Puerta al sur, capítulo 1 - Una cura ponzoñosa

Imagen: skinnymoose.com

   Despertó tratando de perseguir el aire como si hubiera pasado demasiado tiempo con la cabeza hundida en las aguas de un río profundo. Un río de caudal inquieto que parecía haber sacudido hasta sus entrañas, pues la debilidad lo hizo sentirse mareado. Un amago por levantarse halló pronto final, y solo cierta premura lo forzó a mantener los ojos abiertos a un cielo claro por el que mediodía se había escurrido ya. Era un sonido lo que engendraba aquella prisa en él: el ruido de una batalla cercana. Unas voces profundas se alzaban imponentes ante gritos de valía menguada, y los aceros no dejaban de increparse unos a otros, formando parte de dos bandos con opiniones muy dispares. Rómak recordó pronto a sus compañeros, y conociéndolos, solo pudo imaginar que pasaban otro apuro. «¡Había guardias!», pensó, y luego hizo un esfuerzo por sentarse. «Debo ayudar a esos patanes». Un escalofrío estremeció su brazo derecho, y al mirarlo se percató de que había una pequeña flecha clavada cerca del hueso. No puso demasiado cuidado en arrancarla, dejándose llevar por un repentino soplo de ira; aunque se arrepintió de inmediato al ver que la sangre insistió en escapar por la hendedura en su piel.
   Trató en vano de taponar la herida con una mano, luego resolvió quitarse la camisa con presteza para enrollar la tela alrededor del brazo y apretar. Aquello otorgó a la prenda un tinte rojo oscuro, pero al menos impidió que la sangre fuera más allá. Rómak respiró con algo de alivio, y entonces se percató de que la batalla que ardía cerca había cesado. También se dio cuenta de que alguien se acercaba a él con pasos pesados, pues oyó el suelo siendo rasgado por unas botas. Se giró con inquietud para ver de quién se trataba, y así descubrió los cuerpos muertos de varios soldados humanos, caballos fuera de la carretera, y a unos enanos barbudos que lo miraban; dos de ellos estaban muy cerca.
   —¿Y tú quién eres? ¿Venías con ellos? —dijo uno de los enanos, malhumorado. Tenía un acento ronco que hacía énfasis en las erres, y el hacha levantada aún.
   —No, yo no venía con ellos —dijo Rómak, levantando las manos—. Mis compañeros eran otros… otros humanos.
   Recordó que Banron y Frénehal habían huido, creyéndolo muerto. De hecho, él mismo había creído que moría bajo el peso de la enfermedad y la mordedura del dardo venenoso. Lo que ignoraba era que aquel veneno había supuesto la cura para su extraño mal, no en vano provenía de un demonio.
   —Aquí no había más humanos que esos bastardos, ladrones de mercancías —dijo el enano, con el mismo acento—. ¿No serás un soldado herido al que transportaban?
   —Yo no soy un soldado, solo tengo un garrote y no porto armadura —dijo el humano, buscando su arma. Pero no la levantó por temor a provocar a aquellos enanos—. Mis compañeros me abandonaron, creyéndome muerto —los enanos dejaron escapar un bufido de desaprobación—. Yo mismo les dije que se fueran.
   —Bueno, pues si no tienes nada que ver con esos de ahí —dijo el otro enano, señalando a los humanos muertos— baja del carro y continúa con tus asuntos.
   —El carro es nuestro —dijo el de al lado antes de que Rómak replicara.
   El humano se sintió un tanto miserable, pero no vio otra salida. Recogió su garrote y lo dejó caer a un lado del carro, luego bajó con dificultad. Uno de los enanos llamó al resto de sus congéneres, quienes se acercaron al trote. No tardaron en comenzar a preparar la partida.
   —¿A dónde os dirigís? —preguntó Rómak entonces. La respuesta tardó en llegar.
   —De vuelta al hogar —fue lo que dijo uno de los enanos.
   —¿Quién os robó lo que había en este carro?
   —Humanos. ¡Soldados de tu reino! —dijo otro enano, molesto—. Las negociaciones con estas tierras no irán muy bien a partir de ahora.
   —Más bien han terminado —añadió otro.
   —Lo lamento —dijo Rómak—. El nuevo rey ha cambiado muchas cosas, para mal…
   Solo recibió gruñidos de asentimiento como respuesta, y no quiso hablarles más. El herrero se quedó allí de pie, observando cómo algunos enanos se subían al carruaje mientras otros dos ataban un caballo a las riendas. Había unos ocho de aquella raza de las montañas, y Rómak los vio partir sin que hubiera despedida alguna, aunque dejaron a los caballos de los guardias donde estaban, así como los cuerpos y las armas.  

   «Y bien, ¿a dónde habré de dirigirme ahora? Esto era el Camino de la Pena, es cierto», pensó, mientras miraba la calzada empedrada. Llevó sus ojos hacia el norte, la dirección que sus compañeros habían seguido, y negó con la cabeza. Luego miró hacia el sur, pero la carretera se perdía pronto detrás de una curva, aunque reaparecía más allá ascendiendo levemente por las tierras de Loma Roja. «Debo alcanzar a esos dos», pensó. «Banron no estará a salvo en compañía de Frénehal». Se acercó a uno de los dóciles caballos con decisión, mas detuvo su cuerpo antes de montar. «Aunque fue una grata casualidad encontrarme con esos enanos. Los mejores forjadores de armas… Echo en falta el calor de una fragua». Sacudió la cabeza y se quedó mirando a los soldados caídos, la idea de usar una de aquellas cotas de malla le pareció buena. Cuando al fin montó en el caballo, llevaba puesta una de las protecciones y un yelmo; el tacto del acero sobre su piel era frío, pero estaba más dispuesto a soportarlo que a ir descamisado.
   La bestia empezó pronto a trotar, y casi al mismo tiempo, Rómak se sintió mal. Había olvidado sus heridas como un enfermo que abre los ojos por primera vez en varios días, creyendo que lo peor ha quedado atrás solo para descubrir que no es del todo así. De todas maneras, mantuvo al caballo en marcha, aunque no le permitió que acelerara el paso. Se llevó una mano al costado, recordando la herida sufrida por las llamas de aquel monstruo que los había engañado; una expresión de dolor arrugó su rostro, mas no quiso ver en qué estado se encontraba la piel.
   Siguió avanzando por el Camino de la Pena, aunque le costaba mantener la cabeza erguida. Le preocupaba avanzar al descubierto, le preocupaba no ser capaz de alcanzar a sus compañeros, le preocupaba su vitalidad, le preocupaban los enanos. Pronto, todas aquellas cosas tuvieron demasiado peso en su corazón, y no pudo esperar a que anocheciese para detenerse. Llevó al caballo a un lado del camino, y desmontó sintiendo que iba a expulsar hasta sus entrañas por la boca. Tendido en el suelo, necesitó un largo rato para hacer desaparecer tal sensación. «Me temo que me quedaré aquí un tiempo», pensó.
   Y así fue, aunque logró aunar fuerzas para arrastrarse unas cuantas yardas que lo alejaran del camino, llamando al caballo para que lo siguiera. Se tumbó tras unos arbustos, sobre el costado sano, y encogió su estómago mientras echaba el yelmo a un lado. No podría alcanzar a sus compañeros si no recobraba las fuerzas.

   Sin embargo, el cansancio lo abrumó y arrastró su cuerpo debilitado al sueño. En las sombras de la inconsciencia vio imágenes y escuchó voces, palabras que recordaba y otras que resonaban en su pensamiento, y algunas que persistían más allá de su voluntad, más allá de las fronteras de la somnolencia. Como si fuera un borracho sin ánimo ni responsabilidad, entreabrió los ojos con la boca medio abierta, solo para cerciorarse de que nadie lo molestaba en la oscuridad de la joven noche. Pero había comprendido mal el origen de aquellas palabras, pues habían sido reales.
   —¡Eh! ¡Oye, tú! —decía la voz.
   —¿Qué..? —balbuceó Rómak con cansancio, aunque su sentido de alerta tardó más en despertar—. ¿Quién eres?
   —¿Y tú? ¿Acaso andas mendigando, o tu borrachera te sacó de algún poblado tras un día de trabajo? —dijo, y Rómak pudo distinguir que aquella persona era una mujer.
   —Estoy herido —fue lo único que pudo decir el herrero.
   —Ya, ya veo… —dijo la mujer, y pareció llevarse una mano a la cintura, donde pendía un arma—. Y dime, ¿cuál es tu oficio?
   —Herrero… Aunque hace tiempo que no forjo nada —contestó, arrastrándose para alejarse un poco.
   —¿Por qué vistes pues como un guardia? O al menos con parte de su atuendo. ¡Habla! Los siervos del rey no deben tener secretos para mí —dijo, ahora con tono amenazador.  
   —Yo no sirvo al actual rey —dijo Rómak, molesto. Aunque luego pensó que aquellas palabras podrían perjudicarle.
   —¿No? Levanta, pues, o no creo que sobrevivas mucho tiempo. Me dirijo a una aldea cercana, y allí podrías sanar como es debido.
   —Gracias —dijo Rómak, aunque al instante se sintió preocupado—. Pero… debo encontrar a unos compañeros. ¿No has visto a dos hombres en el camino?
   —No, al menos hoy —dijo la mujer—. ¿Pero, no entiendes que en tu estado no podrás alcanzar a nadie? Monta ya en el caballo y sígueme, sea cual sea tu lugar de procedencia. El camino revelará quién eres.

   Rómak sintió amargura ante la verdad de sus palabras, mas pudo sacar fuerzas de la impotencia, y erguir su cuerpo. La cabeza suponía un peso aún más grande, un último esfuerzo que le llevó a distinguir el rostro de la mujer; así descubrió que se trataba de aquella guerrera que se había cruzado con él y con Banron a las puertas de Tilarce. La antigua soldado de la Guardia Real, la que poseía un martillo capaz de destrozar todo cuanto golpeaba. 

Comentarios

Entradas populares