VENTANA AL NORTE 4. APRENDIENDO


Fuente de la imagen: umad.com



   El temor que Banron tenía a ser golpeado impulsó su pesado cuerpo hacia atrás. Gritó y agitó las manos, pero fue con la cabeza que golpeó el mentón del guardia que lo había descubierto, dejándolo aturdido y con la lengua sangrante. Rómak apartó a Banron y atacó al soldado, enviándolo al suelo con un duro golpe de garrote. Después se volvió hacia el otro hombre.  
   —¡No, no! —exclamó Banron, apartándose con rapidez.
   —¡Baja la voz! Ya está bien —dijo Rómak—. Disculpa el susto. Todo ha salido como lo pensé. Te has asustado de manera brusca, y esa brusquedad sorprendió al guardia de los establos. ¿Acaso no ves los caballos más allá? —señaló hacia su izquierda.
   Banron miró en aquella dirección, pero no sabía cómo sentirse, no sabía si podía estar aliviado y tranquilo junto a Rómak, o si debía ofenderle lo sucedido.
   —En mi casa me percaté de la clase de hombre que eres, y cambié el plan de modo que pudieras adaptarte a él de la mejor manera posible. Te pido disculpas, una vez más, por no haberte avisado. Ahora debemos salir de Merena, y esos caballos nos ayudarán. Además, cargarán mejor que nosotros los fardos de provisiones —dijo Rómak.  
   —Tienes razón, no había pensado en eso —fue lo primero que pudo decir Banron. Rómak asintió y se dirigió hacia los animales—. Entonces ¿no me atacarás? ¿No vas a dejarme aquí, muerto? —preguntó para aliviar sus temores.
   —No. Escaparemos los dos, o al menos lo intentaremos, a no ser que prefieras quedarte a jugar en la ciudad —dijo Rómak—. Si se trata de lo primero, ven aquí y escoge un animal.
   —Pero no sé montar a caballo —dijo Banron, dándose prisa en situarse al lado de Rómak—. En mi pueblo había burros, pero nunca se me ocurrió subirme en uno.
   —Aprenderás como mejor se aprende: desde la necesidad. Los caballos son animales nobles, perciben los sentimientos. Deja atrás el miedo y guíalo con buenas intenciones, y quizá no caigas al suelo —dijo Rómak.
   Banron asintió con inseguridad, y se limitó a ayudar al otro hombre con las tareas de ensillado y carga de fardos. Escogieron dos caballos que según Rómak eran dóciles y de mirada sagaz, uno gris y otro marrón, y montaron en ellos cuando todo estuvo preparado. Banron se alegró de que no fuera tan complicado como había pensado, y ahora confiado, le dijo a Rómak que estaba dispuesto a cabalgar.

   Salieron de los establos. Rómak llevaba la bandera rosa a la vista para confundir a los habitantes de Merena, pero deseaba poder salir cuanto antes de la ciudad y así librarse de aquel trozo de tela y de muchas otras cosas. Por eso apresuró a su cabalgadura, y a Banron le costó hacer que la suya echara a correr detrás. Pero tras los primeros pasos, el animal no tardó en mostrar una presteza que a Banron le resultaba difícil de soportar, y terminó echándose hacia delante con las riendas aferradas y el cuerpo tembloroso, los ojos llorosos por el impacto del viento en ellos. Lagrimaba, y apenas veía una mancha rosada más adelante, y podía distinguir la figura de varias personas que los miraban con desconcierto.
   El caballo de Rómak corría y corría, pues no era la primera vez que él montaba. Pero la cabalgadura de Banron no sentía tanta seguridad, y de cuando en cuando daba un brinco o trataba de desviarse hacia alguna de las calles que se abrían a los lados. Banron lo pasaba cada vez peor, y en uno de aquellos saltos quedó separado del lomo del animal y el peso de su propio cuerpo lo arrastró hacia la izquierda. Soltó las riendas con la mano derecha y quedó colgado por el flanco contrario del caballo, que en lugar de detenerse, continuó su carrera detrás de Rómak.
   —¡Para, maldito! —gritó Banron mientras sus pies rozaban con brusquedad la calzada—. ¡Para! ¡Ay!
   Rodó por el suelo y el caballo siguió adelante. Banron respiraba con pesadez y el cuerpo herido, mas la prisa en su corazón lo empujó a levantarse, aunque solo consiguió quedar sentado. Allá iba su montura y más lejos aún estaba Rómak, quien no se había dado cuenta de lo que a él le había sucedido. Penosamente, se puso en pie y empezó a avanzar, doblado por un dolor que le hacía cojear.

   De pronto alguien dijo desde sus espaldas:
   —¡Detente, ladrón! ¿Crees que puedes robar un caballo y salir sin más?
   Banron se dio la vuelta y vio enseguida a un guardia de rostro furioso. Sin embargo, no había desenvainado su espada, sino que miraba hacia un lado y a otro.
   —¡Este hombre que aquí veis vale ahora cinco mil monedas de oro! —exclamó, señalando a Banron sin dejar de repetir aquellas palabras.
   Varios sonidos de pasos apresurados y de puertas que se abrían comenzaron a oírse como respuesta al llamado, y a Banron le invadió la inquietud y el terror a ser asesinado allí mismo. Echó a correr con todo el dolor pesándole en las piernas mientras varias voces le increpaban y algunas manos le arrojaban piedras. Las oía caer y rodar cerca, y deseaba que ninguna le diera, mientras que en la garganta retenía una llamada de auxilio. Debía reservar todo su aliento para correr y alejarse de todas las personas que querían obtener su recompensa.  

   Rómak había acabado con los dos guardias de la puerta, y ahora trataba de dar con la llave que la abriera, aunque lo perturbaba que el caballo de Banron hubiera llegado sin jinete, y temía lo peor. No obstante, confirmar la muerte por caída de aquel hombre tan torpe jamás habría sido peor que aquello que vio a continuación. Pues allí apareció Banron, corriendo calle arriba, con un séquito de perseguidores armados que le arrojaban todo tipo de objetos; esto no ayudó a la concentración de Rómak en su tarea.
   La mano le tembló mientras probaba una llave, y después otra. Los caballos se inquietaban cada vez más, y el herrero les rogaba con la mente que no huyeran despavoridos.
   —¡Ayuda, Rómak! ¡Ayuda! —empezó a gritar Banron desde que lo vio, aumentando la mordedura del nerviosismo.
   Pero Rómak era un hombre acostumbrado a manejar hasta los más fríos aceros, y fue capaz de recuperar su temple en aquella situación. Aunque si no hubiera sido por el azar, habría corrido un destino funesto; la siguiente llave encajó, y entonces pudo empujar la puerta. Subió en su caballo a toda prisa.
   —¡Sube tú también y corre! —le dijo a Banron, sin detenerse demasiado a mirarlo.
   Espoleó a su cabalgadura y salió de la ciudad como una flecha, arrojando la bandera rosa; los guardias de afuera quedaron desconcertados. Estos trataron de perseguirlo, y así dieron la espalda a Banron, quien, de una manera que nunca podría contar con exactitud, saltó y se encaramó sobre el otro caballo. El animal, sin ninguna orden, lo sacó de allí, y cuando los soldados dieron a Rómak por perdido y regresaron a Merena, se encontraron con otro jinete que huía y tuvieron que apartarse para no ser arrollados.

   Las gentes que habían tratado de obtener la recompensa de cinco mil monedas estaban ahora furiosas, reunidas ante la puerta abierta de la ciudad. Los guardias regresaron y trataron de imponer orden, pero los ciudadanos habían visto los cadáveres dejados por Rómak, y sintieron que aquella furia se desviaba como un río desbordado hacia frustraciones que por miedo habían tenido que acallar. Arrojaron contra los soldados las piedras que les quedaban, y los apalearon, y luego se dieron la vuelta con intenciones de acabar con todos los de su calaña. Gracias a las acciones de aquellos dos hombres, habían despertado y se habían dado cuenta de que eran un número mayor.

   Pero Rómak y Banron ignoraban esto, y quizá nunca se enterarían. Cabalgaron cuanto pudieron, hasta que Banron insistió en que se detuvieran pues estaba a punto de resbalar del caballo y caerse de nuevo. Rómak suspiró y detuvo a su cabalgadura, dándose la vuelta para vigilar el camino que habían recorrido hasta allí.
   —Me sorprende enormemente que alguien como tú haya escapado de su aldea —le dijo a Banron, que por fin había bajado del animal y descansaba en el suelo—. ¿En verdad crees que lograrás rescatar a tu esposa y a tu hija con tamaña ineptitud?
   —No lo sé —dijo Banron, resoplando—. Pero de algo estoy seguro: no puedo resignarme a quedarme quieto mientras ellas se alejan. ¿Quién sabe dónde estarán ahora? Ella me dijo: vive, solo así podrás arreglar las cosas. 
   —Las cosas no se arreglan con solo vivir —le dijo Rómak—. ¿Acaso crees que la casualidad te llevará a rescatarlas, sin más, mientras vagabundeas por el reino y tratas de escapar de cualquier peligro? No seas necio. Un campesino jamás será un aventurero o un guerrero, ni siquiera un jinete, como habrás visto. Sería mejor que regresaras a tu aldea y acataras las órdenes de los soldados. Al menos vivirías, tal como te dijeron.
   Banron agachó la cabeza, pensativo y triste. ¿Cuánto de cierto había en aquellas palabras, y cuánto estaba dispuesto a aceptar? «Todo y nada», pensó. «Es cierto que soy inseguro y que le tengo miedo a muchas cosas, pero más temo una vida sin volver a ver a Anbina y a Eredhri. No sé luchar, ni sé muchas cosas del mundo fuera de Ólmoran. Pero si debo aprender para encontrarlas, debo empezar por este miedo».
   —Me marcho —dijo Rómak, cansado de no ver ninguna reacción en Banron—. Mi propósito ya está cumplido. Viviré en tierras salvajes u ofreceré mis servicios a los enanos. Las Montañas Ardientes no están lejos. —Miro a Banron una vez más, y al ver que mantuvo el silencio puso en marcha a su cabalgadura.
   —¡Espera! —dijo Banron, poniéndose en pie.

   Rómak se dio la vuelta y vio cómo el hombre desenvainaba la espada y la daga.
   —Te demostraré que puedo vencer al miedo, ¡y a ti! Baja de ese caballo. Hoy aprenderé a luchar, aunque el precio de la lección sea mi muerte —dijo Banron con las armas aferradas, las puntas de acero señalando al cielo.
   El herrero, con el semblante serio, desmontó de un salto y alzó el garrote. No iba a permitir que se le desafiara de aquella manera. Se acercó a Banron con pasos largos, y él se sintió frustrado porque el temor no obedecía y seguía allí, perturbándole el corazón mientras huía el valor. ¿En verdad aprendería de la mejor manera, de la necesidad de sobrevivir? 

Comentarios

Entradas populares