VENTANA AL NORTE 5. CRIATURA FEROZ
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La pelea era inevitable, eso lo sabía bien
Banron, pues la había provocado. Cuando no le quedó otro remedio, deslizó hacia
atrás la pierna derecha y el brazo del mismo costado, dispuesto a asestarle un
espadazo a Rómak. Pero no quería hacerlo, no deseaba matar al hombre que lo
había ayudado; sin embargo, no necesitaba preocuparse. Rómak se detuvo a pocos
pasos de él, y con un pie le arrojó tierra y hojarasca a la cara. Banron quedó
cegado y se revolvió en la incomodidad que mordía sus ojos, dejando caer la
daga para tratar de frotárselos. Olvidó aquella molestia con el dolor que poco
después sintió en la mano de la espada, pues el herrero había aprovechado para
golpearle los nudillos con el garrote.
Así Banron quedó desarmado, y Rómak lo
arrojó al suelo de un empellón. El pobre hombre gritó, sacudiéndose para tratar
de alejarse de la amenaza que creía mortal, y movió las piernas de tal manera
que una de ellas alcanzó a Rómak, y le dio allí donde cualquier golpe se siente
con agudeza y es capaz de doblegar hasta al más corpulento de los hombres. El
herrero dejó escapar una expresión de dolor y cayó de rodillas al suelo. En ese
momento, Banron consiguió ver a medias lo que sucedía, y al percatarse de que
su adversario se había debilitado, trató de sacar ventaja de la situación. Tomó
la daga, que yacía cerca, y se acercó a él con pasos apresurados, amenazándolo
con el filo deslumbrante.
—¡Te tengo! —dijo, con los ojos llorosos por
la tierra que había en ellos—. Al final te he vencido, ¡sí! No te mataré si
prometes ayudarme en una cosa.
—¿En qué cosa? —preguntó Rómak, dolorido.
—Enséñame a pelear mejor, pues no soy capaz
de hacer más de lo que me dice el instinto —dijo el otro—. Me vendrá bien para
rescatar a mi mujer y a mi hija.
—Está bien, puedes bajar esa hoja, y la
pelea terminará a tu favor —dijo Rómak, aunque sabía que aún podía golpearle la
mano con el garrote, y hacerle mucho daño después. Sin embargo, prefirió
hacerle creer que tenía posibilidades, bastante había tenido Banron con vencer
al temor.
Descansaron un momento y Banron terminó de
limpiarse los ojos, luego recogió las armas y se sacudió las manos, sintiéndose
satisfecho consigo mismo, aunque preocupado aún.
—Deben estar muy lejos, quizá demasiado
—dijo—. No podré alcanzarlas, mucho menos si paso tiempo aprendiendo a pelear. Ya
deben estar cerca de Rhodea.
—No podrías alcanzarlas en ningún caso —dijo
Rómak—. Al menos en el camino, pues si se dirigen a Rhodea, de allí no saldrán,
para mal y para bien. No obstante, siempre sabrás dónde se encuentran.
—Pero ¿de qué me sirve saber que están en la
capital? Es una ciudad muy grande, por lo que me han dicho. ¿Cómo podría entrar
en ella y sacarlas? —dijo, sintiéndose desalentado. Hubo silencio durante unos
segundos.
—Conozco a alguien —dijo Rómak, tras
pensarlo con detenimiento—. Alguien que podría ayudarte a entrar en un lugar
semejante. Puedo llevarte hasta esa persona y enseñarte unas cuantas cosas por
el camino. Luego, tendrás que arreglártelas con él.
—Bueno, me parece bien. Espero que sea buen
tipo —dijo Banron.
Rómak no dijo nada, aunque hubo palabras en
su pensamiento. Montaron en los caballos y echaron a cabalgar hacia el norte.
No avanzaron con la presteza que Rómak
habría deseado pues a Banron aún le costaba sostenerse sobre su cabalgadura.
Aun así, en aquel día recorrieron gran parte del camino que el herrero conocía,
corriendo siempre cerca del Camino del Alborozo, aunque no a su vista. El
Camino del Alborozo era una de las cinco grandes carreteras que partían desde
Rhodea y llegaban hasta las otras grandes capitales, o pasaban ante sus
puertas. Estas sendas, anchas y flanqueadas en muchos tramos por árboles y
arbustos plantados por humanos, fueron abiertas en tiempos remotos, y todas
llevaban nombres de sentimientos.
La mayoría de aldeas de Rósevart estaban
construidas también cerca de estos caminos, y hacia una de ellas, a la que
llamaban Tilarce, se dirigían los dos hombres. Pero no les bastaría con aquella
jornada de viaje para alcanzarla, y al atardecer se detuvieron a la sombra de
unos robles. Allí Banron tuvo su primera lección de esgrima. Rómak sabía mucho sobre
el manejo de las armas, no en vano era un buen herrero, aunque no se jactaba de
ello. En este trabajo, sin embargo, tuvo que ser muy paciente, y sabía que ni
dos horas serían suficientes para forjar a un buen guerrero a partir de la masa
blanda y tosca que era Banron en aquellos momentos.
—Suficiente —dijo Rómak cuando se hubo
hartado de aconsejar a Banron—. No podemos permitirnos gastar demasiadas
fuerzas en esto.
—Es cierto —dijo Banron, preocupado—. Bueno,
pero al menos he aprendido unas cuantas cosas. Entonces, ¿sería bueno que
atacase a los enemigos así? —dio un tajo horizontal con la espada y luego una
estocada con la daga.
—Sí, pero no adelantes la cabeza de esa
manera —le dijo Rómak, y no por primera vez—. Debes evitar riesgos innecesarios
como ese. Medítalo bien mientras descansas.
Banron guardó las armas y se sentó al pie de
un roble. Miró a los caballos, que estaban atados a otro árbol, y una parte de
él deseo no tener la necesidad de aprender a luchar. Deseó que las cosas nunca
hubieran cambiado.
Pero la corriente del mundo era mucho más
poderosa que los deseos de cualquier criatura viviente, y una pequeña muestra
de ello era el anochecer, cuyo manto de sombras nadie podía detener. Al menos,
aquello significaba para Banron la hora de la cena, y luego el buen descanso.
Sin embargo, ahora que viajaba en compañía de un hombre precavido, la idea de
hacer turnos de guardia apareció de manera inevitable.
—No podemos dormir los dos al mismo tiempo,
jamás —dijo Rómak.
—¿Qué? —dijo Banron, con un suspiro—. Está
bien, hay muchos peligros, lo sé. Pues haré la primera guardia, si no te
importa. Así luego podré dormir del tirón.
—Como prefieras —dijo Rómak. Y aprovechando el tamaño de los robles de alrededor, se encaramó a uno y se recostó entre sus ramas.
—Como prefieras —dijo Rómak. Y aprovechando el tamaño de los robles de alrededor, se encaramó a uno y se recostó entre sus ramas.
Banron se quedó sentado al pie de otro de
los árboles, sintiéndose bien despierto aún. Llevó los ojos a las estrellas,
tan brillantes y numerosas allá en los cielos inalcanzables.
Estuvo observándolas hasta que oyó un grito
desgarrador. Se sobresaltó, el corazón muy agitado, pues en realidad se había
quedado dormido y no había visto llegar al oso que atacaba a los caballos.
Antes de que Banron fuera capaz de decidirse entre huir o intervenir, Rómak
saltó del árbol con los brazos levantados y dando gritos. El oso se apartó del
caballo malherido, con los colmillos ensangrentados. Y los mostró con
ferocidad, gruñendo mientras la otra cabalgadura relinchaba y tiraba de su
atadura como si quisiera arrancar el árbol. Ni siquiera Rómak tenía claro qué
hacer, pero Banron se acercó entonces y cortó la cuerda que retenía al pobre
animal, inclinándose mucho hacia delante como si ante él hubiera una hoguera
nauseabunda.
Que una espada se hubiera acercado tanto
provocó la ira del oso, y saltó sobre Banron. Pero el hombre estaba muy
dispuesto a correr, y pronto salió disparado entre las sombras de los árboles,
aunque el caballo liberado se demoró mucho menos aún. Rómak tuvo la precaución
de alejarse dando un rodeo y sin perder de vista a Banron, pues sabía que el
oso regresaría a por la presa que para él era segura. Y así hizo tras unos
segundos de carrera frenética a través de la oscuridad. Banron no se detuvo
hasta que detrás de él solo oyó a Rómak llamándole.
—¡Insensato! ¿Acaso no viste a un oso de ese
tamaño acercarse a los caballos? —le dijo Rómak cuando estuvo a su lado.
—Lo lamento, me quedé dormido… creo. Solo
estaba mirando las estrellas —respondió entre jadeos.
—¡No las mires la próxima vez y mantén los
ojos abiertos! —exclamó el otro— La fortuna quiso que las víctimas fueran los
caballos, y no nosotros. Pero quizá no quiera lo mismo la próxima vez.
—Ay, pobres animales. No debimos dejarlos
atados.
—Se habrían marchado mucho antes que
hubieras despertado, y entonces tú, que dormías en el suelo, ahora serías el
alimento de esa criatura.
Banron se sintió disgustado: culpable y
frustrado por su error. Pero ya no podía enmendarlo, aunque la muerte de un
caballo no sería la única consecuencia de todo aquello.
No encontraron al otro animal al día
siguiente, y por supuesto, tuvieron que andar. Rómak no estuvo de humor para
enseñarle a luchar en todo aquel día, y no dejó de caminar a varios pasos de
distancia de Banron durante la jornada.
De esta manera, a pie, tardaron unos dos
días más en llegar a Tilarce. Rómak no había dejado de culpar a Banron por
aquella demora, aunque accedió a enseñarle algunas cosas nuevas en un par de
ocasiones, de mala gana. Sin embargo, cuando alcanzaron la aldea, callaron
todas las palabras. El ambiente era inquietante aun desde donde se encontraban,
como si todos los árboles y las rocas llevaran rato observando un extraño
suceso, y ellos acabaran de llegar. De pronto distinguieron, amarrado a un olmo
lejano, un caballo blanco de aspecto sereno, y les observaba. Había sobre su
lomo una silla elegante, y bellas eran las riendas también; los hombres no
pensaron en acercarse a él, y siguieron andando.
Habían llegado a Tilarce desde el oeste,
mientras que la puerta se hallaba en el este, ante el Camino del Alborozo. Caminaron
apresuradamente a la sombra de las murallas, y pronto alcanzaron el portón,
abierto y sin ningún guardia. Y en cuanto se asomaron, con cautela, los detuvo
una figura que avanzaba hacia ellos con paso decidido. Era una mujer que
blandía un martillo, y alrededor de ella descansaban en silencio mortal los
cuerpos de muchos soldados; más allá podían verse algunos escombros y restos de
madera quebrados.
Rómak y Banron no sabían en qué batalla
habían metido las narices, pero echaron mano a las armas. Y no con demasiada
valentía, no ante aquellos ojos fríos como el acero de una espada abandonada
bajo cielos de invierno.
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