Puerta al sur, capítulo 2 - Huesos quebrados
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A
Rómak le costó seguir los enérgicos pasos de Vandrine, quien no le prestó
ninguna ayuda para andar, aunque él la habría rechazado de cualquier modo. Al
menos permitió que llevara a su propio caballo, pues el herrero necesitó de sus
dos manos para sostenerse en más de una ocasión. Mucho esfuerzo tuvo que poner
poco después cuando trató de montar en su cabalgadura, y de no haber sido por
un brebaje que le ofreció la mujer, no habría podido.
—Hecho solo con hierbas y agua —dijo
Vandrine, guardando la garrafa de cuero—. Uno de los secretos reales que sin
duda se perderán.
—¿A qué distancia está esa aldea que
mencionaste? —dijo Rómak cuando por fin logró subirse al caballo.
—A unos dos días, si no hemos de pararnos
muy a menudo para que puedas volver a montar a tu animal —respondió la mujer.
Rómak gruñó, pero ella estaba centrada en
llamar a su propia montura. Hizo que llegara a ella con un agudo silbido, y así
el hombre vio al extraño corcel blanco que se topara con Banron durante su
llegada a Tilarce. Arrugó la boca en una mueca de preocupación y disgusto al
acordarse de su compañero, y comenzó a alejarse de él.
Los dos jinetes cabalgaron sin reservas por
la calzada del Camino de la Pena, pues nada temía Vandrine: era una guerrera muy
diestra y empuñaba aquel poderoso martillo al que llamaba Quiebracielos; Rómak lo miraba con recelo cada vez que aparecía en
su campo de visión. El herrero le habló a ella sobre su viaje, haciéndole
recordar su anterior encuentro, y resultó inevitable que el nombre de Banron
emergiera en la conversación. A Vandrine le pareció esperanzador que hubiera
personas con tanto arrojo (o tanta cabezonería) como para arrastrarse a través
de todo un reino en persecución de aquello tan amado.
—Por tal razón no pude negarme a prestarle
ayuda, y quisiera regresar con él en cuanto me encuentre mejor. A pesar de que
al principio no planeaba acompañarle tanto tiempo —dijo Rómak.
—Tu recuperación me parece lejana aún —le
dijo Vandrine—. ¡Mírate! Y cuando puedas volver a viajar en soledad sin temor a
morir en la primera noche, quizá tu camarada ya se encuentre demasiado lejos.
Rómak bajó la cabeza, pensativo. Y al
hacerlo, tuvo la sensación de que todo a su alrededor temblaba.
—Y quién sabe dónde se habrá metido. ¿En
Rhodea? —añadió la mujer, encogiéndose de hombros.
Poco más hablaron durante el resto de
aquella jornada, en cuya noche, se detuvieron a descansar cerca del camino. Los
caballos se interponían entre ellos, y a pesar de que Rómak insistió en
mantenerse despierto para montar guardia durante unas horas, la debilidad lo
arrastró al sueño y fueron los ojos de Vandrine los únicos que se mantuvieron
abiertos.
Continuaron hacia Héleho, que era su
destino, durante todo aquel día que era el último de abril. Encontraron algún
que otro carruaje de comercio, mas no necesitaron asaltarlo pues Vandrine
poseía provisiones suficientes y se oponía a atacar a los comerciantes, quienes
no solían ser fieles servidores del actual reinado. A los que ella odiaba de
verdad era a los traidores y a los oportunistas que ahora ostentaban cargos
importantes gracias a Ponfacius, y a todos aquellos que seguían sus deseos y
abusaban del pueblo al que una vez habían protegido.
—Y quedan muy pocos ya que se atrevan o sean
capaces de seguir protegiendo a los habitantes de Rósevart —decía mientras
cabalgaba un poco por delante de Rómak—. Yo me atrevo a continuar esa tarea, y
puedo hacerla, así que obraré tanto como me permitan las fuerzas para quebrar
el nuevo reinado.
Rómak la miró, advirtiendo que ella portaba
la misma vestimenta que en aquel primer encuentro días atrás: cota de malla y
guanteletes de metal, botas plateadas y capa gris. El cabello, largo y negro,
se derramaba por su espalda delgada como una catarata de noche deshilachada,
sin llegar a cubrir unos hombros que eran firmes, mas no anchos en exceso. El
herrero pensó que su martillo Quiebracielos
no debía ser muy pesado, y sintió curiosidad por blandirlo y comprobar de qué
estaba hecho.
Pero ni siquiera se molestaría en hacer tal
pregunta. Aún tenía que lidiar con su propio malestar, pues sentía el cuerpo
débil y la quemadura le escocía como si miles de insectos picotearan su piel
una y otra vez; esto le hacía sentir menos hambre y no ayudaba mucho a la hora
de dormir. Sin embargo, era capaz de seguir avanzando, y mantenía su mente
despejada incluso cuando lo invadía la fatiga y se permitía cerrar los ojos
mientras su caballo seguía al de Vandrine. Ella se volvía de cuando en cuando
para comprobar el estado del herrero, y le daba de beber de aquel brebaje (que
era como agua verdosa) unas dos veces por jornada. Hasta que llegaron a Héleho.
Porque, como pudo comprobar Rómak en cuanto
se detuvieron ante la puerta, iba a ser una tarde de muchos afanes a pesar de
que perteneciera a un domingo. Vandrine respondió con un martillazo a la
inquisitiva pregunta del guardia que trató de detenerlos, y el que lo
acompañaba cayó del mismo modo, doblándose por el estómago. El herrero los
miró, advirtiendo cómo se derraba la sangre, aunque enseguida alzó la cabeza
cuando escuchó que la puerta de madera se quebraba. La guerrera entró por el
agujero que había abierto Quiebracielos,
y Rómak la siguió.
Las casas de Héleho eran todas de manera,
víctimas frágiles para aquel martillo irrompible. No había mucha actividad en
la aldea, y el primer guardia que se cruzó en el camino de los asaltantes huyó
despavorido, dejando un trozo de pan atrás.
—Cuidado ahora —le dijo Vandrine a Rómak—.
No espero que luches también, pero sí que le des uso a tus ojos. Mantenme
alerta sobre cualquier enemigo que pueda venir por mi espalda. —A Rómak no le agradó
aquello, y puso la mano sobre la empuñadura de su garrote.
Sin embargo, a pesar de su ceño fruncido, se
dedicó a vigilar mientras Vandrine avanzaba con cuidado, siempre rozando la
pared de algún edificio para cubrirse. Pronto apareció un grupo de soldados, y
la mujer partió sus espadas y sus cascos, sus manos y los huesos que se
interpusieron. No había escudo que pudiera detener a Quiebracielos, ninguna lanza, hacha, maza o espada podía resistir
su envestida. Rómak observaba, un poco absorto, la caída de los metales, y
escuchaba su lamento; pero no olvidaba su propia labor, y también miraba
alrededor.
No obstante, había algo superior a sus
intenciones obrando en aquella aldea. Si bien Vandrine había sido capaz de abrir
grandes heridas en el reino desde que Ponfacius obtuviera la corona, no había
sido ignorada, y sus últimos movimientos no habían permanecido en secreto para
los siervos del rey. Ya sabían que llegaría a Héleho, ya la esperaban a pesar
de que no todos los soldados lo supieran, pues era primordial tomar a la mujer
con la guardia baja; así era que el sacrificio de algunos guerreros entraba en
el plan. Muchos más murieron mientras ella se adentraba en la aldea, acompañada
por un Rómak al que le costaba seguir el ritmo de su ímpetu. Él había liberado
a su arma del cinturón, pero se había limitado a observar cómo la otra
destrozaba a los enemigos y a cualquier obstáculo de piedra o madera que se
interpusiera; las armas de dragón tenían poderes que superaban a cualquier otra
herramienta de batalla.
Hubo un momento en el que Rómak salió del
estado de ensoñación en el que había caído bajo el sonido de los constantes
golpes, y fue para advertir a la guerrera de la presencia de un arquero.
—¡Allá, entre aquellas casas! —dijo Rómak,
señalando unos edificios a su izquierda.
Vandrine miró en aquella dirección y vio al
enemigo lejano, a tiempo de apartarse de la primera saeta. Corrió a refugiarse
detrás de la casa que tenía a sus espaldas, y Rómak la siguió. Sin embargo,
tres soldados los esperaban.
—¡Apartad! —gritó Vandrine, blandiendo a Quiebracielos, cuyo poder convirtió en
vanos los esfuerzos de aquellos hombres.
Un chasquido sobresaltó a Rómak mientras el
tercer soldado caía, y se dio la vuelta para descubrir que había otro arquero
detrás de ellos, pretendiendo acorralarlos. Pero había cometido el error de
intentar alcanzar a Vandrine, a pesar de que el herrero estuviera en medio, lo
que le hizo fallar. Aunque, cuando se volvieron hacia él, levantó otra flecha y
los amenazó. En el callejón apenas cabían dos personas una al lado de la otra,
por lo que Vandrine permaneció detrás de Rómak.
—¡Q-quietos! Al fin te tenemos, rata inmunda
—dijo el soldado, mirando a Vandrine.
Esta no tardó en reaccionar. Empujó a Rómak
hacia delante y casi al mismo tiempo golpeó la pared más cercana con el
martillo, abriendo un gran agujero. Una flecha voló hacia ella mientras
desaparecía, adentrándose en el edificio, y el herrero caía casi a los pies del
guardia. Este maldijo y trató de poner otra flecha en su arco, pero Rómak hizo
acopio de fuerzas y se levantó, aun con dolor, golpeando la barbilla del
enemigo con su garrote. Este cayó de espaldas y sin respiración.
Así Rómak se sintió un poco más enérgico, y
se atrevió a salir del callejón por donde el soldado había tratado de
acorralarlos. Vio a Vandrine salir del edifico, a su derecha, tras hacer
pedazos la puerta, pero no había ningún otro guardia alrededor. Observaron con
cuidado entre cada hogar y en todas las ventanas, mas no había rostro alguno
salvo los de los vecinos que se habían atrevido a asomarse, algunos asustados,
otros esperanzados. Todo fue silencio hasta que Vandrine gritó. Rómak la miró enseguida,
descubriendo que tenía una flecha clavada en una pierna, una flecha que había
salido del mismo hogar que ella. Otro dardo negro emergió de la oscuridad,
clavándose esta vez en su espalda, y el dolor fue tanto que la empujó a
arrodillarse en el suelo. Rómak corrió hacia ella, sin pensar, y la arrastró
lejos de aquel umbral maldito, justo cuando de allí salía otro enemigo.
Este parecía no esperar la presencia del
herrero, pero a él no le importó. Arremetió contra el guardia y le rompió un
brazo con el garrote, golpeándole en la cabeza luego. Se disponía a asestar un
tercer ataque cuando Vandrine volvió a gritar, esta vez con furia, y Rómak se
dio la vuelta a tiempo de descubrir una figura que se alejaba de ella a todo
correr.
—¡Mi maldito martillo! —exclamó, derrotada
por las heridas.
Rómak trató de alcanzar al soldado que había
tomado la preciada arma, pero le fue imposible alcanzarlo en su estado, y tras
unos cuantos pasos solo pudo observarlo marchar. Sin embargo, le preocupaba más
el estado de la mujer, y que pudiera haber más enemigos en Héleho. Regresó a su
lado, hallándola aún con los ojos abiertos y una expresión de fiereza en el
rostro, a pesar de su inmovilidad. Algunos aldeanos se atrevieron a salir de
sus casas en aquel momento.
—¡Los soldados se marchan! ¡Los habéis
expulsado! ¡Gracias! ¡Que no vuelvan! —gritaban hombres y mujeres, acercándose
a ellos.
—Sí, pero ¿a qué precio? —musitó Vandrine,
apretando un puñado de tierra con una de sus manos enguantadas antes de perder
la fuerza en los dedos, y en el resto de su cuerpo.
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