RELATOS DE VERANO EN SUBURBALIA. MI TARDE. MAYTE MARTIN





El horizonte nunca es el mismo aunque lo mires desde el mismo lugar. Aire, agua,
fuego y tierra pueden cambiar el paisaje en un nanosegundo. Nunca, nunca lo veremos
igual. Bendita naturaleza que nos regala infinitas imágenes que se quedan en la retina y
nos hacen vibrar.
¿Aquella tarde empecé a tomarme en serio mi vida? Fue una tarde cualquiera, pero, sin
duda, aquella fue mi tarde. El pueblo estaba vacío a esas horas. Ni siquiera los niños
jugaban en la plaza alborotando con su júbilo estival. Aunque parte de la gente joven,
parejas surgidas en las vacaciones, sí que buscaba precisamente esas horas de sopor y
recogimiento para besarse a la sombra de los árboles. A veces desde este lugar que
escojo para ver aparecer la tarde, hacer alguna siesta, leer, escribir correos electrónicos,
responder mensajes de messenger o wasap, y escuchar música, oigo rezar el rosario a
algunas de las mujeres más viejas. Veranear en la antigua escuela del pueblo es toda una
aventura. De repente se unían a rezar o incluso velar a alguien a modo de tanatorio.
También desde la escuelita se montaban timbas de envite hasta altas horas de la
madrugada bebiendo mistela casera, comiendo lapas, bulgaos y maníses con cáscara
haciendo su característico ruido entre las manos. De repente entre las risas y gritos de
envío chico fuera se oían aplausos de entusiasmo ante una buena jugada. Y de vez en cuando, y también de repente, aparecía algún cura a pedir las llaves de la iglesia,
porque la prima lejana, Isabelita, la que heredara la casa, tenía llaves de casi todo. Ella
era una gran anfitriona. Cada año me recibía con los brazos abiertos, nunca me
preparaba la misma alcoba, eso sí, nunca el salón que fue el aula por el que pasaron los
entonces niños y niñas, donde aprendieron a leer y sumar, la tabla de multiplicar,
geografía e historia, ciencias naturales y literatura. Aquella época franquista en la que
solo unos pocos hombres llegaron a la Universidad. En la que algunas mujeres
aprendieron a leer, tener opinión propia mientras bordaban.
Isabelita veneraba el recuerdo de nuestra tía abuela, la maestra. Ella niña aprendió todo
y más, mejor que nadie, pero sin título que enseñar. Ella la cuidaba, le hacía la comida y
le mantenía la gran casa limpia y fresca. Por eso la heredó. Nadie protestó cuando la tía
abuela murió y se la dejó. Ninguno de nosotros vivía en Yaiza, en Lanzarote. Todos
habíamos nacido fuera, o levantado vuelo hacia otra isla.
Cada verano los escenarios eran diferentes. Desde que me divorcié y opté por venir a
pasar aquí al menos veinte días, de ellos, unos pocos con mis hijos antes de retomar
todo el mes que me correspondía, me llenaba de energía y rememoraba mi infancia en el
pueblito sureño. Traté de que mis hijos lo disfrutaran igual, pero no es lo mismo. Fran
tiene ya dieciséis años y la pequeña Martina apenas llega a los diez. Ya no hay camellos
en la trastienda de los vecinos que tenían el pequeño comercio del pueblo. Recuerdo ir a
comprar y colarme con la hija de los dueños a verlos. Siempre estaban tumbados y las
moscas los rodeaban sin descanso. A veces veía a Marcial, el cabeza de familia, como
se decía entonces, salir por las mañanas camino de La Geria. Allí recogía higos y uvas.
Volvía por la tarde con encargos para los vecinos. Las mejores sandias que jamás probé
las comí en la isla. Pero a mis hijos ya no les interesa nada más que haya la wifi y que
los lleve a Playa Blanca a pasar el día. A Fran ni lo veo, desde que llega se pierde con
los amigos que ha ido haciendo en estos años de veraneo. Casi todos son de Las Palmas
de Gran Canaria y coinciden también allá durante el resto del año. A veces me los llevo
a pescar y pasamos algunas horas juntos. Martina casi siempre nos supera en el número
de presas.
Recordando todo esto y con el calor de esta tarde no comprendí que era mi tarde. Había
señales que me indicaban todo: los mareos, el hormigueo en la punta de los pies, la falta
de apetito y una fuerte punzada en la boca del estómago. Pensé que las voces eran tan
reales como cada tarde. No me fijé en el saludo de doña Herminia, ni caí en los gritos de
Leandro llamando a su perro. No paré a reflexionar por qué aquella tarde hacia más
fresco que de costumbre. Oí las carreras del médico. Sentí como caía mi teléfono de las
manos… ahora que veía a la tía abuela Esperanza, con su traje negro y los rezos y
llantos eran más intensos, comprendí que aquella era mi tarde. Ahora desde el vértigo
sin vuelta atrás de la libertad, ahora que no tendré una ventana desde la que observar el
mundo que me rodea… ahora mis ojos han dejado de mirar. La tarde resplandece en una
calle desierta. Siento frío y me acerco al mar buscando estrellas en la marea. Cada cual
ha seguido su camino y paramos el reloj queriendo retener los recuerdos. Pero doña
Herminia falleció hace más de 20 años, Leandro, un lustro quizá, y puede que ya ni
exista su perro. Cómo no me di cuenta antes de que todo esto son solo recuerdos que
como sombras morirán al morir el día. Bendita naturaleza que nos regala infinitas
imágenes que se quedan en la retina y nos hacen vibrar. Ya puede subir la marea y
tragarse tu nombre escrito en la arena. La escuelita es un museo desde hace poco más de
tres años. Recordé un trocito del libro Pedro Páramo de Juan Rulfo ahora todo lo que
me rodeaba es mágico, voces de personas muertas, yo mismo soy una de esas personas
y aquello no era Comala, era Yaiza el pueblo de mi abuelo materno: “Era la hora en que
los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde.
Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol”.



                                                                                           Mayte Martin

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