Puerta al sur, capítulo 1 - Una cura ponzoñosa
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Despertó
tratando de perseguir el aire como si hubiera pasado demasiado tiempo con la
cabeza hundida en las aguas de un río profundo. Un río de caudal inquieto que
parecía haber sacudido hasta sus entrañas, pues la debilidad lo hizo sentirse
mareado. Un amago por levantarse halló pronto final, y solo cierta premura lo
forzó a mantener los ojos abiertos a un cielo claro por el que mediodía se
había escurrido ya. Era un sonido lo que engendraba aquella prisa en él: el
ruido de una batalla cercana. Unas voces profundas se alzaban imponentes ante gritos
de valía menguada, y los aceros no dejaban de increparse unos a otros, formando
parte de dos bandos con opiniones muy dispares. Rómak recordó pronto a sus
compañeros, y conociéndolos, solo pudo imaginar que pasaban otro apuro. «¡Había
guardias!», pensó, y luego hizo un esfuerzo por sentarse. «Debo ayudar a esos
patanes». Un escalofrío estremeció su brazo derecho, y al mirarlo se percató de
que había una pequeña flecha clavada cerca del hueso. No puso demasiado cuidado
en arrancarla, dejándose llevar por un repentino soplo de ira; aunque se
arrepintió de inmediato al ver que la sangre insistió en escapar por la
hendedura en su piel.
Trató en vano de taponar la herida con una
mano, luego resolvió quitarse la camisa con presteza para enrollar la tela
alrededor del brazo y apretar. Aquello otorgó a la prenda un tinte rojo oscuro,
pero al menos impidió que la sangre fuera más allá. Rómak respiró con algo de alivio,
y entonces se percató de que la batalla que ardía cerca había cesado. También
se dio cuenta de que alguien se acercaba a él con pasos pesados, pues oyó el
suelo siendo rasgado por unas botas. Se giró con inquietud para ver de quién se
trataba, y así descubrió los cuerpos muertos de varios soldados humanos,
caballos fuera de la carretera, y a unos enanos barbudos que lo miraban; dos de
ellos estaban muy cerca.
—¿Y tú quién eres? ¿Venías con ellos? —dijo
uno de los enanos, malhumorado. Tenía un acento ronco que hacía énfasis en las
erres, y el hacha levantada aún.
—No, yo no venía con ellos —dijo Rómak,
levantando las manos—. Mis compañeros eran otros… otros humanos.
Recordó que Banron y Frénehal habían huido,
creyéndolo muerto. De hecho, él mismo había creído que moría bajo el peso de la
enfermedad y la mordedura del dardo venenoso. Lo que ignoraba era que aquel
veneno había supuesto la cura para su extraño mal, no en vano provenía de un
demonio.
—Aquí no había más humanos que esos
bastardos, ladrones de mercancías —dijo el enano, con el mismo acento—. ¿No
serás un soldado herido al que transportaban?
—Yo no soy un soldado, solo tengo un garrote
y no porto armadura —dijo el humano, buscando su arma. Pero no la levantó por
temor a provocar a aquellos enanos—. Mis compañeros me abandonaron, creyéndome
muerto —los enanos dejaron escapar un bufido de desaprobación—. Yo mismo les
dije que se fueran.
—Bueno, pues si no tienes nada que ver con
esos de ahí —dijo el otro enano, señalando a los humanos muertos— baja del
carro y continúa con tus asuntos.
—El carro es nuestro —dijo el de al lado
antes de que Rómak replicara.
El humano se sintió un tanto miserable, pero
no vio otra salida. Recogió su garrote y lo dejó caer a un lado del carro,
luego bajó con dificultad. Uno de los enanos llamó al resto de sus congéneres,
quienes se acercaron al trote. No tardaron en comenzar a preparar la partida.
—¿A dónde os dirigís? —preguntó Rómak
entonces. La respuesta tardó en llegar.
—De vuelta al hogar —fue lo que dijo uno de
los enanos.
—¿Quién os robó lo que había en este carro?
—Humanos. ¡Soldados de tu reino! —dijo otro
enano, molesto—. Las negociaciones con estas tierras no irán muy bien a partir
de ahora.
—Más bien han terminado —añadió otro.
—Lo lamento —dijo Rómak—. El nuevo rey ha
cambiado muchas cosas, para mal…
Solo recibió gruñidos de asentimiento como
respuesta, y no quiso hablarles más. El herrero se quedó allí de pie,
observando cómo algunos enanos se subían al carruaje mientras otros dos ataban un
caballo a las riendas. Había unos ocho de aquella raza de las montañas, y Rómak
los vio partir sin que hubiera despedida alguna, aunque dejaron a los caballos
de los guardias donde estaban, así como los cuerpos y las armas.
«Y bien, ¿a dónde habré de dirigirme ahora?
Esto era el Camino de la Pena, es cierto», pensó, mientras miraba la calzada
empedrada. Llevó sus ojos hacia el norte, la dirección que sus compañeros
habían seguido, y negó con la cabeza. Luego miró hacia el sur, pero la
carretera se perdía pronto detrás de una curva, aunque reaparecía más allá
ascendiendo levemente por las tierras de Loma Roja. «Debo alcanzar a esos dos»,
pensó. «Banron no estará a salvo en compañía de Frénehal». Se acercó a uno de
los dóciles caballos con decisión, mas detuvo su cuerpo antes de montar. «Aunque
fue una grata casualidad encontrarme con esos enanos. Los mejores forjadores de
armas… Echo en falta el calor de una fragua». Sacudió la cabeza y se quedó
mirando a los soldados caídos, la idea de usar una de aquellas cotas de malla
le pareció buena. Cuando al fin montó en el caballo, llevaba puesta una de las
protecciones y un yelmo; el tacto del acero sobre su piel era frío, pero estaba
más dispuesto a soportarlo que a ir descamisado.
La bestia empezó pronto a trotar, y casi al
mismo tiempo, Rómak se sintió mal. Había olvidado sus heridas como un enfermo que
abre los ojos por primera vez en varios días, creyendo que lo peor ha quedado
atrás solo para descubrir que no es del todo así. De todas maneras, mantuvo al
caballo en marcha, aunque no le permitió que acelerara el paso. Se llevó una
mano al costado, recordando la herida sufrida por las llamas de aquel monstruo
que los había engañado; una expresión de dolor arrugó su rostro, mas no quiso
ver en qué estado se encontraba la piel.
Siguió avanzando por el Camino de la Pena,
aunque le costaba mantener la cabeza erguida. Le preocupaba avanzar al
descubierto, le preocupaba no ser capaz de alcanzar a sus compañeros, le
preocupaba su vitalidad, le preocupaban los enanos. Pronto, todas aquellas
cosas tuvieron demasiado peso en su corazón, y no pudo esperar a que
anocheciese para detenerse. Llevó al caballo a un lado del camino, y desmontó
sintiendo que iba a expulsar hasta sus entrañas por la boca. Tendido en el
suelo, necesitó un largo rato para hacer desaparecer tal sensación. «Me temo
que me quedaré aquí un tiempo», pensó.
Y así fue, aunque logró aunar fuerzas para
arrastrarse unas cuantas yardas que lo alejaran del camino, llamando al caballo
para que lo siguiera. Se tumbó tras unos arbustos, sobre el costado sano, y
encogió su estómago mientras echaba el yelmo a un lado. No podría alcanzar a
sus compañeros si no recobraba las fuerzas.
Sin embargo, el cansancio lo abrumó y
arrastró su cuerpo debilitado al sueño. En las sombras de la inconsciencia vio
imágenes y escuchó voces, palabras que recordaba y otras que resonaban en su
pensamiento, y algunas que persistían más allá de su voluntad, más allá de las
fronteras de la somnolencia. Como si fuera un borracho sin ánimo ni
responsabilidad, entreabrió los ojos con la boca medio abierta, solo para
cerciorarse de que nadie lo molestaba en la oscuridad de la joven noche. Pero
había comprendido mal el origen de aquellas palabras, pues habían sido reales.
—¡Eh! ¡Oye, tú! —decía la voz.
—¿Qué..? —balbuceó Rómak con cansancio,
aunque su sentido de alerta tardó más en despertar—. ¿Quién eres?
—¿Y tú? ¿Acaso andas mendigando, o tu
borrachera te sacó de algún poblado tras un día de trabajo? —dijo, y Rómak pudo
distinguir que aquella persona era una mujer.
—Estoy herido —fue lo único que pudo decir
el herrero.
—Ya, ya veo… —dijo la mujer, y pareció
llevarse una mano a la cintura, donde pendía un arma—. Y dime, ¿cuál es tu
oficio?
—Herrero… Aunque hace tiempo que no forjo
nada —contestó, arrastrándose para alejarse un poco.
—¿Por qué vistes pues como un guardia? O al
menos con parte de su atuendo. ¡Habla! Los siervos del rey no deben tener
secretos para mí —dijo, ahora con tono amenazador.
—Yo no
sirvo al actual rey —dijo Rómak, molesto. Aunque luego pensó que aquellas
palabras podrían perjudicarle.
—¿No? Levanta, pues, o no creo que
sobrevivas mucho tiempo. Me dirijo a una aldea cercana, y allí podrías sanar
como es debido.
—Gracias —dijo Rómak, aunque al instante se
sintió preocupado—. Pero… debo encontrar a unos compañeros. ¿No has visto a dos
hombres en el camino?
—No, al menos hoy —dijo la mujer—. ¿Pero, no
entiendes que en tu estado no podrás alcanzar a nadie? Monta ya en el caballo y
sígueme, sea cual sea tu lugar de procedencia. El camino revelará quién eres.
Rómak sintió amargura ante la verdad de sus
palabras, mas pudo sacar fuerzas de la impotencia, y erguir su cuerpo. La
cabeza suponía un peso aún más grande, un último esfuerzo que le llevó a distinguir
el rostro de la mujer; así descubrió que se trataba de aquella guerrera que se
había cruzado con él y con Banron a las puertas de Tilarce. La antigua soldado
de la Guardia Real, la que poseía un martillo capaz de destrozar todo cuanto
golpeaba.
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