Puerta al sur, capítulo 14 - Estrellas bajo la montaña




   La prisa que los enanos impusieron sobre Rómak y Vandrine no permitió más que recogieran sus escasas pertenencias y que dejaran las armas que habían tomado para la batalla. Pronto, acompañados por los dos guardias, salieron al aire templado de los últimos días de primavera en el sur. Los soldados les indicaron por dónde tenían que avanzar para llegar a Ugnurmazal.
   —Una vez allí, se os concederá el paso a Braur-nashar —dijo uno de los soldados.
   Ninguno de ellos iba a acompañarlos, así que pronto se dieron la vuelta y se perdieron en la oscuridad de las cavernas, dejándolos ante el rocoso paisaje.

   Ugnurmazal no estaba cerca de Arakzigal, a pesar de que los dos humanos podían ver su pico desde donde se encontraban: una punta lejana oculta tras otra mole de piedra cuyo nombre no conocían. Empezaron a andar, y pronto se encontraron con algunos enanos atareados en la vigilancia de los alrededores o en recoger los cuerpos de los enemigos caídos para arrojarlos a fosas. Gracias a estos trabajadores, supieron que muchos kulvarllum habían logrado escapar de vuelta a sus hogares; Rómak temió que la guerra no hubiera acabado.
   Al día siguiente hallaron muchos menos enanos en el camino, pues con la retirada del enemigo ya no tenían nada que hacer en el exterior. Las sendas que comunicaban las montañas y las ciudades se hallaban en la oscuridad bajo la tierra, aunque ni Rómak ni Vandrine hubieran descubierto ni una de ellas durante su estancia en Kurun-shur.
   Tardaron algunas horas más en llegar a la gran montaña de Ugnurmazal; ese fue un tiempo en el que apenas hablaron, y la mayoría de las palabras que se dirigieron estuvieron relacionadas con los sucesos de la batalla. Cierto temor a lo que pudiera sucederles en la nueva ciudad que les aguardaba les impedía sentirse de buen humor. Mas no conocieron su destino ni aun después de presentarse ante la primera entrada cavernosa que descubrieron. Allí, los humanos no tardaron en ser recibidos por un grupo de cuatro enanos que asomaron desde diferentes puntos imperceptibles en la ladera que se alzaba ante ellos. Estos vigilantes llevaban lustrosas armaduras de metal plateado sobre jubones de cuero teñido de azul. Los yelmos también eran de metal, aunque no podían destellar bajo la nublada luz de aquel crepúsculo tardío. Pese a la hora, permitieron que los dos humanos entraran en la montaña y caminaran por el único sendero que había.

   En algún momento desde que se adentraron en el pasaje de piedra, dos enanos habían comenzado a seguirlos para vigilar sus movimientos. No les hablaron demasiado, aunque los guardianes intercambiaron muchas palabras entre ellos, todas susurradas en su propia lengua. Y tras muchas vueltas, subidas y bajadas, llegaron a un espacio abierto que precedía a uno mucho, mucho mayor. Se trataba de una caverna inmensa como Rómak nunca habría imaginado; un lugar que, en comparación con Kurun-shur, sería como situar la capital de Rósevart, Rhodea, junto a la más modesta y pobre de las aldeas. Esta ciudad llamada Braur-nashar era gigantesca y hermosa como lo sería una montaña de plata y diamante resplandeciente en mitad de un mundo de oscuridad. La excepción era que aquella oscuridad que la rodeaba estaba repleta de lo que parecían ser estrellas. El centro de Braur-nashar era, pues, una colina bajo la montaña, y estaba rodeada por las paredes de piedra que conformaban la inmensa caverna.
   Desde esos muros hacia la colina se extendían infinidad de puentes, y había luces en cada lugar, incluso a la altura del suelo que en aquellos momentos pisaban los humanos. Y allí se quedaron, maravillados, aunque solo Rómak permanecía boquiabierto, pues para Vandrine no había belleza alguna que le arrebatara la preocupación.
   —Por aquí —dijo entonces una voz grave detrás de ellos.
   Los dos se volvieron y se dieron cuenta de que los vigilantes que los habían seguido continuaban allí. Esta vez los enanos se situaron delante de ellos y comenzaron a caminar hacia la gran colina de piedra en el centro de la ciudad.

   El ascenso fue largo, pues el camino de innumerables ladrillos pequeños rodeaba como una extensa cinta la figura del peñón. Los humanos pasaron ante centenares de hogares de enanos mientras ascendían, aunque estos siempre estaban excavados en la piedra de la gran loma; no había casas en el lado del sendero que miraba hacia un precipicio cada vez más alto. Sí había puentes y torres de vigilancia, y desde algunas ventanas abiertas podía distinguirse una luz o escucharse una voz que cantaba o conversaba de manera alegre con alguien. Braur-nashar estaba repleta de vida, aunque la mayor parte de su actividad parecía latente bajo la roca.
   En lo más alto de la colina se hallaba el único hogar que no formaba parte de la mole de piedra misma. Se trataba de un castillo ancho y coronado por una gran cúpula redondeada. Su fachada era gris como la roca, pero contaba con innumerables estrías en la pared que brillaban como si ocultaran un fuego blanco en su interior. El camino hacia aquel magnífico edificio pasaba por debajo de diez sólidos arcos de piedra iluminados por lámparas azuladas; sus destellos permitían distinguir las runas que los decoraban, aunque Rómak tuvo la sensación de que nunca podría comprenderlas.
   —Este es Tarzerak, el palacio de los reyes —dijo uno de los escoltas.
   —Pensaba que los reyes vivían en Arakzigal —dijo Rómak.
   —Así es, allí viven los reyes de esa montaña. Cada una dispone de sus soberanos, pero aquí residen quienes los gobiernan a todos.
   —¿Cómo si fueran los reyes de los reyes?
   —Algo así, sí —dijo el enano.
   —Adelante, los señores de todas las montañas son quienes reclamaron vuestra presencia —dijo el otro.
   Los guardianes comenzaron a recorrer con solemnidad el tramo de sendero que llevaba a la puerta del palacio, y Vandrine y Rómak los siguieron. Allí se detuvieron ante otros dos vigilantes que portaban gruesas lanzas de acero; la gran puerta estaba abierta, aunque un muro oscuro impedía ver lo que había más allá. Los dos humanos recorrieron las escasas yardas que había entre el umbral y aquella pared, se volvieron a la derecha y avanzaron por un estrecho pasaje idéntico al que habían tenido a su izquierda.
   Llegaron así, tras un recorrido muy corto, a una sala repleta de brillo. Había tanta luz como la habría en un palacio del reino de los humanos, y Rómak recordó las ocasiones en las que había estado en el castillo de Merena, antes de que todo cambiara. No obstante, en Tarzerak había muchos más soldados y decoraciones, como las estatuas de reyes pasados o las grandes gemas engarzadas en la pared que se alzaba detrás de dos tronos de plata. En ellos estaban sentados el rey y la reina de Braur-nashar, de las Montañas Ardientes.
   Los enanos que los habían conducido allí se arrodillaron y Rómak no tardó en imitarlos, aunque Vandrine rehusó hincar la rodilla durante unos segundos. Hasta que fue persuadida por todas las miradas que había dirigidas hacia ella y por una extraña presión que podía sentir en aquel ambiente. Se quedó mirando al suelo hasta que oyó la voz del soberano, y cuando se irguió, se sintió desconcertada al distinguir que había un kulvarllum de pie junto a ellos. Sin embargo, quien había hablado era el rey, un enano canoso vestido con una túnica morada y bordada de plata. A su lado, la reina llevaba una prenda similar, pero de color rojo y cintas doradas; ambos llevaban coronas de hierro muy parecidas, símbolo de la igualdad de poder que poseían.
   —Bienvenidos seáis, huéspedes humanos —dijo el rey—. Mi nombre es Allakûr IV.
   —Yo soy la reina, Krashtal —dijo su esposa—. Habéis sido llamados para recibir nuestro agradecimiento por vuestras obras. Somos conocedores de cada paso que habéis dado en Kurun-shur y sus alrededores, por lo que deseábamos daros cobijo en Ugnurmazal.
  —Dispondréis de un hogar y de nuevos oficios, solo si tú, Rómak, deseas abandonar la herrería —dijo Allakûr.
   —No lo desearía, señor —dijo Rómak de manera inconsciente.
   —Bien, entonces tus tareas no serán muy diferentes a las que hacías en Kurun-shur, humano herrero —dijo, y miró a Vandrine—. Sin embargo, tú, Vandrine, serás cazadora y vigilarás nuestras fronteras, si te parece una tarea digna.
   —Me lo parece —dijo ella.
   —Entonces seréis acompañados por Burdan, nuestro chambelán, hacia vuestro nuevo hogar —dijo Allakûr—. No, no os sobresaltéis por su presencia. Su historia es muy distinta a la del resto de los kulvarllum, a quienes sin duda ya habéis conocido.
   —Luchamos contra algunos en Arakzigal —dijo Rómak, asintiendo.
   No pudo evitar llevar los ojos a Burdan con un tanto de desconfianza. Pero aquel hombre de piel oscura no poseía ninguna hostilidad en su rostro de barba bien recortada. Tenía los cabellos un tanto largos y en él podían distinguirse algunas canas, y vestía una túnica azul y plateada y unas botas que no tendrían nada que envidiar a los ropajes de un noble de Rósevart. El kulvarllum se adelantó hacia ellos y los invitó a seguirle con un gesto de mano.
   —Venid, os llevaré hasta vuestro nuevo hogar, aunque el camino quizá os parezca largo.

   Abandonaron el castillo y comenzaron a descender la gran colina. Y a pesar del alivio que suponía el refugio de un nuevo hogar, Rómak no podía dejar de sentir desconfianza hacia aquel kulvarllum que caminaba delante de él. 

Imagen: https://theplanetd.com/glowworm-caves-new-zealand-te-ana/

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