RELATOS DE VERANO EN SUBURBLIA. TORMENTA DE VERANO. DANIEL RAMOS.



Ángel sembró la tempestad el 1 de julio. La sembró en su huerto, entre las zanahorias y el tomillo. Jamás
llegó a pensar que una tempestad pudiera florecer de aquel modo, pero ¿quién era él para juzgar al viento?
Todas las noches el harapiento y viejo agricultor regaba la tempestad con brisas de verano, volcando
torbellinos de aire caliente del machacado caldero que usaba a modo de regadera. La regó con el amor y
la delicadeza de los campesinos canarios, pero la tempestad se negaba a romper con sus brotes verdes la
superficie de la tierra. Cuando ya casi había perdido la esperanza de que algo pudiera nacer en aquel
rincón de su propiedad un suave hilo de aire brotó del suelo. Era ella, la tempestad: ¡la iba a amar tanto!
El hilito de aire no paró de llorar durante los dos primeros veranos, pero creció hasta convertirse en una
racha moderada sana y juguetona. A Ángel, que vivía solo en aquella desastrosa casita en medio de
Anaga, la brisita de hacía una compañía tremenda: le seguía cuando bajaba al pueblo a comprar queso y
pan, le ayudaba a encontrar la hoz cuando la perdía entre la pinocha del bosque, e incluso le avisaba
cuando algún vecino, ocasionalmente, pasaba por casa y él estaba en el huerto. Por eso es que al viejito se
le hizo muy duro que su brisa tuviera que empezar el colegio, pero al finalizar el tercer verano esto era ya
inevitable ¡qué viento tan apuesto! ¡Qué racha tan viva y llena de energía! Todas las mañanas la brisa
emprendía el vuelo a la ciudad para aprender allí cosas nuevas. A veces llegaba llorando a casa porque
sus compañeros, habituados al estudio en la guardería, le tomaban la delantera, pero Ángel siempre tuvo
cuidado de dejarle bien claro que ella era tan lista como cualquier otro alumno. Nuestro agricultor apenas
sabía las Cuatro Reglas, osea, como dicen los viejitos: sumar, restar, multiplicar y dividir, pero fue
suficiente durante los primeros cuatro años de estudio de la brisa.
Los problemas llegaron después, cuando la tormenta arreció. Las raíces cuadradas eran un verdadero
infierno, y el álgebra... ¿Quién entiende ese invento? Llegó el día en el que, triste, Ángel le tuvo que
confesar a su amada brisa que solo sabía hacer lo que le había enseñado, que a partir de ese día debía
aprender a hacer las cosas por sí misma. -Ahora te toca a ti enseñarme a mi ¿ves?- le dijo con una sonrisa
que apenas lograba disimular su tristeza. Sin embargo la brisita consiguió aprobar todo con excelentes
notas. Eso sí, se pasaba horas y horas estudiando. Ya no podía recibir a los vecinos, ni buscar hoces
perdidas en el bosque, ni acompañar a Ángel al pueblo a por queso y pan. No importaba, no importaba
nada: es por su bien, pensaba Ángel. La tormenta creció y creció, la brisa lloraba porque el estudio era
demasiado intenso. Ángel no entendía cómo alguien podía llorar por el mero hecho de leer cuatro páginas,
mientras que él se partía la espalda para arar la tierra -algún día vas a tener que venir a ayudarme- le
decía.
-Sí, sí- contestaba ella. Al cabo de unos días el viejo volvía.
-Algún día tendrás que venir a ayudarme a la huerta. Yo ya no puedo. Te aviso para que lo sepas, de algo
hay que comer.
-Sí, sí, papá. No puedo estar en todo- le respondía la brisa.
-Brisita querida, ya hace un montón de tiempo que no me ayudas. Mañana hay que sembrar las papas y yo
solito no puedo. Me tienes que ayudar.
-Papá, ya te he dicho que no puedo ayudarte. Tengo siete exámenes esta semana, cinco trabajos y ocho
comentarios de texto ¿me escuchas? ¿Cómo demonios quieres que te ayude-. Y cada vez que Ángel
insistía, la contesta era más y más violenta.
-¡Hija, ya está bien! Mañana mismo dejas eso y te vienes conmigo a apañar las papas ¡tienes que
descansar!
Y la tormenta se arremolinó sobre Ángel -¿Acaso no entiendes que tengo que estudiar? Claro ¿qué vas a
entender tú, si no has dado un bongó en tu vida? Tú lo que quieres es tenerme aquí como una esclava, que
trabaje gratis para ti ¿ese es el futuro que me reservas, tanto que me querías? Llanto de cocodrilo ¡si me
quisieras no me harías esto!

La tormenta arreció tanto que rompió la ventana y salió del cuarto arrastrando cristales rotos. Ángel cayó
en el suelo, derrotado ¿qué había hecho mal? Tres horas después llegaron los abrazos y las disculpas, pero
algo dentro de Ángel había muerto y no podía ya restaurarse. En todo caso, no volvió a molestarla jamás.
La brisa se fue a la ciudad a estudiar, alquiló un pisito precioso allí, desde donde le enviaba cartas
cariñosas a su padre. Años más tarde sobrevino la graduación. El campesino, viejo e inútil ya, no pudo
asistir. Sus ojos no le permitían tan siquiera distinguir cuál de sus vecinos venía a traerle el pan y el
queso. El bosque se llenó de hoces y terminó por arreglar una aparcería en su tierra con un vecino,
Eustaquio. La tierra no valía nada, pero a su vecino le apenaba que una huerta que llevaba siendo
cultivada desde hacía al menos cincuenta años cayera ahora en desuso. Y todo porque su hija había
abandonado el caserío. -Ahora le meten ideas en la cabeza- le decía Eustaquio indignado cada vez que se
acercaba a la casa para que supiera que ya regresaba al pueblo. -El hijo de Rosita fue a estudiar a
Alemania. Ahora está en África con una oenegé cuidando de los hijos de otros ¡y mira, la pobre Rosita
aquí muriéndose de hambre!- arremetía nuevamente el oleaje. -¿Tu hija dónde está?- le dijo secamente un
ocho de junio.
-Mi hija está estudiando- musitó un tanto avergonzado Ángel.
-¿Estudiando en verano? ¿Y tú te lo crees? Seguro que se echó un novio y no quiere saber nada más de ti.
Un novio comunista que le llena la cabeza de ideas tontas ¡ya verás, como Rosita, abandonadito te va a
dejar! Pero si tú no quieres hacerme caso yo no puedo hacer nada. Me voy al pueblo con mi hijo, a ver si
aprendes a meter en vereda a la tuya.
El viejo, que no había salido de la casa en tres días, bajó torpemente las escaleras, se infló de aire y, como
si quisiera hacer un último esfuerzo antes de explotar de dolor, le gritó con voz flemosa -¡Pues bien, vete
al pueblo con tu hijo, que es un cazurro ignorante, y no vuelvas más por aquí! ¡Yo no permito que nadie
hable así de quien ha cuidado de mi por tantos años! ¡Lárgate y no vuelvas nunca!
Eustaquio retrocedió. Estaba realmente indignado, pero a la vez le emocionaba la valentía de aquel viejo
fósil canario. -No será porque no te lo avisé. En fin, si me necesitas para algo más me puedes llamar. Si es
que atinas con las teclas del teléfono, claro-. A pesar de la bronca, Eustaquio volvió al lunes siguiente. No
podía dejar que el anciano se pudiera en soledad, pero jamás volvió a conversar con él. Antes de irse de
nuevo al pueblo se acercaba a la ventana, tocaba el cristal tras las rejas y soltaba un -voy- cuando llegaba,
y un -fui-, cuando se iba. Un día Eustaquio no tocó a la hora de irse, había visto algo que le había
indignado y se fue sin más: la brisa había llegado, convertida, eso sí, en un enorme vendaval.
-Papá, te presento a mi novio.
Ángel solo veía formas borrosas, pero le tendió la mano, sin respuesta. -Hija, te he echado tanto de menos
que...
-¡Ay, papi, yo también! ¡Tengo tantas cosas que contarte! Ahora trabajo como secretaria en un hotel de 5
estrellas ¡el mejor de Santa Cruz!
-¿Hotel? ¿No estabas estudiando matemáticas?
-Sí, sí, pero conocí a Héctor.
-Aquí presente- dijo una voz ronca y con aliento a tabaco.
La brisa se rió -sí, sí, aquí presente. Y bueno, él conocía a una chica que, claro, trabajaba en el puerto, y...
-Hija, ¿me acercas el pan? Me he quedado ciego.
La brisa tomó el pan y se lo puso en la mano -deberías dejar de comer estas cosas, te van a hacer daño.
Mira, nosotros lo compramos todo en una tienda de productos ecológicos: tortillas, muffins...
-¿Muffins?
-Sí, muffins, algún día si vuelvo te traeré uno.
-¿Cómo que si vuelves? ¿Ya te vas?
-Claro, nos vamos a Francia, a ver la Torre Eiffel... ¡Nos vamos a casar allí!
El viejo miró, sin ver, a su yerno. Se irguió amenazante y tomando una vieja hoz le señaló -fuera de mi
casa-. El joven retrocedió unos metros e intentó decir algo, pero el viejo le interrumpió -he dicho que
fuera de mi casa-. En cuanto el maromo se fue la brisa estalló -¿por qué has hecho eso? ¿Qué te pasa,
viejo loco? ¿Además de perder la vista perdiste la cabeza?
-Brisa, te necesito... Las flores, el huerto, el pan con queso que la hoz me quitó... Eustaquio, que se va a
África a cuidar de niños comunistas...- la brisa miró con desprecio las manos que le habían sembrado.
Ángel irguió la mirada, con dignidad, una última vez, y las cuencas de sus ojos huesudos se tornaron
negras. Durante unos segundos el tiempo se detuvo. Durante esos mismos segundos, el corazón de Ángel
se detuvo. La brisa, convertida en tormenta, llamó desesperadamente a la ambulancia, pero el teléfono no
funcionaba desde hacía años. Buscó por todos los medios a Eustaquio, pero ya se había marchado con su
hijo al pueblo. Entre llantos subió el cadáver del viejo en el coche de su novio, con el que iniciaron una

espectacular carrera a la ciudad en busca de ayuda. Las frentes goteaban sudor, los nervios agitaban los
corazones y las manos resbalaban del volante. El coche salió volando en una curva y una rama atravesó al
maromo de la brisa, que quedó clavado en un árbol como un adorno de Navidad. Las brisas, por su parte,
saben levitar sobre las cabezas de los mortales, así que esta tormenta, sembrada un 1 de julio de 1963,se
escapó por la ventana, dejando tras de sí un paisaje desolado. Nunca se vio un verano tan frío.

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