¿Mano que ayuda?


Imagen: https://pre00.deviantart.net/6e79/th/pre/i/2012/026/5/3/a_helping_hand_by_paulznl-d4nnldo.jpg


   A pesar de que habían levantado las armas, retuvieron los brazos mientras la mujer se acercaba. Por un motivo u otro no la atacaron, Banron porque no se atrevía, Rómak porque creía ver que en ella no había intenciones de luchar, no al menos por el momento. Ella caminó hasta quedar a pocos pasos de los compañeros; vestía una brillante cota de malla y guanteletes de metal, botas plateadas y una capa gris, no tan oscura como sus cabellos largos y negros.
   —¿Quiénes sois, vosotros que venís a una aldea vistiendo andrajos? —les preguntó.
   —Viajeros que vienen en busca de un amigo —dijo Rómak—. ¿Quién eres tú, que anda entre soldados muertos?
   —Alguien que odia al reino —respondió—. ¿Acaso eso os ofende?
   —¡Para nada! —se apresuró a decir Banron, dando un paso atrás.  
   —Es más o menos así —dijo Rómak—. Escapamos de Merena hace unos días, pues no deseamos someternos al reino y a sus nuevas leyes.
   —¡Las nuevas leyes! Maldito sea Ponfacius, quien las extendió como ponzoña por todo Rósevart —dijo la mujer, aferrando el martillo con fuerza.
   —¿Cómo que Ponfacius? —dijo Banron, desconcertado—. ¿Quién es ese? ¿El rey no era el señor Ulharion?
   —Era, así es —dijo la otra, con pena en la voz—. Pero el Traidor Ponfacius, primo del rey, se aprovechó de los derechos que le fueron cedidos, pues estaba lisiado y no pudo partir a la guerra. Y mientras Ulharion luchaba en las fronteras, sobornó a las huestes que se habían quedado a proteger Rhodea, y como tenía muchos amigos no le faltaron ni el apoyo ni las armas. Unos pocos de esos energúmenos son ahora condes en otras ciudades. Ulharion no regresó al reposo de un hogar, sino a una celda vestida de casa, de la que apenas pudo escapar. La Guardia Real fue desbaratada y deshonrada, a las mujeres se las despojó de las armas y se les prohibió el oficio de la guerra; no conozco la suerte que corrió la mayoría de mis amigas y compañeras, pues fui de las pocas que lograron huir. Mas no me cuesta imaginar a qué las habrán empujado.
   —¡Como a Anbina y a Eredhri! —dijo Banron, disgustado—. Yo pensaba que al buen Ulharion se le habían torcido las ideas, pero de algún modo me alegra saber que no es así. De todas maneras, sí es cierto que el rey es quien ha ordenado todo este desbarajuste. Ay, ¿cómo recuperaré lo que un hombre tan poderoso me ha arrebatado?
   La mujer lo miró por unos segundos, quizá intrigada, y luego se apartó de ellos.  
   —He de continuar, y no descansará mi martillo hasta que haya destruido a este nuevo reino —dijo la mujer—. Que halléis ventura en vuestra senda, si es que todo lo bueno no ha huido aún lejos de Rósevart.
   Les dio la espalda y se marchó, avanzando hacia el oeste. Solo Rómak la miró partir, pues Banron tenía los ojos puestos en el interior de Tilarce, y allí se adentró sin decir palabra.

   Rómak no tardó en adelantarse a Banron, y lo guio hacia la casa del hombre del que le había hablado. Mientras andaban, cada vez más vecinos salían de sus hogares, conmocionados por lo que había sucedido. La mayoría miraba los cuerpos caídos de los soldados y la destrucción causada por la mujer, pero otros clavaban los ojos en los compañeros, y algunos lo hacían con suspicacia. Esto a Rómak no le agradaba, y tras la mirada larga y perseguidora de un anciano, no pudo soportarlo más.
   —¡¿Hay algo mal, abuelo?! ¿O ahora que es libre no tiene otra cosa que hacer que observar? —le gritó, con el ceño fruncido.
   —¿Libre? —dijo el viejo, meneando la cabeza—. Sí que hay algo mal, porque esa joven insensata no ha enderezado nada con su martillo. Al contrario. Se piensa que nos ha abierto la puerta, pero ¿dónde iremos? Un pueblo entero no puede vivir a la intemperie, ni podemos buscar otra aldea. Tarde o temprano llegarán otros soldados para sustituir a esos desgraciados, y las cosas volverán a ser como antes, o serán peores. ¿Es esto libertad?
   —Hm… —Rómak no sabía qué decir.
   —Bueno, maestro, aquella muchacha hizo lo que pudo, al contrario que otros. No se le puede echar la culpa, aunque habría sido bueno que se pensara las cosas dos veces —dijo Banron—. Todos deberíamos hacer algo para cambiar esta situación, esa es una cosa que he aprendido desde que salí de Ólmoran.
   —¿Y qué puede hacer un viejo que solo ama a su tierra, aunque esté llena de insectos? —preguntó él—. Ya no tengo tiempo más que para permanecer a su lado, hasta que desfallezca. Las correrías son para huesos jóvenes. ¡Que se muevan, que se muevan! —exclamó mientras movía una mano como si tratara de espantarlos. Regresó al interior de su casa, y no lo volvieron a ver más.

   Sin atreverse a hablar, siguieron andando hasta que se detuvieron frente a otra casa, y Rómak llamó a la puerta. Nadie contestó.
   —No está —dijo—. Pero lo conozco, y con todo lo sucedido creo saber dónde encontrarlo. ¡Vamos!
   Banron lo siguió sin muchos ánimos, cansado ya de tanto caminar. Pero hizo un esfuerzo para avanzar deprisa tras Rómak, y así llegaron pronto a un edificio alto ante cuya puerta yacían muchos soldados. Era la casa de guardia, y la puerta estaba abierta. Rómak se asomó dentro y gritó:
   —¡Frénehal, sabandija! ¿Andas metiendo las narices por aquí? ¡Sal, si es así!
   Hubo silencio como respuesta, luego se oyó el ruido de algo que caía, y poco después asomó el rostro de un hombre imberbe desde el umbral de una puerta que había a la derecha. Masticaba algo, y miró a Rómak con el ceño fruncido.
   —¿Qué quieres? Has llegado en horas de festejo y libertad, y quisiera aprovechar cuanto pueda ese tiempo —dijo.
   —Pues ya no hay más tiempo. Este hombre necesita tu ayuda, y espero que habléis cuanto antes —dijo Rómak, mirando a Banron.
   —Ah, sí. Me dijo Rómak que tú podrías ayudarme a entrar en Rhodea. Por eso hemos venido hasta aquí —dijo Banron.
   —¿Entrar en Rhodea? —dijo el otro, acercándose a ellos con desconcierto en el rostro. Banron también se sorprendió, pues vio que aquel sujeto parecía más campechano que él, y desde luego era más ancho—. Sí, podría ayudarte, por el precio apropiado. Nunca he estado en Rhodea, pero me gustaría. ¡Cuántas cosas valiosas tiene que haber ahí dentro! Desearía poder colarme en sus casas lujosas y sacar los objetos de valor, y la comida, y mirar.
   —Veo que no has cambiado en nada, siempre tomando lo que no es tuyo, siempre fisgoneando —dijo Rómak—. Aunque si no fuera por eso, no servirías de nada.
   —Oh, ¿cómo qué no? Serviría para muchas cosas, viejo amargado —dijo Frénehal, y luego se volvió a Banron, ignorando el ceño fruncido de Rómak—. Y bien, ¿qué se te ocurre que podrías ofrecerme?
   Banron se cruzó de brazos, pensando en sus posesiones, que eran muy pocas. Pensó quizá en regresar a Ólmoran y sacar algo de su casa, pero entonces Frénehal se acercó a él, demasiado.
   —¡Eh, veo que tienes una daga muy bonita ahí! ¿Puedo verla? —Banron dio un paso atrás, pero vio el interés en los ojos de aquel hombre, y sacó el arma.
   —¿Te interesa? —le preguntó, viendo en sus ojos un brillo de afirmación—. Te la podría dar a cambio de tu ayuda.
   —Oh… Hm… ¿Y qué tal si te la quito cuando menos lo esperes? —dijo—. Podría hacerlo en el camino a Rhodea, hay muchas millas y estaremos solos. —Banron se sintió inquieto, y miró a Rómak.
   —Este hombre no me inspira confianza alguna, Rómak —dijo—. ¿No dijiste que me ayudaría? Si marcho yo solo con él, me robará.
   —Así es.
   —Maldita sea —dijo Rómak después de un suspiro. Y luego, de súbito, agarró a Frénehal por el cuello—. Mientras yo ande junto a este hombre, no le robarás ni a él ni a mí, ¿entendido? Iremos los tres a Rhodea, y se te recompensará. Pero no tomarás la recompensa antes de tiempo, ¡recuerda nuestra deuda!
   —Sí, sí, sí, sí, ya lo sé, tranquilo. Solo bromeaba —dijo Frénehal, con una sonrisa sospechosa—. Venga, amigo, suéltame. ¿No teníais prisa por partir?
   —La tenemos —dijo Rómak, soltándole. Se sacudió las manos mientras Banron los miraba con inquietud.
   —Pues seguidme —dijo el otro—. Iremos a mi casa, necesito cosas para el viaje. Y los caballos son buenos para la prisa, nadie dirá nada si tomamos tres caballos. ¡Sí, robar animales! Pero será demasiado fácil…
   Y siguió mascullando palabras mientras caminaba con presteza hacia su hogar. No se demoró mucho tiempo allí, y salió con vestiduras oscuras que cubrían su oronda figura, y un gran fardo a la espalda. Esta imagen no inspiró mucha confianza en Banron.  

   Fueron a los establos, y tal como habían pensado, pudieron llevarse tres caballos sin que nadie se les interpusiera. Los tomaron por las riendas y caminaron hacia la puerta de Tilarce.
   —¿Visteis a la mujer violenta de pelo negro? —dijo Frénehal mientras andaban—. Muy hermosa y altiva, como las joyas de un rey. Aunque no de tan buena figura, como Élama, mi vecina. La semana pasada la espié mientras se bañaba, oh, tendríais que haberla visto…
   —Si no tienes otra cosa que decir, calla hasta que lleguemos a Rhodea —dijo Rómak.
   —Sí, tengo otra cosa que decir, pues no dejo de pensar en el martillo, el arma de aquella guerrera —dijo, tras sacudir la cabeza—. Rompía todo aquello que tocaba como si fuera barro seco: escudos, madera, piedra, huesos. Lo quiero para mí, es más valioso que esa daga.
   Rómak iba a decir algo, pero entonces unos hombres se les atravesaron en el camino, a pocos pasos de la puerta de Tilarce. Cuando Banron levantó la mirada y los distinguió, dejó escapar una expresión de horror. Eran soldados.
   —¿A dónde os dirigís, y quiénes sois? —les preguntó uno de ellos—. ¿Habéis visto por aquí a una mujer con un martillo?
   —No… ¡sí! —dijo Banron—. Pero ya nos íbamos, esa mujer se fue también, ¡por allá! —señaló hacia el exterior de la aldea.
   El soldado frunció el ceño ante la apresurada respuesta, y miró a sus tres compañeros. Habían ido a Tilarce para encontrar y capturar a la mujer, pero habían llegado tarde.
   —Bueno, volved a vuestras casas —dijo—. Nadie saldrá de aquí hasta que las cosas estén en orden. —Banron empezó a temblar de inquietud, pensando y recordando tantas cosas.
   —¡No! No nos vamos a quedar aquí, tengo que irme. ¡Dejadnos salir! —El soldado tomó a mal que se le hablara así, y desenvainó la espada. Así hicieron también sus compañeros.
   —¿Te atreves a contrariarme? ¡Vuelve a tu choza si no quieres ir a una celda en su lugar!  
   En aquel momento, Banron reaccionó de manera inesperada, pues se dejó llevar por la rabia, la frustración y la prisa que juntas se revolvían en su interior. Gritó, y corrió hacia el soldado sacando la espada. Rómak no permaneció atrás, pero Frénehal se escabulló a ocultarse tras una casa.  

   Banron chocó espadas por primera vez, y Rómak abatió a un soldado de un garrotazo, enfrentando a otro después. El enemigo de Banron lo hizo retroceder, forzándolo a sacar también la daga, y si no hubiera sido por la sorpresa que esta provocó en el soldado, no habría sido capaz de derrotarlo. Lo apuñaló sin pensar, y cayó al suelo, retorciéndose; Banron se quedó mirando, asombrado por lo que había hecho.
   El cuarto soldado no aguardó, y furioso, se abalanzó sobre él. Una pequeña flecha voló entonces desde algún rincón y se le clavó en el pecho. Una más, y después otra, le hicieron caer. Solo quedaba el enemigo al que Rómak enfrentaba, pero al ver que sus compañeros habían caído, le arrojó la espada y salió corriendo.
   —¡No os saldréis con la vuestra! —gritó desde lejos, y luego se oyó a un caballo relinchar.
   Frénehal corrió a reunirse con ellos, pero antes que decirles algo se agachó a toquetear los cuerpos.
   —¡Deja eso! —le dijo Rómak—. Es menester que partamos, ¡deprisa!
   —Permite que al menos tome mis flechas, y esto… y aquello.
   Rómak miró a Banron, pero este seguía observando el cuerpo del soldado al que había matado. Banron negó con la cabeza.
   —Esto nunca tendría que haber pasado —dijo—. Que un vecino mate a un soldado…  
   —Dejadlo ya, habrá tiempo para pensar en el camino —dijo Rómak, comprendiendo el disgusto de su compañero. Sin embargo, creyó que lo mejor era exhortarlo a continuar, y así alejarlo de aquella escena.

   Por eso fue hacia los caballos, que se habían alejado, y montó en el suyo. Poco después lo siguieron los otros dos, pero a Banron no se le pasaba la amargura, y no lo consolaba saber que ahora caminaría con un compañero de más en quien no podía confiar, y tampoco ayudaba que un soldado los hubiera amenazado. Además, no comprendía por qué su enemigo había mirado así la daga, y aunque tal sorpresa le había salvado el pellejo, no podía sentirse agradecido, la preocupación no se lo permitía. 

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