Puerta al sur, capítulo 3 - El sonido del metal

Imagen: https://zanariya.deviantart.com/art/Blacksmith-s-Shop-413036759

   Rómak se arrodilló junto a Vandrine, mirando a una y otra herida de flecha, hasta que escogió una de las saetas y la agarró con firmeza, aunque no tiró de inmediato. En lugar de hacerlo, observó a su alrededor, a la gente que ya había salido de sus casas y se dirigía a ellos.
   —Quiebracielos… —murmuró la mujer, cuyas palabras fueron arrasadas por una expresión de dolor.
   —Ya lo recuperaremos —dijo Rómak.
   —¿Cómo se encuentra la valiente guerrera? —dijo una mujer entre las personas que se habían acercado.
   —Está herida. Quisiera llevarla a una casa donde poder quitarle las flechas con seguridad —dijo Rómak.
   No fueron pocos los ofrecimientos que recibió, y también le prestaron ayuda para cargarla; de hecho, él no pudo hacerse cargo de aquella tarea, pues sus esfuerzos en la batalla le pesaron entonces en el cuerpo. Él también necesitaría sanación.

   Sin embargo, las heridas de Vandrine eran las más graves en aquella hora. Reposaba en la casa de una pareja de ancianos, quienes disponían de una cama vacía desde que el reino les arrebatara a su joven hija. Rómak yacía en el suelo fuera del dormitorio, y varias personas que no eran de la familia se tomaban la libertad de entrar y salir del edificio, trayendo alimentos o consejos sobre curación. Unas jóvenes (que no interesaban al reino por carecer de belleza, según su juicio) habían extraído las flechas, después de desvestir a la guerrera, bajo las órdenes de una mujer que decía haber sido cazadora.
   A pesar de que la mayoría de las atenciones eran dirigidas a Vandrine, a Rómak también se le ofreció ayuda, aunque solo aceptó infusiones, ocultando el verdadero origen de su mal. Lo único que pidió fue poder lavarse el cuerpo. Los ancianos dueños de la casa no se lo negaron, y fue así cómo el herrero descubrió el estado de la quemadura que le había hecho el ser diabólico. Se sorprendió al ver que no era mucho más que piel enrojecida, con algunos puntos más oscuros que aún le provocaban escozor, y le alivió creer que pronto podría despedirse de aquella preocupación.  

   Al día siguiente despertó sintiendo que las horas de sueño se habían agotado con demasiada rapidez. Recordaba haberse acostado a pensar, y que había pensado durante largo rato, tanto, que las ideas habían logrado desprenderse de su mano para saltar al bando de los incontrolables sueños, que le mostraron altas montañas y a una Vandrine a la que miraba con deseo. Se sintió incómodo pensando tales cosas en aquella casa, contigua al hogar de la pareja de ancianos, en la que vivía un hombre barbudo que carraspeaba más que hablaba, y que había accedido a acoger a Rómak solo por cortesía.
   Por eso el herrero no le dirigió la palabra antes de abandonar la casa, y se atrevió a pedir un poco de agua como desayuno en la casa de los ancianos. Ellos le dieron pan y un trozo de queso.
   —Ahora que no están los guardias podemos volver a comer estos alimentos. Compartirlos con quien lo merece nos hace felices —dijo la mujer de la pareja, llamada Huinsa.
   —Sí, sí, hay que comerlos mientras se pueda —dijo el marido—. Quién sabe cuándo volverán esos maleantes. ¿Y los campos? Hoy es lunes, debería haber alguien trabajando. ¡Ya verás como todos se olvidan del trabajo!
   —Ay, Mándel, ¿y qué quieres? ¿Que nos manden a los huertos con el látigo y los palos, como antes? —le preguntó su esposa.
   —¡Bah! Eso no, pero aquí siempre se ha trabajado, y no debería dejarse de hacer.
   —Señor, no se ponga así por un día más de descanso —dijo Rómak, y luego su voz se tornó triste—. Es posible que pronto vengan menos de los que un trabajador afanoso pueda desear.
   —Eso es cierto —dijo Huinsa tras unos instantes de silencio—. Pero bueno, vamos a ver si la muchacha que venía contigo está mejor. Yo creo que sí, anoche abrió los ojos para comerse un poco de sopa.
   Rómak y la anciana entraron en la habitación en la que descansaba Vandrine mientras Mándel se acercaba silencioso a una ventana, y miraba a través del cristal. La guerrera también miraba al cristal de su cuarto, aunque lo hacía con el cuerpo en horizontal, como si solo su cabeza estuviera despierta. Una sábana amarillenta la cubría hasta el cuello, y solo movió los ojos cuando entraron los otros.
   —No puedo sentarme sin ayuda —dijo—. La herida en la espalda me lo impide.
   —Tardarás en recuperarte —le dijo Rómak—. ¿Qué haremos?
   Vandrine llevó sus ojos al techo, y suspiró ligeramente.
   —¿Respecto al pueblo, respecto al martillo? ¿Respecto al reino? En ninguna pregunta veo esperanza —dijo.
   —Te voy a traer una taza de té, a ver si se te quitan los malos pensamientos —dijo Huinsa antes de salir de la habitación con paso rápido.
   —Ni siquiera sé en qué dirección huyó el maldito que se llevó a Quiebracielos —dijo Vandrine—. Puede haber ido hacia Rhodea, en el norte, o a Trénguel, en el sur. O puede que haya despertado en él la codicia y desee quedarse el arma. Mi martillo está perdido.
   —Trataré de averiguar algo. Alguien tiene que haberlo visto huir —dijo Rómak.
   —Sí, ve y pregunta, y diles que vigilen. No tardarán muchos días en regresar, pero yo ya no tendré mi arma —dijo Vandrine con una voz nada alegre.  
   Rómak la dejó sola antes de que Huinsa regresara, y al cruzarse con la mujer fuera de la habitación, esta lo miró con un «¿dónde vas?» en los ojos, al que el herrero respondió con un simple gesto. La anciana negó con la cabeza y entró en el cuarto con un tazón de té humeante mientras Rómak salía de la casa.  

   Afuera había niños corriendo y saltando como hacía días que Héleho no veía. Muchos adultos estaban sentados a la sombra de las casas o en los umbrales de las puertas, o asomados a las ventanas charlando con otros vecinos. Rómak llegó pronto a la puerta en la muralla, y después de lo que había observado durante el camino, se sorprendió al ver que había vigilancia. Varios hombres habían tomado las armas de los soldados vencidos por Vandrine y caminaban de un lado a otro ante el portón, o charlaban en voz baja. Uno de ellos, subido a un carro que habían puesto junto a la pared de madera, asomaba la cabeza y hablaba con alguien que vigilaba en el exterior.
   Rómak se acercó a aquellos hombres, quienes lo recibieron con alegría y algunas palmadas en los hombros, y preguntó por el soldado que había huido portando el martillo. Los habitantes de Héleho se miraron los unos a los otros.
   —Creo que nadie sabe a dónde fue, amigo —dijo uno de ellos—. Sabemos que salió de la aldea, pero no hacia dónde corrió después.
   —Que venga ahora —dijo uno de los más jóvenes, hablando con otro—. Si se atreve a pasar por aquí…
   —Está bien, gracias —dijo Rómak, disgustado—. Iré a preguntar a los demás, por si alguien lo vio.
   —No creo yo eso —dijo el mismo—. En ese momento estábamos todos observando la pelea, y algunos ni se asomaron de lo asustados que estaban. Pero ojalá tengas suerte, amigo. Hasta más ver.
   El herrero se despidió y fue en busca de alguna noticia, mas tardó largo rato en percatarse de lo ciertas que eran las sospechas de aquel vigilante con quien había hablado, pues nadie sabía del soldado. Decepcionado, no se atrevió a regresar junto a Vandrine hasta bien entrada la tarde.

   Un profundo silencio fue la respuesta que dio la guerrera a las nuevas traídas por Rómak. El herrero suspiró, pensando en salir a buscar el arma de dragón por su cuenta, pero una voz en su interior le hizo recordar su debilidad con palabras de prudencia; muchas veces había tenido que detenerse a descansar durante el día. Y en aquella habitación, dobló el cuerpo para sentarse una vez más, y el Sol cayó lentamente mucho más lejos que Quiebracielos, pero más visible, al menos por unos momentos.
   Las sombras comenzaron a manchar el dormitorio cuando Vandrine por fin habló.
   —Llama a la anciana Huinsa. Necesito levantarme —dijo.
   —Puedo ayudarte yo —dijo Rómak, poniéndose en pie.
   —No deseo la ayuda de un hombre para lo que necesito hacer ahora. Ve.
   Rómak comprendió, y salió de allí sintiéndose un tanto avergonzado, y después se avergonzó por haberse avergonzado ante una mujer. Sin embargo, Vandrine era una noble guerrera que bien podría haber blandido el metal por mucho más tiempo que él, aunque en sus manos hubiera tenido otra utilidad. Habló con Huinsa y luego continuó pensando. «Aunque si no fuera por los herreros, las guerras se harían con piedras y palos de madera», se dijo en el pensamiento, ceñudo. «¿Quién habrá podido forjar semejante martillo? ¿Cuántos años habrán pasado desde su creación?».

   El día llegó a su fin, dando paso a un martes muy semejante a su predecesor, y a otros tantos días en cuyas horas Rómak y Vandrine hallaron recuperación. El herrero colaboró en los quehaceres de Héleho en cuanto tuvo energías; solía salir a cazar o a vigilar los alrededores de la aldea, y se sintió muy satisfecho (aunque también desesperado como una madre que descubre el dormitorio desordenado de un hijo) cuando lo condujeron a la pequeña forja del pueblo. Hacía mucho que no se usaba, y como los vecinos tenían prohibido portar armas y los guardias no sabían forjarlas, pues las espadas y demás eran proveídas por la ciudad de Trénguel, el edificio estaba tan sucio como apagado el fuego del gran horno.
   Pero Rómak se encargó de darle vida, aunque no pensaba quedarse allí mucho tiempo. Cuando hablaba con Vandrine, esta le expresaba su desazón, sus ansias de salir en busca de su preciada arma, su odio hacia el reino. Y aunque el herrero compartía aquel sentimiento y parte de su inquietud, la carga de sus palabras se hacía tan pesada para su corazón que solo a martillazos podía liberarla. El repiqueteo metálico provocado por la fuerza de su brazo era para él sanación, el ardor del fuego, las sombras en su inquieto juego, una evocadora canción. Aquello era el respirar para su alma, a pesar de las manchas de carbón, y sobre el lento goteo de su lluvia de sudor, pensó, y recordó las cosas dejadas atrás, más allá de sus más recientes andanzas. Allá donde perseguía un sueño, donde forjaba su camino amoldando el hierro. No obstante, aún no había llegado la hora de retomar aquella senda, bien lo temía en su corazón. «Recuperar el martillo, alcanzar a Banron… ¿Qué haré a continuación?», pensaba muchas veces.

   Sin embargo, muchas veces las decisiones no dependen solo de las previsiones personales, sino de los giros que la vida impone en cada camino. Así lo descubrieron Rómak y todos los habitantes de Hélelo una semana después de aquel lunes de celebración. El herrero ya se había recuperado, y Vandrine tenía fuerzas para caminar de vez en cuando. Bien tuvo que andar cuando se dio la voz de alarma, anunciando que un ejército ascendía por el Camino de la Pena. Los aldeanos se sintieron de inmediato asustados a pesar de las armas que poseían.  
   —¡Disparad flechas por encima de las murallas! ¡No dejéis que se acerquen a la puerta! —gritaba Vandrine, quien ya se había puesto al mando de la hueste pueblerina.
   —Ojalá hubiera fabricado más flechas —murmuró Rómak—, no serán suficientes.
   Los dardos volaron, como ordenó la guerrera, pero también se cumplieron los murmullos de Rómak, y la lluvia de hierro y madera encontró pronto final. Las gentes se dedicaron entonces a apuntalar la puerta con tablas y carros, mas los gritos de alerta de quienes estaban asomados no cesaban; el ejército del reino no se detenía, y apenas había sufrido bajas.
   Rómak corrió a asomarse también, dejando atrás a una rabiosa Vandrine que ya sostenía una maza en alto como si enfrentara a un enemigo. Ella avanzó detrás de él, pero no se apoyó en uno de los carruajes para mirar; y quizá fue una buena decisión, pues habría perdido el control de sí misma.
   Al frente del ejército armado avanzaba un hombre delgado y de mirada decidida, portando los colores rosados del reino sobre su brillante cota de malla, y con un espectacular martillo en su mano derecha. Rómak creyó reconocerlo, pero no albergó duda alguna cuando aquel capitán aporreó la puerta, que se desmigajó como si estuviera hecha de hojas secas. Los aldeanos gritaron y los que miraban por encima de la muralla saltaron hacia atrás, inquietos. Rómak corrió junto a Vandrine, cuyos ojos parecían a punto de salir disparados desde su rostro.
   —Nos han traído a Quiebracielos —le dijo el herrero.

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