VENTANA AL NORTE 5. CRIATURA FEROZ

Fuente de la imagen: https://wildlifeindiatours.files.wordpress.com


   La pelea era inevitable, eso lo sabía bien Banron, pues la había provocado. Cuando no le quedó otro remedio, deslizó hacia atrás la pierna derecha y el brazo del mismo costado, dispuesto a asestarle un espadazo a Rómak. Pero no quería hacerlo, no deseaba matar al hombre que lo había ayudado; sin embargo, no necesitaba preocuparse. Rómak se detuvo a pocos pasos de él, y con un pie le arrojó tierra y hojarasca a la cara. Banron quedó cegado y se revolvió en la incomodidad que mordía sus ojos, dejando caer la daga para tratar de frotárselos. Olvidó aquella molestia con el dolor que poco después sintió en la mano de la espada, pues el herrero había aprovechado para golpearle los nudillos con el garrote.
   Así Banron quedó desarmado, y Rómak lo arrojó al suelo de un empellón. El pobre hombre gritó, sacudiéndose para tratar de alejarse de la amenaza que creía mortal, y movió las piernas de tal manera que una de ellas alcanzó a Rómak, y le dio allí donde cualquier golpe se siente con agudeza y es capaz de doblegar hasta al más corpulento de los hombres. El herrero dejó escapar una expresión de dolor y cayó de rodillas al suelo. En ese momento, Banron consiguió ver a medias lo que sucedía, y al percatarse de que su adversario se había debilitado, trató de sacar ventaja de la situación. Tomó la daga, que yacía cerca, y se acercó a él con pasos apresurados, amenazándolo con el filo deslumbrante.
   —¡Te tengo! —dijo, con los ojos llorosos por la tierra que había en ellos—. Al final te he vencido, ¡sí! No te mataré si prometes ayudarme en una cosa.
   —¿En qué cosa? —preguntó Rómak, dolorido.
   —Enséñame a pelear mejor, pues no soy capaz de hacer más de lo que me dice el instinto —dijo el otro—. Me vendrá bien para rescatar a mi mujer y a mi hija.
   —Está bien, puedes bajar esa hoja, y la pelea terminará a tu favor —dijo Rómak, aunque sabía que aún podía golpearle la mano con el garrote, y hacerle mucho daño después. Sin embargo, prefirió hacerle creer que tenía posibilidades, bastante había tenido Banron con vencer al temor.

   Descansaron un momento y Banron terminó de limpiarse los ojos, luego recogió las armas y se sacudió las manos, sintiéndose satisfecho consigo mismo, aunque preocupado aún.
   —Deben estar muy lejos, quizá demasiado —dijo—. No podré alcanzarlas, mucho menos si paso tiempo aprendiendo a pelear. Ya deben estar cerca de Rhodea.
   —No podrías alcanzarlas en ningún caso —dijo Rómak—. Al menos en el camino, pues si se dirigen a Rhodea, de allí no saldrán, para mal y para bien. No obstante, siempre sabrás dónde se encuentran.
   —Pero ¿de qué me sirve saber que están en la capital? Es una ciudad muy grande, por lo que me han dicho. ¿Cómo podría entrar en ella y sacarlas? —dijo, sintiéndose desalentado. Hubo silencio durante unos segundos.
   —Conozco a alguien —dijo Rómak, tras pensarlo con detenimiento—. Alguien que podría ayudarte a entrar en un lugar semejante. Puedo llevarte hasta esa persona y enseñarte unas cuantas cosas por el camino. Luego, tendrás que arreglártelas con él.
   —Bueno, me parece bien. Espero que sea buen tipo —dijo Banron.
   Rómak no dijo nada, aunque hubo palabras en su pensamiento. Montaron en los caballos y echaron a cabalgar hacia el norte.

   No avanzaron con la presteza que Rómak habría deseado pues a Banron aún le costaba sostenerse sobre su cabalgadura. Aun así, en aquel día recorrieron gran parte del camino que el herrero conocía, corriendo siempre cerca del Camino del Alborozo, aunque no a su vista. El Camino del Alborozo era una de las cinco grandes carreteras que partían desde Rhodea y llegaban hasta las otras grandes capitales, o pasaban ante sus puertas. Estas sendas, anchas y flanqueadas en muchos tramos por árboles y arbustos plantados por humanos, fueron abiertas en tiempos remotos, y todas llevaban nombres de sentimientos.
   La mayoría de aldeas de Rósevart estaban construidas también cerca de estos caminos, y hacia una de ellas, a la que llamaban Tilarce, se dirigían los dos hombres. Pero no les bastaría con aquella jornada de viaje para alcanzarla, y al atardecer se detuvieron a la sombra de unos robles. Allí Banron tuvo su primera lección de esgrima. Rómak sabía mucho sobre el manejo de las armas, no en vano era un buen herrero, aunque no se jactaba de ello. En este trabajo, sin embargo, tuvo que ser muy paciente, y sabía que ni dos horas serían suficientes para forjar a un buen guerrero a partir de la masa blanda y tosca que era Banron en aquellos momentos.
   —Suficiente —dijo Rómak cuando se hubo hartado de aconsejar a Banron—. No podemos permitirnos gastar demasiadas fuerzas en esto.
   —Es cierto —dijo Banron, preocupado—. Bueno, pero al menos he aprendido unas cuantas cosas. Entonces, ¿sería bueno que atacase a los enemigos así? —dio un tajo horizontal con la espada y luego una estocada con la daga.
   —Sí, pero no adelantes la cabeza de esa manera —le dijo Rómak, y no por primera vez—. Debes evitar riesgos innecesarios como ese. Medítalo bien mientras descansas.
   Banron guardó las armas y se sentó al pie de un roble. Miró a los caballos, que estaban atados a otro árbol, y una parte de él deseo no tener la necesidad de aprender a luchar. Deseó que las cosas nunca hubieran cambiado.

   Pero la corriente del mundo era mucho más poderosa que los deseos de cualquier criatura viviente, y una pequeña muestra de ello era el anochecer, cuyo manto de sombras nadie podía detener. Al menos, aquello significaba para Banron la hora de la cena, y luego el buen descanso. Sin embargo, ahora que viajaba en compañía de un hombre precavido, la idea de hacer turnos de guardia apareció de manera inevitable.
   —No podemos dormir los dos al mismo tiempo, jamás —dijo Rómak.
   —¿Qué? —dijo Banron, con un suspiro—. Está bien, hay muchos peligros, lo sé. Pues haré la primera guardia, si no te importa. Así luego podré dormir del tirón.  
   —Como prefieras —dijo Rómak. Y aprovechando el tamaño de los robles de alrededor, se encaramó a uno y se recostó entre sus ramas.
   Banron se quedó sentado al pie de otro de los árboles, sintiéndose bien despierto aún. Llevó los ojos a las estrellas, tan brillantes y numerosas allá en los cielos inalcanzables.  

   Estuvo observándolas hasta que oyó un grito desgarrador. Se sobresaltó, el corazón muy agitado, pues en realidad se había quedado dormido y no había visto llegar al oso que atacaba a los caballos. Antes de que Banron fuera capaz de decidirse entre huir o intervenir, Rómak saltó del árbol con los brazos levantados y dando gritos. El oso se apartó del caballo malherido, con los colmillos ensangrentados. Y los mostró con ferocidad, gruñendo mientras la otra cabalgadura relinchaba y tiraba de su atadura como si quisiera arrancar el árbol. Ni siquiera Rómak tenía claro qué hacer, pero Banron se acercó entonces y cortó la cuerda que retenía al pobre animal, inclinándose mucho hacia delante como si ante él hubiera una hoguera nauseabunda.
   Que una espada se hubiera acercado tanto provocó la ira del oso, y saltó sobre Banron. Pero el hombre estaba muy dispuesto a correr, y pronto salió disparado entre las sombras de los árboles, aunque el caballo liberado se demoró mucho menos aún. Rómak tuvo la precaución de alejarse dando un rodeo y sin perder de vista a Banron, pues sabía que el oso regresaría a por la presa que para él era segura. Y así hizo tras unos segundos de carrera frenética a través de la oscuridad. Banron no se detuvo hasta que detrás de él solo oyó a Rómak llamándole.  
   —¡Insensato! ¿Acaso no viste a un oso de ese tamaño acercarse a los caballos? —le dijo Rómak cuando estuvo a su lado.
   —Lo lamento, me quedé dormido… creo. Solo estaba mirando las estrellas —respondió entre jadeos.
   —¡No las mires la próxima vez y mantén los ojos abiertos! —exclamó el otro— La fortuna quiso que las víctimas fueran los caballos, y no nosotros. Pero quizá no quiera lo mismo la próxima vez.  
   —Ay, pobres animales. No debimos dejarlos atados.
   —Se habrían marchado mucho antes que hubieras despertado, y entonces tú, que dormías en el suelo, ahora serías el alimento de esa criatura.
   Banron se sintió disgustado: culpable y frustrado por su error. Pero ya no podía enmendarlo, aunque la muerte de un caballo no sería la única consecuencia de todo aquello.

   No encontraron al otro animal al día siguiente, y por supuesto, tuvieron que andar. Rómak no estuvo de humor para enseñarle a luchar en todo aquel día, y no dejó de caminar a varios pasos de distancia de Banron durante la jornada.
   De esta manera, a pie, tardaron unos dos días más en llegar a Tilarce. Rómak no había dejado de culpar a Banron por aquella demora, aunque accedió a enseñarle algunas cosas nuevas en un par de ocasiones, de mala gana. Sin embargo, cuando alcanzaron la aldea, callaron todas las palabras. El ambiente era inquietante aun desde donde se encontraban, como si todos los árboles y las rocas llevaran rato observando un extraño suceso, y ellos acabaran de llegar. De pronto distinguieron, amarrado a un olmo lejano, un caballo blanco de aspecto sereno, y les observaba. Había sobre su lomo una silla elegante, y bellas eran las riendas también; los hombres no pensaron en acercarse a él, y siguieron andando.
   Habían llegado a Tilarce desde el oeste, mientras que la puerta se hallaba en el este, ante el Camino del Alborozo. Caminaron apresuradamente a la sombra de las murallas, y pronto alcanzaron el portón, abierto y sin ningún guardia. Y en cuanto se asomaron, con cautela, los detuvo una figura que avanzaba hacia ellos con paso decidido. Era una mujer que blandía un martillo, y alrededor de ella descansaban en silencio mortal los cuerpos de muchos soldados; más allá podían verse algunos escombros y restos de madera quebrados.

   Rómak y Banron no sabían en qué batalla habían metido las narices, pero echaron mano a las armas. Y no con demasiada valentía, no ante aquellos ojos fríos como el acero de una espada abandonada bajo cielos de invierno.  

Comentarios

Entradas populares