Puerta al sur, capítulo 13 - Destellos en las sombras


   La premura fue como un vendaval que impulsó las alas en los pies de los guerreros. Rómak corrió entre los enanos y junto a Vandrine hacia el oeste, dejando atrás a los pocos que habían sido heridos. Aún seguían oyéndose gritos de auxilio y cuernos lejanos, y el herrero pudo adivinar, por la expresión en los rostros de los enanos, que las nuevas que se transmitían no eran nada buenas. Miró entonces a su compañera, y de algún modo se sintió satisfecho por verla tan centrada en aquella batalla que no pertenecía ni a su reino ni a su raza.
   Tras una larga carrera que dejó resoplando a la gran mayoría de los enanos, llegaron a las estribaciones occidentales de Arakzigal. Allí encontraron a los primeros enanos muertos de la batalla, y sus congéneres no tardaron en alzar las voces al cielo mientras levantaban también las armas. Rómak no entendía ni una palabra, pero sintió rabia e impotencia, y recordó de forma inevitable las luchas vividas y presenciadas en Rósevart. «En esta ocasión los motivos son diferentes, aunque ni siquiera los conozco con claridad», pensó. «Lo que sí es igual, es el sufrimiento de quienes han perdido a sus camaradas». Vandrine lo sacó de sus pensamientos con un codazo, pues los enanos avanzaban ahora hacia uno de los pliegues en las faldas de la montaña.
   Allí encontraron una caverna rodeada de cuerpos sin vida. Había también muchos kulvarllum muertos, pero podía verse con claridad que habían conseguido entrar. La hueste se adentró en la sombra de la montaña, y bastaron pocos pasos para que pudieran distinguir el sonido del metal. Los enanos se apresuraron aún más, empujando a los dos humanos si se interponían en algún momento, y así llegaron a una aldea semejante a Kurun-shur.

   Las tenues luces de aquella gran caverna iluminaban el escenario de una batalla sangrienta. De algún modo, los kulvarllum eran superiores en número y luchaban con gran ferocidad. Rómak trató de imaginar el odio que había entre aquellos dos pueblos de las montañas, pero no dispuso de mucho tiempo pues los enanos no aguardaron ni un instante antes de lanzarse a luchar. El herrero miró a un lado y a otro, buscando a Vandrine, mas la mujer ya se dirigía hacia uno de los adversarios, y Rómak la observó luchar. La guerrera se defendió rauda contra el primer ataque del enemigo, y con un movimiento falso hacia un lado y un rápido tajo, tuvo suficiente para ganar. Sin duda era una luchadora experimentada.  
   Y, también sin duda, Rómak obtendría experiencia en aquella batalla. No pudo evitar el enfrentamiento con los kulvarllum, ni quiso. Enardecido por ver luchar a Vandrine, blandió su espada con mayor destreza que nunca, y fue capaz de salir victorioso de los pocos enfrentamientos solitarios que tuvo y pudo colaborar con los pequeños grupos de enanos que enfrentaban a varios enemigos al mismo tiempo. No obstante, también vio caer a unos cuantos aliados y recibió heridas; en una ocasión tuvo que retroceder ante la violencia de un hombre y sus dos afiladas hachas. Rómak fue ayudado por una enana que golpeó al enemigo en una rodilla con su martillo, y el resto fue historia.  
   A medida que el tiempo transcurría, la hueste de enanos se adentraba más y más en las profundidades de la gran caverna, llevando la lucha a los diferentes pasajes que se abrían en un lado o en otro. De esta manera, sus fuerzas quedaron un tanto divididas y llegó un momento en el que Rómak no supo bien a dónde ir. Oyó entonces un grito agudo y descubrió que no muy lejos había un grupo de enanos acorralado por un semicírculo de enemigos. Llamó a Vandrine, aunque ignoraba si se hallaba cerca en aquellos momentos, y se dirigió hacia los enemigos desde un extremo de su formación. El primer kulvarllum no dudó en atacarlo con la boca torcida en una mueca de rabia, mientras sus congéneres hostigaban a los enanos. A Rómak le fue difícil evitar el ataque, pues ya estaba cansado, y un segundo movimiento del adversario le hizo trastabillar. Estuvo a punto de caer hacia atrás, y entonces sintió la presencia oscura del otro hombre demasiado cerca de él. Una hoja se dirigía hacia su pecho, y solo pudo evitarla permitiendo que su cuerpo cayera al suelo. Sentía la tensión en su corazón, y esto lo ayudó a erguirse de inmediato e interponer su propia arma entre quien trataba de darle muerte y él. Luchó con fiereza por ser capaz de ayudar cuanto antes a los enanos, y a pesar de que las espadas de ambos hombres se encontraron en varias ocasiones durante los segundos que siguieron, Rómak logró salir vencedor.
   Casi exhausto, intervino a favor de los enanos, aunque su espada no fue de mucha ayuda hasta que llegó Vandrine, incombustible en la batalla. Solo uno de los aliados había caído al término de la refriega.
   —Muchas gracias por venir en nuestra ayuda —dijo uno de los enanos, dirigiéndose a Rómak.
   —Es lo menos que podría haber hecho —dijo él, cansado.
   Pero entonces se dio cuenta de que conocía a quien le había hablado. Y no se trataba de un enano, sino de una enana. De Barrunis, quien lo miraba con una sonrisa.
   —Ahora comprendo por qué abandonaste nuestro encuentro con tanta premura. Advertiste la presencia de los enemigos. ¡Eres muy sagaz y arrojado! —le dijo al herrero, acercándose a él.
   —Bueno, en realidad… —dijo, aunque decidió callar en beneficio de sus buenas relaciones con el maestro herrero—. Todavía quedan enemigos, debo seguir luchando.
   —Me temo que pretenden llegar a la cámara del rey —dijo Barrunis—. Mi padre debe estar ante las puertas, defendiéndolas.
   —¿Y por dónde se va a ese lugar? —dijo entonces Vandrine, ceñuda.
   —Por aquel pasaje de allí —respondió la enana, frunciendo también el ceño cuando escuchó a la humana—. Pero, como veis, la sola entrada está plagada de enemigos.
   En efecto, ante la entrada del pasaje la batalla era más cruenta. El arco de piedra que servía de entrada al nuevo camino se hallaba lejos de los humanos, a su derecha. Pero incluso desde aquella distancia fueron capaces de distinguir el gran número de kulvarllum que había allí. Las armas se movían de un lado a otro, lanzando destellos semejantes al de la superficie de un mar, un mar de acero y sangre que en aquellos momentos sacudía las entrañas de la montaña.
   —Si no hacemos algo, lograrán pasar. Nunca habían logrado traspasar ni una sola entrada de Arakzigal, pero en esta ocasión… Ha sido como si hubieran descubierto algún secreto —dijo Barrunis.
   Rómak miró hacia la batalla y de súbito recordó el momento en el que había dejado escapar a Gurban, el kulvarllum. «¿Y si todo esto es por mi culpa?», pensó, tragando saliva. Y por supuesto, calló sus palabras.
   —Bueno, entonces solo tenemos que matar a todos esos salvajes —dijo Vandrine, dando un paso hacia ellos—. ¿A qué esperáis? ¿Estáis cansados ya? Juraría que los enanos alardeaban de ser resistentes.
   —¡Lo somos, humana! —dijo Barrunis, apoyada por las voces de otros enanos—. Pero dudo que logremos algo si les atacamos sin más. ¿No sabes contar?
   —A mí no me afectan esos números —dijo Vandrine con orgullo, aunque en el fondo temió que la enana tuviera razón.
   Rómak miró hacia el techo, y luego se volvió hacia Barrunis.
   —¿Y no se puede arrojar esa lámpara de arriba sobre el enemigo? —dijo, señalando a la gran luz que pendía del techo.
   —Imposible —dijo la enana—. Está muy bien sujeta a la roca, y no se podría liberar fácilmente. Además, habría que traer la gran escalera. Y la maquinaria que la porta…
   —¿Qué ocurre con esa maquinaria? —dijo el herrero cuando vio que la enana se quedaba pensativa.
   —¡Ah! Podríamos usarla para dejar caer la escalera sobre esos kulvarllum —dijo—. Lástima que no haya máquinas de asedio reales bajo Arakzigal.
   Se volvió hacia los enanos que estaban cerca y les habló en su lengua. Estos empezaron a correr de un lado a otro y a dar voces, extendiendo algunas palabras de batallón en batallón.
   —He enviado a algunos en busca de las escaleras, a otros a la batalla. Hay que resistir hasta que lleguen esos carros —dijo Barrunis.
   —Bien. Si solo tengo que matar enemigos, no dista mucho de lo que había pensado en un primer momento —dijo Vandrine, y se dirigió a Rómak—. Vamos.
   Al herrero le sorprendió que la mujer lo empujara hacia los enemigos con una mano, y a pesar de que aún sentía cansancio, echó a correr hacia la tormenta de sombras que luchaban y hojas que destellaban.

   Junto a Vandrine, soportó el tiempo necesario hasta la llegada de las escaleras, que fueron más de las que había podido imaginar mientras se esforzaba en sobrevivir. Herido, sudando y sangrando, vio cómo las grandes piezas de metal se elevaban desde las sombras para caer sobre unos enemigos que trataron de apartarse en vano. Porque estaban atrapados entre los defensores del pasaje que llevaba a la sala del rey y los guerreros que les atacaban por la espalda. La mayoría de los kulvarllum murió bajo el estruendo de las escaleras y sobre la dureza del suelo, y el resto escapó ante el miedo causado por aquel estruendo.
   Por su parte, Rómak dejó de luchar en cuanto los hombres de las montañas emprendieron la huida. Si alguno lograba escapar, no le interesaba. Vandrine estaba a su lado, seria como si su rostro fuera el de una estatua, y herida, aunque no de gravedad. Ninguna batalla la dañaría jamás tanto como lo vivido en Rósevart, y eso hizo sonreír al herrero. Poco a poco, los últimos sonidos de la lucha se fueron apagando hasta convertirse en voces tranquilas, aunque de cuando en cuando se oía algún grito de dolor.

   Poco después, dos enanos armados que parecían no haber batallado, por la pulcritud de sus atavíos, se acercaron a Rómak y Vandrine. Los humanos habían permanecido sentados cerca de unas de las escaleras hasta aquel momento, en el que se levantaron para saludar y escucharlos. Barrunis estaba cerca de ellos.
   —Debéis abandonar Arakzigal de inmediato y dirigiros a Ugnurmazal, hacia el norte —dijo uno de los enanos.
   —¿Por qué debemos ir ahí? —preguntó Rómak.
   —Para ver a los «verdaderos reyes» —dijo entonces Barrunis—. Lo que habéis hecho… no ha sido olvidado. 


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