Puerta al sur, capítulo 3 - El sonido del metal
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Rómak
se arrodilló junto a Vandrine, mirando a una y otra herida de flecha, hasta que
escogió una de las saetas y la agarró con firmeza, aunque no tiró de inmediato.
En lugar de hacerlo, observó a su alrededor, a la gente que ya había salido de
sus casas y se dirigía a ellos.
—Quiebracielos…
—murmuró la mujer, cuyas palabras fueron arrasadas por una expresión de dolor.
—Ya lo recuperaremos —dijo Rómak.
—¿Cómo se encuentra la valiente
guerrera? —dijo una mujer entre las personas que se habían acercado.
—Está herida. Quisiera llevarla a una
casa donde poder quitarle las flechas con seguridad —dijo Rómak.
No fueron pocos los ofrecimientos que
recibió, y también le prestaron ayuda para cargarla; de hecho, él no pudo
hacerse cargo de aquella tarea, pues sus esfuerzos en la batalla le pesaron
entonces en el cuerpo. Él también necesitaría sanación.
Sin embargo, las heridas de Vandrine eran
las más graves en aquella hora. Reposaba en la casa de una pareja de ancianos,
quienes disponían de una cama vacía desde que el reino les arrebatara a su
joven hija. Rómak yacía en el suelo fuera del dormitorio, y varias personas que
no eran de la familia se tomaban la libertad de entrar y salir del edificio,
trayendo alimentos o consejos sobre curación. Unas jóvenes (que no interesaban
al reino por carecer de belleza, según su juicio) habían extraído las flechas,
después de desvestir a la guerrera, bajo las órdenes de una mujer que decía
haber sido cazadora.
A pesar de que la mayoría de las atenciones eran
dirigidas a Vandrine, a Rómak también se le ofreció ayuda, aunque solo aceptó
infusiones, ocultando el verdadero origen de su mal. Lo único que pidió fue
poder lavarse el cuerpo. Los ancianos dueños de la casa no se lo negaron, y fue
así cómo el herrero descubrió el estado de la quemadura que le había hecho el
ser diabólico. Se sorprendió al ver que no era mucho más que piel enrojecida,
con algunos puntos más oscuros que aún le provocaban escozor, y le alivió creer
que pronto podría despedirse de aquella preocupación.
Al día siguiente despertó sintiendo que las
horas de sueño se habían agotado con demasiada rapidez. Recordaba haberse
acostado a pensar, y que había pensado durante largo rato, tanto, que las ideas
habían logrado desprenderse de su mano para saltar al bando de los
incontrolables sueños, que le mostraron altas montañas y a una Vandrine a la
que miraba con deseo. Se sintió incómodo pensando tales cosas en aquella casa,
contigua al hogar de la pareja de ancianos, en la que vivía un hombre barbudo
que carraspeaba más que hablaba, y que había accedido a acoger a Rómak solo por
cortesía.
Por eso el herrero no le dirigió la palabra
antes de abandonar la casa, y se atrevió a pedir un poco de agua como desayuno
en la casa de los ancianos. Ellos le dieron pan y un trozo de queso.
—Ahora que no están los guardias podemos
volver a comer estos alimentos. Compartirlos con quien lo merece nos hace
felices —dijo la mujer de la pareja, llamada Huinsa.
—Sí, sí, hay que comerlos mientras se pueda
—dijo el marido—. Quién sabe cuándo volverán esos maleantes. ¿Y los campos? Hoy
es lunes, debería haber alguien trabajando. ¡Ya verás como todos se olvidan del
trabajo!
—Ay, Mándel, ¿y qué quieres? ¿Que nos manden
a los huertos con el látigo y los palos, como antes? —le preguntó su esposa.
—¡Bah! Eso no, pero aquí siempre se ha
trabajado, y no debería dejarse de hacer.
—Señor, no se ponga así por un día más de
descanso —dijo Rómak, y luego su voz se tornó triste—. Es posible que pronto
vengan menos de los que un trabajador afanoso pueda desear.
—Eso es cierto —dijo Huinsa tras unos
instantes de silencio—. Pero bueno, vamos a ver si la muchacha que venía
contigo está mejor. Yo creo que sí, anoche abrió los ojos para comerse un poco
de sopa.
Rómak y la anciana entraron en la habitación
en la que descansaba Vandrine mientras Mándel se acercaba silencioso a una
ventana, y miraba a través del cristal. La guerrera también miraba al cristal
de su cuarto, aunque lo hacía con el cuerpo en horizontal, como si solo su
cabeza estuviera despierta. Una sábana amarillenta la cubría hasta el cuello, y
solo movió los ojos cuando entraron los otros.
—No puedo sentarme sin ayuda —dijo—. La
herida en la espalda me lo impide.
—Tardarás en recuperarte —le dijo Rómak—.
¿Qué haremos?
Vandrine llevó sus ojos al techo, y suspiró
ligeramente.
—¿Respecto al pueblo, respecto al martillo?
¿Respecto al reino? En ninguna pregunta veo esperanza —dijo.
—Te voy a traer una taza de té, a ver si se
te quitan los malos pensamientos —dijo Huinsa antes de salir de la habitación
con paso rápido.
—Ni siquiera sé en qué dirección huyó el
maldito que se llevó a Quiebracielos
—dijo Vandrine—. Puede haber ido hacia Rhodea, en el norte, o a Trénguel, en el
sur. O puede que haya despertado en él la codicia y desee quedarse el arma. Mi
martillo está perdido.
—Trataré de averiguar algo. Alguien tiene
que haberlo visto huir —dijo Rómak.
—Sí, ve y pregunta, y diles que vigilen. No
tardarán muchos días en regresar, pero yo ya no tendré mi arma —dijo Vandrine
con una voz nada alegre.
Rómak la dejó sola antes de que Huinsa
regresara, y al cruzarse con la mujer fuera de la habitación, esta lo miró con
un «¿dónde vas?» en los ojos, al que el herrero respondió con un simple gesto. La
anciana negó con la cabeza y entró en el cuarto con un tazón de té humeante
mientras Rómak salía de la casa.
Afuera había niños corriendo y saltando como
hacía días que Héleho no veía. Muchos adultos estaban sentados a la sombra de
las casas o en los umbrales de las puertas, o asomados a las ventanas charlando
con otros vecinos. Rómak llegó pronto a la puerta en la muralla, y después de
lo que había observado durante el camino, se sorprendió al ver que había
vigilancia. Varios hombres habían tomado las armas de los soldados vencidos por
Vandrine y caminaban de un lado a otro ante el portón, o charlaban en voz baja.
Uno de ellos, subido a un carro que habían puesto junto a la pared de madera,
asomaba la cabeza y hablaba con alguien que vigilaba en el exterior.
Rómak se acercó a aquellos hombres, quienes
lo recibieron con alegría y algunas palmadas en los hombros, y preguntó por el
soldado que había huido portando el martillo. Los habitantes de Héleho se
miraron los unos a los otros.
—Creo que nadie sabe a dónde fue, amigo
—dijo uno de ellos—. Sabemos que salió de la aldea, pero no hacia dónde corrió
después.
—Que venga ahora —dijo uno de los más
jóvenes, hablando con otro—. Si se atreve a pasar por aquí…
—Está bien, gracias —dijo Rómak,
disgustado—. Iré a preguntar a los demás, por si alguien lo vio.
—No creo yo eso —dijo el mismo—. En ese
momento estábamos todos observando la pelea, y algunos ni se asomaron de lo
asustados que estaban. Pero ojalá tengas suerte, amigo. Hasta más ver.
El herrero se despidió y fue en busca de
alguna noticia, mas tardó largo rato en percatarse de lo ciertas que eran las
sospechas de aquel vigilante con quien había hablado, pues nadie sabía del
soldado. Decepcionado, no se atrevió a regresar junto a Vandrine hasta bien
entrada la tarde.
Un profundo silencio fue la respuesta que
dio la guerrera a las nuevas traídas por Rómak. El herrero suspiró, pensando en
salir a buscar el arma de dragón por su cuenta, pero una voz en su interior le
hizo recordar su debilidad con palabras de prudencia; muchas veces había tenido
que detenerse a descansar durante el día. Y en aquella habitación, dobló el
cuerpo para sentarse una vez más, y el Sol cayó lentamente mucho más lejos que Quiebracielos, pero más visible, al
menos por unos momentos.
Las sombras comenzaron a manchar el
dormitorio cuando Vandrine por fin habló.
—Llama a la anciana Huinsa. Necesito
levantarme —dijo.
—Puedo ayudarte yo —dijo Rómak, poniéndose
en pie.
—No deseo la ayuda de un hombre para lo que
necesito hacer ahora. Ve.
Rómak comprendió, y salió de allí
sintiéndose un tanto avergonzado, y después se avergonzó por haberse
avergonzado ante una mujer. Sin embargo, Vandrine era una noble guerrera que
bien podría haber blandido el metal por mucho más tiempo que él, aunque en sus
manos hubiera tenido otra utilidad. Habló con Huinsa y luego continuó pensando.
«Aunque si no fuera por los herreros, las guerras se harían con piedras y palos
de madera», se dijo en el pensamiento, ceñudo. «¿Quién habrá podido forjar
semejante martillo? ¿Cuántos años habrán pasado desde su creación?».
El día llegó a su fin, dando paso a un
martes muy semejante a su predecesor, y a otros tantos días en cuyas horas
Rómak y Vandrine hallaron recuperación. El herrero colaboró en los quehaceres
de Héleho en cuanto tuvo energías; solía salir a cazar o a vigilar los alrededores
de la aldea, y se sintió muy satisfecho (aunque también desesperado como una
madre que descubre el dormitorio desordenado de un hijo) cuando lo condujeron a
la pequeña forja del pueblo. Hacía mucho que no se usaba, y como los vecinos
tenían prohibido portar armas y los guardias no sabían forjarlas, pues las
espadas y demás eran proveídas por la ciudad de Trénguel, el edificio estaba
tan sucio como apagado el fuego del gran horno.
Pero Rómak se encargó de darle vida, aunque
no pensaba quedarse allí mucho tiempo. Cuando hablaba con Vandrine, esta le
expresaba su desazón, sus ansias de salir en busca de su preciada arma, su odio
hacia el reino. Y aunque el herrero compartía aquel sentimiento y parte de su
inquietud, la carga de sus palabras se hacía tan pesada para su corazón que
solo a martillazos podía liberarla. El repiqueteo metálico provocado por la
fuerza de su brazo era para él sanación, el ardor del fuego, las sombras en su
inquieto juego, una evocadora canción. Aquello era el respirar para su alma, a
pesar de las manchas de carbón, y sobre el lento goteo de su lluvia de sudor,
pensó, y recordó las cosas dejadas atrás, más allá de sus más recientes
andanzas. Allá donde perseguía un sueño, donde forjaba su camino amoldando el
hierro. No obstante, aún no había llegado la hora de retomar aquella senda,
bien lo temía en su corazón. «Recuperar el martillo, alcanzar a Banron… ¿Qué
haré a continuación?», pensaba muchas veces.
Sin embargo, muchas veces las decisiones no
dependen solo de las previsiones personales, sino de los giros que la vida
impone en cada camino. Así lo descubrieron Rómak y todos los habitantes de
Hélelo una semana después de aquel lunes de celebración. El herrero ya se había
recuperado, y Vandrine tenía fuerzas para caminar de vez en cuando. Bien tuvo
que andar cuando se dio la voz de alarma, anunciando que un ejército ascendía
por el Camino de la Pena. Los aldeanos se sintieron de inmediato asustados a
pesar de las armas que poseían.
—¡Disparad flechas por encima de las
murallas! ¡No dejéis que se acerquen a la puerta! —gritaba Vandrine, quien ya
se había puesto al mando de la hueste pueblerina.
—Ojalá hubiera fabricado más flechas
—murmuró Rómak—, no serán suficientes.
Los dardos volaron, como ordenó la guerrera,
pero también se cumplieron los murmullos de Rómak, y la lluvia de hierro y
madera encontró pronto final. Las gentes se dedicaron entonces a apuntalar la
puerta con tablas y carros, mas los gritos de alerta de quienes estaban
asomados no cesaban; el ejército del reino no se detenía, y apenas había
sufrido bajas.
Rómak corrió a asomarse también, dejando
atrás a una rabiosa Vandrine que ya sostenía una maza en alto como si
enfrentara a un enemigo. Ella avanzó detrás de él, pero no se apoyó en uno de
los carruajes para mirar; y quizá fue una buena decisión, pues habría perdido
el control de sí misma.
Al frente del ejército armado avanzaba un
hombre delgado y de mirada decidida, portando los colores rosados del reino
sobre su brillante cota de malla, y con un espectacular martillo en su mano
derecha. Rómak creyó reconocerlo, pero no albergó duda alguna cuando aquel
capitán aporreó la puerta, que se desmigajó como si estuviera hecha de hojas
secas. Los aldeanos gritaron y los que miraban por encima de la muralla
saltaron hacia atrás, inquietos. Rómak corrió junto a Vandrine, cuyos ojos
parecían a punto de salir disparados desde su rostro.
—Nos han traído a Quiebracielos —le dijo el herrero.
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