—. Os superamos, y no me hagáis perder más tiempo —añadió, agitando una mano.
   En respuesta a su señal, los soldados comenzaron a avanzar, con rostros malhumorados enmarcados por sus yelmos de metal; habrían preferido quedarse en Trénguel, abusando de algún pueblerino o apostando sus monedas en algún juego, incluso vigilando con la mente sumida en fantasías. En cambio, debían imponer la paz en Héleho, y lo que era peor, sin matar a nadie a no ser que hubiera revuelta.
   Pero los vecinos de la aldea no parecían dispuestos a luchar por su libertad. Todos retrocedieron con más o menos celeridad, y algunos incluso huyeron en busca de sus familiares. Rómak permaneció allí, mirando a Vandrine para tratar de encontrar en su rostro una señal de resistencia, una voz que llamara al coraje necesario para alguna acción. Sin embargo, ella solo mostraba ira, impotencia.
   Todo aquello pareció quedar a punto de estallar cuando Roulor se situó ante ella y le puso la mano sobre un codo. El hombre era un tanto más bajo que Vandrine.
   —No sabes cuánto castigo habrá de soportar tu cuerpo —dijo él.
   —Ninguno que provenga de tu mano —dijo ella, temblando de rabia.
   Y mientras Roulor arrugaba la boca para responder, Vandrine lo empujó y le golpeó en una sien con su maza. La cabeza no se quebró, como habría pasado si el golpe hubiera sido de Quiebracielos, pero fue suficiente para hacer caer al capitán y que la vida dejara atrás un cuerpo mustio. Los ojos de Vandrine se clavaron entonces en su martillo, y se agachó veloz como un ave rapaz sobre él, mas no fue la única. Los soldados de Trénguel sabían bien cuáles eran sus cometidos, y uno de ellos esclarecía que la antigua Guarda Real no volviera a poseer el arma de dragón bajo ningún motivo. Varios guerreros se arrojaron también sobre el objeto, apiñándose sobre él y sobre Vandrine, quien comenzó a agitarse debajo de todos aquellos cuerpos, golpeando y maldiciendo.  
   Rómak se acercó para intervenir, pero ningún aldeano quiso asistir a su repentino valor, y se le enfriaron los ánimos al ver tantas espadas señalándolo con sus mortales uñas de metal. No obstante, Vandrine emergió casi un instante después de entre aquella maraña de hombres. Sujeta por tres de ellos y sin Quiebracielos.
   —¡Malnacidos! ¡Hijos de mil…! —un puñetazo silenció sus palabras.
   —Calla, perra, o harás que tu castigo pese más sobre ti —dijo uno de los soldados—. Aunque, en nuestras manos, el resto de días que a tu vida le queden serán un castigo.
   —¡Antes mordería mi lengua para que fuese mi propia sangre la que me ahogara! ¡Nunca dedicaré mi vida a ser sierva de unos carroñeros para su placer y su risa! ¿No entendéis quiénes éramos los verdaderos Guardias Reales? —dijo Vandrine, sacudiéndose con fuerza.
   —¿Qué hacer? —murmuró Rómak, desesperado—. Vandrine…
   —Tú —le dijo de pronto ella, sobresaltándolo—. ¿Qué haces tan cerca de estos soldados? Aléjate, ve con tus vecinos. Habrá otra muerte hoy.
   Rómak la miró, con los ojos muy abiertos, y contempló cómo Vandrine se deshacía del agarre de los tres hombres, con el rostro rojo de esfuerzo. Agarró el cuello de uno y le propinó un cabezazo entre ojo y ojo, luego le arrebató la espada y asestó uno y otro tajo a todo aquel que se le acercaba. Los soldados caían, heridos o muertos, y la cuenta llegó a cinco antes de que el que ahora tenía el mando llamara a los arcos. Una flecha se enterró en la espalda de Vandrine, y la espada siguió gritando su ira, otra la alcanzó en la cadera, y aunque sus movimientos se ralentizaron, no terminaron ahí; una tercera inutilizó su brazo, y la espada huyó de aquella mano a la otra para ensartar a un último incauto. La cuarta y la quinta al fin la silenciaron, y el acero tintineó sobre el suelo al resbalar de sus dedos, seguido por el peso de su cuerpo que cayó arrodillado.

   Rómak se lamentaba, desesperado, en la oscuridad de aquel cuarto. Por el momento, los aldeanos habían sido obligados a entrar en sus casas, y él había terminado en el hogar de aquel vecino tan carrasposo de la pareja de ancianos. Muchas cosas corrían por su mente en aquella hora, y todas suponían un mayor peso a su congoja. «No pude hacer nada por ella, ¡soy estúpido! Tendría que haber muerto defendiéndola, ¿de qué me va a servir mantenerme con vida? Solo soy un cobarde, como todos los demás. ¡Inútil! ¡Un inútil y un estúpido! ¡Maldita sea!», pensó antes de aporrear el suelo con su ancho puño. Un carraspeo sonó casi en respuesta, débil como si proviniera de debajo de la tierra.
   Pronto Rómak oyó la voz de un guardia que había abierto la puerta de la casa y llamaba a salir a sus habitantes. El dueño de esta, que se llamaba Onolo, acudió enseguida a la llamada, pero el herrero permaneció sentado en el mismo lugar hasta que alguien aporreó la madera y trató de forzarla.
   —¡Sal de inmediato! —gritó el soldado, y aporreó una vez más—. ¡Obedece o tendrás más que golpes como castigo!
   Rómak suspiró, levantándose sin ánimo alguno de verle la cara a aquel soldado. Por eso frunció el ceño tanto como pudo al abrir la puerta, y el hombre que había detrás intentó sostenerle la mirada, aunque no fue capaz.
   —¡Deprisa, o serás ejecutado! —dijo, y se atrevió a darle un empujón (que no movió a Rómak) cuando el herrero pasó por delante.
   Él tensó el cuerpo, pero no dijo nada y se limitó a salir y caminar hasta el centro del pueblo. Allí, un círculo de guardias armados rodeaba a todos los aldeanos, y en el centro estaba el nuevo capitán junto a dos de sus soldados. Subido a una caja de madera, el guerrero miraba con ojos altaneros a quienes estaban por debajo de él, aunque fuera solo en altura. De su cinturón pendía Quiebracielos, y Rómak apretó los puños cuando distinguió el arma.
   —¡Insectos de Héleho! —dijo el capitán poco después, cuando todos los aldeanos hubieron llegado—. Iréis a trabajar ahora mismo hasta que caiga el Sol. Se os asignarán tareas según nuestro criterio, y tendréis prohibido protestar bajo pena de tortura y encierro de por vida. Como castigo a vuestra insubordinación, se os tratará peor que al ganado. Podréis beber el agua que dejemos en los abrevaderos, pero no tendréis comida durante una semana —hubo algunos susurros de sorpresa y miedo—. ¡Silencio! ¿No creéis merecer esta miseria? ¡Que alguien ose replicar! —y levantó a Quiebracielos. Esto no habría sido suficiente para mantener callado al pueblo si el resto de los guardias no hubieran alzado también docenas de flechas y espadas. Nadie quería perecer. Aún.
   Llantos y gritos de furia se mezclaron entonces, conformando una música de marcha hacia la esclavitud. Los látigos chasquearon, algunos cuerpos dieron contra el suelo, pero nadie pudo cambiar el nuevo cauce de Héleho.  

   Así comenzaron días penosos para Rómak, los peores que en su vida había visto. Cada mañana estaba más hambriento, pero debía levantarse para ir a trabajar la tierra, pues los guardias se tomaban con seriedad su labor de despertar y sacar de sus casas a todos los aldeanos. En una ocasión el herrero contempló cómo un hombre era apaleado y pateado hasta la muerte por insultar a un soldado que le había negado un trozo de pan a su hijo, y en otra vio a dos guardias que arrastraban a una niña menor de diez años hacia un callejón. Sus llantos duraron poco.
   Y mientras el herrero sudaba, encorvado sobre la tierra bajo la amenaza de las flechas y el encierro de los cercos que rodeaban los huertos, pensaba en todo lo que se había perdido, dentro y fuera de Héleho. «Esto es ridículo, Vandrine habría peleado hasta morir, como ya hizo», pensó. «Si pudiera escapar… Al menos Banron no sufre esta miseria, si aún vive. No había entendido bien su arrojo hasta este momento». Levantó la mirada, solo para encontrarse a un malhumorado soldado que lo observaba, espada en mano. «Si estuvieras desarmado no serías tan valiente, escoria».
   En aquella noche, doceava de mayo, Rómak se atrevió a dar un rodeo antes de regresar a la casa en la que vivía, después de beber un trago del abrevadero. Refrescarse allí le resultaba humillante, pues el agua era sucia y aun así los vecinos debían agacharse como animales para tomarla, y los soldados aprovechaban para mofarse de ellos (algunos decían haber orinado en aquella agua, y otros escupían mientras la gente trataba de saciarse). Tales situaciones encendían una débil chispa de rabia en el herrero, que no era capaz de ser más que una pequeña llama porque apenas le restaban las fuerzas. Por eso anduvo con torpeza y toda la prisa que pudo.
   Caminó sin rumbo durante cierto tiempo hasta que su tambaleante sendero lo llevó al sonido de una conversación que sostenían dos guardias ante una ventana. Rómak podía escucharlos, pero ellos no lo veían y parecían no estar preocupados.
   —¿Y no le pegaste? —decía uno.
   —Claro que sí, y empezó a sangrar por todas esas heridas, la muy cerda —dijo el otro, riendo—. Pero no me importó, yo quería terminar mi faena. Hacía mucho que no me divertía.
   —¡Ja! Habrás tenido que lavar tus ropas después, con tanta sangre.
   —Esa fue la peor parte, pero valió la pena. Merece toda la humillación que podamos darle, ¡maldita sea!
   —Ah, pero no sabía que ya podíamos visitarla. Intentaré pasar un rato con ella, también quiero darle medicina —dijo, riendo.
   —No creas que aún podemos hacerle cuanto queramos —dijo el otro, después de reír también—. El capitán quiere que conserve la vida antes de enviarla a Rhodea.
   —Bueno, pues pediré un turno. Aunque seguro que recibirá una gran despedida antes de marchar hacia la capital.
   —No tengas ninguna duda acerca de eso.
   Rómak se había quedado sin aliento durante un instante, y tras aquellas palabras se retiró de allí con toda la presteza que pudo. Entonces se percató de que había llegado hasta la casa de los guardias en su camino, y entendió, también, que allí tenían a Vandrine, y que seguía viva.


                           Imagen: https://www.unrealengine.com/marketplace/medieval-village-wooden-props

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