VENTANA AL NORTE 7. MÁS CALOR QUE UN FUEGO


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   Cabalgaron guiados por Rómak hasta que el Sol abandonó los cielos. Entonces acamparon junto a unos robles que se apiñaban alrededor de una especie de túmulo, y el herrero les habló.
   —Bien, Rhodea aún está muy lejos. A unas trescientas cincuenta leguas si fuésemos en línea recta y sorteando cualquier obstáculo —dijo, desanimando a Banron—. Pero nuestro camino será más largo. He pensado que podríamos continuar avanzando hacia el noroeste durante unos diez días más, y luego cambiar el rumbo hacia el norte.
   —¿Cuánto tardaríamos a partir de ahí? —preguntó Banron.
   —Unos nueve días, quizá —dijo el otro.
   —¿Y qué hay en ese camino? ¿Qué veremos? —dijo Frénehal mientras se frotaba las manos con ansia.
   —Presumo que no veremos nada aparte de roca y tierra, árboles y quizá animales. Espero que veamos animales, y agua también —respondió Rómak.
   —¿Qué? ¿Ninguna aldea, ninguna persona? —exclamó Frénehal, consternado—. ¡Nadie a quien robar en tantos días! ¡Nada más que espiar, aparte de vuestros huesudos traseros! ¿Por qué habré aceptado este desdichado trabajo?
   —Porque no se me ocurre nadie mejor que pueda ser de utilidad, por desgracia —dijo Rómak. Y siguieron discutiendo, aunque Banron no los escuchaba. Suspiró al darse cuenta de los muchos días que le restaban al viaje, y se preguntó si viviría lo suficiente, y temió por su esposa y por su hija.
   Al final todos callaron, y poco después se prepararon para dormir. Cuando le llegó el turno a Banron, se acostó con el fardo entre sus brazos, y no porque necesitara del cálido contacto de alguien que reposara junto a él, sino porque aún no confiaba en Frénehal. Sin embargo, este no incordió a ninguno de los hombres, al menos por aquella noche.

   En la mañana ya estaban cabalgando por la dirección que les había dicho Rómak. Pronto pusieron muchas millas entre ellos y el Camino del Alborozo, pero descubrieron que aquellas tierras no eran las ideales para las patas de los caballos. Tuvieron que avanzar despacio a través de muchos terrenos pedregosos, a veces incluso desmontar para llevar a los animales por las riendas, o detenerse a descansar antes de lo esperado.
   A Banron le parecía que el Sol no brillaba con otro propósito que permitirle ver con mayor claridad el angustioso camino que les aguardaba. Pues más allá, hacia el noroeste, el terreno descendía largamente entre numerosos peñascos y árboles solitarios, y había muchas hondonadas e incluso algún barranco. No se veía rastro alguno de ciudades, por mucho que deseara distinguir Rhodea en el horizonte claro. Entonces suspiró.
   —¡Diecinueve días, dijiste! —exclamó de pronto Frénehal, mirando a Rómak—. Embustero, de aquí no saldremos ni en un mes —gimoteó.
   —Es posible —dijo Rómak, ceñudo—, pero te vendrá bien. Le vendrá bien a esa gran barriga tuya.
   —¡No! ¿Cómo va a venirle bien, si la desgastará y consumirá? Nada bueno consume y desgasta, no. Me voy en busca de comida. —Se levantó y se alejó rápidamente de allí, pero los otros no temieron, pues dejó el gran fardo atrás.
   —¿Cómo va a ayudarnos Frénehal? —preguntó Banron—. Es un poco… extraño.
   —Lo es, pero me disgusta hablar de sus maneras. Adelante, ahí tienes sus cosas. Echa un vistazo si quieres averiguarlo.
   Y Banron miró el fardo de Frénehal, pero en su humilde corazón sintió que no sería correcto fisgar ni siquiera en las pertenencias de un ladrón, y lo dejó tal como estaba. De todas maneras, nada le preocupaba más que llegar a Rhodea. Después vería.

   Frénehal regresó más tarde, y recibió una reprimenda por parte de Rómak pues por su culpa se habían demorado un buen rato. No hubo manera de compensar aquella tardanza en unos terrenos tan abruptos, y así, cuando llegó la noche, sintieron que apenas habían avanzado. Por ello se esmeraron cuanto pudieron durante el día siguiente, y a través de los posteriores.
   En el décimo día tras abandonar Tilarce avistaron a una persona, y se sintieron desconcertados, y desconfiaron. Más allá, caminando entre los árboles de una pendiente suave, había una figura vestida con prendas pardas, y parecía que aún no los había visto pues no alteraba su paso.
   —Vamos, vamos a ver —dijo Frénehal con inquietud, adelantando a su cabalgadura sin esperar a los otros.
   —No tan deprisa. ¡Espera, necio! —le dijo Rómak.
   —Ay, como sea un loco, o un ladrón... —musitó Banron—. Aunque, bueno, no sería muy distinto de lo que ya tenemos.
   —¡Es una mujer! —exclamó Frénehal desde no muy lejos, y sin importarle que ella lo escuchara—. ¡Eh, espéranos! ¡¿Qué haces perdida?!
   Y apresuró aún más a su cabalgadura, aunque pronto los otros dos lo alcanzaron y vieron también a la mujer; desmontaron delante de ella. Esta se había detenido a esperarles, y cuando la miraron de cerca vieron que tenía ojos grandes que brillaban en mitad de una cara sucia y manchada de desesperación. Los cabellos eran dorados, aunque enmarañados y teñidos de tierra, y caían sobre unos hombros estrechos que precedían a una hermosa figura. Apenas estaba cubierta por una túnica marrón, pues ni calzado tenía.
   —Cuánto me alegra ver humanos en este paraje inhóspito —dijo—. Mi nombre es Aráede, y conseguí escapar de un carruaje de esclavas, pero me perdí en el camino.
   —¿De un carruaje de esclavas? —se apresuró a decir Banron—. ¿No conocerías a Anbina y a Eredhri?
   —No, no las conocí. Mi casa estaba en Mérindrin, a orillas del río Mitgur.
   —Eso se encuentra a varias millas al oeste de Merena —dijo Rómak—. Otro carro debió tomarla. —Banron bajó la cabeza.
   —Así es, y pude escapar antes de pisar el Camino del Alborozo —dijo Aráede—. ¿A dónde os dirigís? Quisiera más que nada salir de este laberinto de piedras.
   —Vamos camino de una importante misión, ¿quieres venir con nosotros? Y ayudar, sí, podrías ayudar. Y ser parte de nosotros, del grupo, quiero decir —dijo Frénehal, acercándose a ella con una sonrisa. Pero Rómak lo hizo retroceder.
   —Puedes acompañarnos hasta que abandonemos estos parajes —dijo Rómak—. Porque vamos a Rhodea, aunque aún no hablaremos de nuestros asuntos allí.
   —¡Rhodea! —exclamó la mujer—. No entiendo por qué unos hombres libres querrían ir a ese lugar en estos días. Espero que no pretendáis ayudar a la esclavitud.
   —No, eso jamás —dijo Banron—. Al contrario. Tú no te preocupes, salvo por ese de ahí —señaló a Frénehal.
   Pero él no se ofendió; husmeaba los alrededores, aunque siempre con un ojo puesto en la mujer.

   Avanzaron con algo más de lentitud aquel día, conversando, y en la noche Banron fue el primero en montar guardia. Se alejó un poco de los demás para sentarse de espaldas a un tronco desfallecido. Allí permaneció en silencio durante largo rato, luchando contra la somnolencia y recordando, hasta que alguien se acercó a él. El corazón se le agitó y echó mano a la espada mientras retrocedía arrastrándose por el suelo, pero enseguida oyó la voz de Aráede.
   —No te asustes, soy yo —dijo, deteniéndose.
   —Oh, pensé que sería algún bandido, o un oso… Hay tantas cosas peligrosas aquí fuera —dijo Banron mientras regresaba a su sitio.
   —El frío es también un peligro —dijo ella—. Y aunque no estemos en días de invierno, con ropajes tan ligeros me muerde durante la noche.
   —Lo lamento, ojalá encontremos algo más —dijo Banron. Pero entonces Aráede se sentó a su lado.
   —Quizá no te importe que duerma aquí, apoyada en tu brazo —le dijo, arrimándose.
   —No, no, no pasa nada —respondió él, un tanto incómodo al principio.
   Pero Aráede solo sonrió y se apoyó en él, cerrando pronto los ojos. Banron se quedó muy quieto, mirando al horizonte sombrío, y apenas se percató de que la mujer se deslizaba hacia abajo poco a poco, hasta que llegó a apoyar la cabeza sobre el ancho muslo. Eso lo toleró Banron, a pesar de la inquietud, aunque se sintió sobresaltado cuando notó una mano que buscaba cómo adentrarse en su pantalón. Se apartó de un brinco.
   —¿Qué haces? —dijo, sin alzar la voz solo por no despertar a sus compañeros.
   —Solo quería agradecer tu amabilidad —dijo Aráede, mirándolo a los ojos.
   —No quiero ese agradecimiento, soy un hombre casado. ¡Ay, mi pobre Anbina! Ella sufriendo y yo tan lejos, ¿cómo voy a traicionarla con otra mujer? —dijo Banron—. ¡Vete a dormir a otra parte!
   Aráede se puso de rodillas, disgustada, y luego se levantó para alejarse de allí. Banron no volvió a sentarse en aquel lugar, y caminó de un lado a otro hasta que la vigilia llegó a su final.

   Despertó a Frénehal y fue a echarse lejos de Aráede, aunque le fue difícil encontrar el sueño. Por el contrario, a Frénehal le resultó fácil perderlo. Al fin era el único con los ojos abiertos, y estaba deseando saciar su curiosidad. Ni bien se hubo alejado para simular que iba a montar guardia, regresó con un sigilo digno de un ratón cauteloso, y se acercó, agazapado, a Aráede. Ella no se percató de su presencia, y siguió durmiendo mientras una mano volaba lentamente hacia la falda de su vestido; los dedos tomaron la tela con delicadeza, y ella tampoco se percató.
   Entonces Frénehal se inclinó un poco hacia delante, sonriendo y con media lengua por fuera, como quien se concentra durante una meticulosa tarea. Levantó poco a poco la falda y se asomó. Sin embargo, no vio lo que imaginaba.
   —¡Pero ¿qué?! ¡Ah! —exclamó, cayendo hacia atrás. Y con la misma presteza Aráede se despertó y se le echó encima, pero ya no era una mujer hermosa y atractiva.
   Los grandes ojos brillaban tal cual eran en realidad, mostrando un fulgor de fuego, y la piel del rostro era gris como una roca en las sombras de la noche. Gruñía con dientes afilados tratando de atravesar a Frénehal con sus garras, y el ruido despertó a los otros. Rómak corrió hacia ellos creyendo que era Frénehal quien molestaba a la mujer, y las piernas se le detuvieron solas al ver que no era así.
   Aráede lo miró y adelantó el rostro, escupiendo unas llamas azuladas que alcanzaron a Rómak en un costado. Frénehal aprovechó y sacó de uno de sus bolsillos un punzón (una de las muchas artimañas que escondía), y apuñaló a aquella mujer o criatura sin miramientos, lanzándole improperios mientras tanto. No lo sabía, pero acababa de asesinar a un demonio de una especie similar a los ilimori, aquellos que habitaban un bosque lejano. Se quitó el cuerpo de encima con repulsión mientras Banron llegaba apresurado.
   —¿Qué ha pasado? —dijo, mirando a uno y a otro cuerpo de los que yacían en el suelo.
   —Este monstruo… ¡me atacó mientras vigilaba en la noche! —dijo Frénehal—. Mírala, es una especie de diablo, y ha herido a Rómak.
   Banron lo creyó sin dudar después de lo que le había pasado a él, y se alegró de no haber tenido que enfrentar él a la criatura. Ahora se volvió a Rómak con preocupación, y se arrodilló a su lado.
   —¿Estás bien? ¿Dónde fuiste alcanzado? —le preguntó.
   —Me dio aquí, con su fuego —dijo, con una mano sobre la herida—. Pero no era un fuego convencional… Voy a necesitar curación.


   Banron se rascó la cabeza, pero enseguida olvidó toda inocente inquietud. Rómak comenzó a temblar como si estuviera desnudo sobre un bloque de hielo y, encogiéndose de dolor, ahogó un grito y luego sus músculos se relajaron. Y ahí yació, quieto como un acero abandonado. 

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