Puerta al sur, capítulo 15 - Llamas
Desde
que cruzaron la puerta del nuevo hogar, situado en una de las fachadas de
piedra que rodeaban la colina del palacio, supieron que era más acogedor que el
que habían habitado en Kurun-shur. No solo había más espacio, sino que la
iluminación dejaba ver los muebles de piedra que ocupaban el recibidor. Este se
convertía más adelante en un pasillo, y los arcos de madera que podían
distinguirse desde la entrada sugerían que había varias habitaciones.
Burdan se despidió de Rómak y de Vandrine y
los dejó solos para que se instalaran en la casa. El techo era un tanto bajo
para ellos, pero superaba completamente a todos los refugios que habían tenido
hasta entonces. Aun así, Vandrine no parecía muy satisfecha. «¿En qué pensará?»,
se dijo Rómak. «Imagino que, a pesar de esta nueva oportunidad, no estará
satisfecha. No hasta que regresemos a Rósevart». El herrero observó la nada
mientras la mujer se perdía por el pasaje; no salió de su ensimismamiento hasta
que la oyó hablar.
—Las camas son decentes, podremos descansar
como es debido —dijo desde alguna habitación.
—Bien, eso es bueno —dijo Rómak, y luego
bajó la voz—. Eso es bueno.
Pasaron varios días en los que los humanos
conocieron sus nuevos oficios y se adaptaron bien a ellos. Vandrine se dedicó a
cazar en las laderas verdes cercanas a Ugnurmazal mientras que Rómak se adentró
en una de las forjas de la ciudad. Allí fue recibido con un tanto de reserva al
principio, aunque no tardó en obtener un trato más cercano. Recordó a su
compañero Gorin, a quien no había tenido tiempo de buscar antes de abandonar
Arakzigal, y entre los golpes del martillo sobre el metal llevó su mente más
allá. «¿Qué estarán haciendo esos insensatos?», pensó, mientras imaginaba a
Banron y a Frénehal. Pero el reino de Rósevart estaba muy lejos ya, y no podía conseguir
una respuesta.
Llegó el corto verano de aquellas tierras y
el calor de la forja se hizo un tanto más difícil de soportar. Aun así, en
aquellos días Rómak había encontrado algo que toleraba menos: la presencia de
Burdan. Y no le desagradaba su compañía porque fuera una mala persona (era lo
opuesto a eso) sino porque siempre obtenía la atención de Vandrine. El
kulvarllum era unos pocos años mayor que ellos, pero conservaba el vigor de un
hombre en su juventud. Sin embargo, había vivido una dura historia. En una
ocasión se la narró a Rómak y a Vandrine mientras caminaban alrededor de la
colina de Braur-nashar.
—Me convertí en esclavo como cualquier otro
kulvarllum —decía Burdan—. Sin embargo, me percaté del error que cometía mi
raza, y traté de pedir perdón. No fui escuchado a pesar de que lo hice un
centenar de veces. Ni siquiera cuando aprendí a hacerlo en la lengua de los
enanos, después de escucharlos con atención. Por eso, me escapé —hizo una pausa
después de esas palabras—. Cuando regresé, lo hice con un secreto que inclinó
la guerra a favor de los enanos. Solo así me perdonaron; es por esto por lo que
llevo cinco años sirviendo a los señores Allakûr IV y Krashtal.
—¿Y cuál fue el secreto que desvelaste? —preguntó
Rómak.
—No quisiera revelarlo una vez más. Sin
duda, cualquier enano os hablará de ello.
—Me interesa más conocer el motivo de toda
esta guerra —dijo Vandrine.
—Son las tierras, como siempre suele ser.
Los primeros kulvarllum llegaron aquí desde un lugar remoto y hostil en el sur.
Los enanos les permitieron asentarse en las montañas colindantes, pero los
expulsaron tras poco tiempo. Esto ocurrió porque los kulvarllum no sabían
cuidar lo que tanto amaban los enanos: las montañas. Mis antecesores arrojaban
la basura sin cuidado, excavaban la piedra sin compasión y abusaban de la
minería. Siguen comportándose de esa manera en sus hogares, mas ahora se hallan
lejos de aquí.
—Comprendo que los enanos quieran preservar
la belleza de las montañas a su manera —dijo Rómak—. Y supongo que los
kulvarllum desean arrebatarles sus hogares.
—No es ese su principal motivo, aunque sin
duda se asentarían aquí y en cualquier ciudad enana si lograran vencer. Pero en
la primera guerra murió Teurgak, el hombre que había logrado sacarlos de las
inhóspitas tierras meridionales. Su pérdida aún se llora en canciones y
rituales —dijo, con un deje de melancolía—. No obstante, el pueblo de los
kulvarllum aún no ha aprendido a cuidar de sus hogares. Las lomas y valles en
los que habitan ahora son una ruina que ellos mismos han provocado.
Rómak bufó con disconformidad y se hizo un
silencio que poco después fue interrumpido por otra conversación, y los tres
humanos continuaron caminando durante un rato.
Pasaron más días corrientes hasta que Rómak
despertó en una madrugada. Creía haber sentido que todo el hogar temblaba, y
cuando se quedó atento a la oscuridad, escuchó un retumbar lejano, como si de
un trueno se tratara. Todo se agitó una vez más y volvió a escuchar el grave
sonido, por lo que sintió que debía levantarse y averiguar si sucedía algo.
Fuera de la casa había tranquilidad, pocas
luces brillaban en aquella hora. Buscó a un guardia, inquieto, y halló a uno
sentado en el suelo a pocas yardas de su casa. Tenía la cabeza inclinada sobre
el pecho y roncaba, y a Rómak le fue difícil despertarlo.
—¿Qué son esos ruidos? —le preguntó—. La
tierra tiembla.
—¿Qué? ¿Qué ruidos? —dijo el guardia, y se
quedó mirando a la nada por un instante—. ¡Ah! Debe ser algún volcán, no te
preocupes. ¿Acaso no sabías que hay volcanes cerca? Pues se trata de eso —se
levantó—. Ahora, he de vigilar la ciudad.
Carraspeó como si le indicara a Rómak que se
alejara, y el herrero regresó a la casa. Encontró a Vandrine despierta, de pie
y escuchando en mitad del recibidor. Él le explicó la procedencia de aquel
sonido, y cada uno regresó a su cama.
Tras despertar y acudir a la fragua, Rómak
descubrió que las erupciones volcánicas significaban mucho más que ruido y
temblores. Pronto se le dijo que la lava de aquella región solía arrastrar un
material muy valioso para forjar armas, y que alguien debía ir a recogerlo.
—Muy bien, hoy algunos trabajaremos fuera
—dijo el capataz en voz alta—. Necesito diez pares de brazos, ¡y llevad armas!
Tú —dijo, dirigiéndose a Rómak—, nos acompañarás. Cuanto antes te acostumbres a
los calores de la tierra, mejor. ¡También necesito que se abran los canales
rojos!
—¡Ya están abiertos! —dijo alguien.
—Muy bien, ¡pues en marcha!
Los canales rojos eran las vías por las que
la lava llegaba desde los volcanes hasta las fraguas que disponían de estos
conductos. Rómak se quedó mirando unos instantes a los enanos, que iban de un
lado a otro con prisa tomando armas y cubetas, yelmos y otras protecciones de
metal. A él lo empujaron a moverse pronto, le pusieron un grueso cubo metálico
entre las manos y lo dejaron ante las armas para que tomara una espada. Pocos
minutos después, trotaba junto al resto de los enanos por un túnel que no había
visto hasta aquel momento.
En cuanto salió de la montaña, sintió un
calor intenso y distinguió el rojo de la reciente lava en la lejanía. El camino
sería largo, y más ardiente según avanzaran, pero los enanos no estaban
asustados por ello. Para esta raza era algo habitual, y sin duda las ansias por
obtener aquel preciado material eran superiores a cualquier calor. Rómak pudo
sentirlo.
Cuando alcanzaron los primeros charcos de
lava, el aire ondeaba por el calor que inundaba los alrededores. Rómak sudaba y
sentía fuego sobre su piel, pero trataba de mantener la compostura mientras los
enanos buscaban por un lado y otro con inquietud. Aun así, respirar le parecía
peor que tragarse un tazón de agua hirviendo, y no fueron pocas las veces en
las que trató de hacerlo llevándose las manos a la boca. Pero para los
habitantes de las montañas, aquello parecía un campo de flores. Buscaban y rebuscaban
en cada pliegue de la roca, y observaban con detenimiento cada acumulación de
lava como si esperasen capturar un pez. Algunos habían traído largas pinzas y
revolvían con ellas el ardiente y anaranjado líquido, y pasó poco tiempo hasta
que uno de ellos extrajo con júbilo un trozo de metal muy negro y sin brillo.
Rómak lo miró con asombro y sonrió al
escuchar los gritos de celebración, pero pronto se alzó otro grito que no tenía
ninguna alegría en su voz. El humano pudo entender la palabra kulvarllum, y pronto escuchó el sonido de
algo que se arrastraba por la roca. Uno de los enanos rodaba herido hacia abajo
por una pequeña ladera, y fue a chocar con un peñasco. Enseguida aparecieron
los enemigos desde el sur, chillando y con las armas en alto. Tenían los
cuerpos semidesnudos y arcos, por lo que las flechas volaron enseguida hacia
los habitantes de Ugnurmazal. Pero estos se habían preparado y arrojaron
pequeñas hachas contra los atacantes. Los humanos recibieron impactos
contundentes sobre sus pieles descubiertas mientras que la mayoría de las
flechas rebotaban contra las armaduras de metal.
Al herrero no se le había dado ningún arma
arrojadiza, por lo que trató de acercarse por un flanco mientras blandía la
espada. Había suficientes kulvarllum como para que tuviera oportunidades de
luchar, y pronto se vio intercambiando golpes con el hacha de uno de aquellos
hombres en lo más alto de un peñón. Venció con dificultad al enemigo, que cayó
en un charco de lava y se hundió entre gritos horribles. Más gritos como aquel
sonaron alrededor mientras los kulvarllum eran rechazados; dejaron de oírse
cuando los pocos supervivientes se retiraron.
—Malditos, siempre nos estorban durante las
recolecciones —dijo un enano mientras arrancaba una de las hachas arrojadizas
de una cabeza.
—Saben muy bien lo que venimos a hacer, pero
nosotros también los conocemos —dijo otro.
Rómak los observó, sentado y con el brazo
izquierdo sangrando por una herida. Le apretaron un trapo sobre el corte y le
dijeron que siguiera trabajando «con precaución». Tras algunos minutos, pareció
que nunca había habido ninguna batalla en aquel lugar.
Al herrero le alivió estar de regreso en
Braur-nashar. Él no había recolectado ni un solo trozo de material, pero sus
compañeros habían encontrado varias piezas y parecían satisfechos con ello.
Rómak fue a su casa sin pasar por la forja, donde ya no tenía nada que hacer en
aquellas horas. Se sorprendió al no encontrar allí a Vandrine. Salió de la casa
y preguntó a varios guardias hasta que uno supo darle una respuesta.
—La vi paseando con el chambelán de los
señores. De eso hace un buen rato ya —le dijo, para su inquietud.
—Ya veo, gracias —respondió Rómak, y se
alejó con el corazón abatido.
Miró a su alrededor por si distinguía la
figura de Vandrine cerca, pero lo que vio fue una sombra más pequeña que se
acercaba a él con paso rápido. El herrero entrecerró los ojos para tratar de
distinguir su identidad en las sombras.
—¡Rómak! —dijo aquella persona con tono
adulador, acercándose aún más—. Qué alegría verte, llevo todo el día
buscándote.
Se trataba de Barrunis, lo cual no alegró
demasiado al herrero.
—¿Qué haces aquí? —dijo él.
—He venido a visitarte, y a quedarme unos
días. Podemos retomar la cita que esos condenados kulvarllum interrumpieron
—dijo la enana con una sonrisa.
Rómak no pudo devolvérsela pues no estaba de
humor. No, de ningún modo podía estar contento en aquella situación.
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